Predicad a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado. Poned en alto al Salvador delante de la humanidad como la única esperanza de un mundo que perece.

 Se dice que cierta vez un incrédulo se dirigió en forma burlesca a un grupo de alumnos que asistía a un seminario y les formuló la siguiente pregunta: “¿Qué puede ofrecerme la iglesia, que yo no pueda obtener en otra parte?” Uno de los alumnos, seguidor del manso Jesús, ferviente, humilde y temeroso de Dios, le dio esta respuesta sabia y abarcante: “La iglesia le ofrece a Jesucristo, y en ninguna otra parte se lo podrán ofrecer.”

 A menudo leemos anuncios que se espacian acerca de las ventajas que ofrece tal o cual producto. Con frecuencia vemos también hermosos folletos impresos a todo color que nos hablan de la superioridad de un país con relación a otro o de una ciudad sobre otra. Pero, mis amigos, Vds. y yo formamos parte de la empresa comercial más grande del mundo. Estamos vendiendo salvación por medio de la sangre de Cristo. Estamos ofreciendo la redención a través de una ofrenda pagada con sangre. Estamos señalando los portales del reino celestial y de la tierra nueva. Pero, para hacerlo, y para hacerlo en la forma debida, debemos levantar a Jesús, ofrecerlo, exaltar su nombre “por sobre todo nombre,” y su plan de salvación como la única puerta de escape de la maldad reinante en el mundo.

 Esto, en mi humilde opinión, es predicar; ofrecer a Jesús y todo lo que él significa a un mundo necesitado, sufriente, pecaminoso y perdido. El apóstol Pablo resumió todo el significado de la predicación eficaz en las palabras: “Predicad a Cristo, y a Cristo crucificado.”

 Se dice que uno de los más grandes predicadores de todos los tiempos, Spurgeon, manifestó cierta vez: “Hay algunos predicadores que predican, predican y predican; pero nunca predican lo que constituye la verdadera gloria de Cristo. Hablan de todo, menos de Cristo. Cuántas veces he escuchado esta queja del pueblo cristiano: ‘Señor, nuestro pastor es un hombre inteligente y sus doctrinas son correctas, y predica mucho acerca del Evangelio; pero ¡cuánto desearíamos que nos predicara el Evangelio!’”

No basta que prediquemos acerca del Evangelio. Debemos predicar el Evangelio mismo, y el Evangelio es Jesucristo. De modo, hermanos, que yo os ruego: Hagamos de 1954 el año más grande en la predicación de Jesucristo, levantándolo delante de la gente en toda su belleza como nunca lo hemos hecho antes. Los mejores sermones son aquellos que están llenos de Cristo. El sermón que no tiene a Jesús por centro es una cisterna vacía, es una nube que no se convierte en lluvia, es un árbol dos veces muerto, desarraigado.

 ¿Cómo podría alimentar las almas de seres humanos hambrientos un sermón que no tenga a Jesús por centro? Los seres humanos mueren, desde el punto de vista físico, cuando no se les da alimento y bebida. Y de la misma manera perecen, desde el punto de vista espiritual, cuando el cuerpo quebrantado de Cristo y su sangre derramada no les son impartidos por medio de la predicación.

 Predicar a Cristo crucificado significa predicar con oración. Cada sermón debe estar imbuido de la atmósfera de la oración, saturado con la esencia de la comunión celestial. Debemos mezclar con oración la verdad que brindamos a la gente, la verdad que nos es tan cara. En otras palabras, si nos disponemos a predicar a Jesús, debemos primeramente prevalecer en nuestra lucha con Dios; entonces estaremos capacitados para prevalecer en nuestro trabajo con los hombres. Al levantarnos de la oración y al allegarnos al púlpito, la plegaria debiera envolvernos aún.

 Las palabras del sabio: “Hijo mío, si tomares mis palabras, y mis mandamientos guardares dentro de ti, haciendo estar atento tu oído a la sabiduría; si inclinares tu corazón a la prudencia; si clamares a la inteligencia, y a la prudencia dieres tu voz; si como a la plata la buscares, y la escudriñares como a tesoros; entonces entenderás el temor de Jehová, y hallarás el conocimiento de Dios” (Prov. 2:1-5), se aplican a lo que estamos comentando, porque si elevamos nuestra voz suplicando comprensión celestial y si buscamos la inspiración del Espíritu Santo como buscaríamos Ja plata, “entonces entenderás el temor de Jehová, y hallarás el conocimiento de Dios.” El conocimiento de Dios es el Evangelio, y el Evangelio es Jesucristo.

 La sierva del Señor ha dicho muchas cosas hermosas en forma de admonición para los que hemos sido llamados al ministerio. Cito de un artículo aparecido en la Review and Herald del 16 de junio de 1891: “Pero primeramente, los jóvenes que deseen servir a Dios y dedicarse a su obra, deberán limpiar el templo de su alma de toda impureza y entronizar a Cristo en el corazón; entonces podrán poner energía en su esfuerzo cristiano, y manifestarán fervor entusiasta al tratar de persuadir a los hombres para que se reconcilien con Cristo. A la invitación de Cristo, ¿no responderán diciendo: ‘Heme, aquí; envíame a mí’? Jóvenes, avanzad e identificaos con Cristo, tomando la obra donde él la dejó, para llevarla a su terminación.”

 ¡Qué llamamiento solemne es éste! Permitidme decir en estas líneas que creo que el futuro de la predicación de este gran mensaje depende de la energía, la devoción y la consagración de los jóvenes. Muchos de nosotros estamos envejeciendo. Dios llama en la actualidad a jóvenes y a señoritas que tengan entusiasmo; pero, tal como acabamos de leer, el primer paso que se debe dar al servir a Dios es “limpiar el templo del alma de toda impureza,” y el segundo paso es “entronizar a Cristo en el corazón.” Cuando lo hagan, estarán capacitados para poner celo santo en su esfuerzo cristiano, celo que constreñirá a los seres humanos a reconciliarse con Cristo.

 Recordad este llamamiento: “Jóvenes, avanzad e identificaos, como obreros, con Cristo, tomando la obra donde él la dejó, para llevarla a su terminación.”

 De modo que mi respuesta a la pregunta que hemos mencionado al principio es que nos aseguremos de que Jesús está entronizado en nuestro corazón; que nos aseguremos que el templo del alma ha sido purificado de toda contaminación, y con fe sencilla avancemos para terminar la obra que Dios nos ha confiado. No hay límite para lo que podréis realizar, si así procedéis. Hagamos de 1954 el año más grande de nuestro ministerio. Y sin duda lo será si exaltamos a Cristo como nunca.

Sobre el autor: Presidente de la División Inter americana