¿Predicar es traer a Cristo a la gente o la gente a Cristo?
Mientras se esfuerzan por comunicar el evangelio fielmente, muchos predicadores bien intencionados no logran captar el propósito más elevado y trascendente de la predicación. Consecuentemente, la predicación ha abordado con mucha frecuencia varios aspectos de la fe cristiana, tales como moral, ética, estilo de vida, doctrinas, ley y juicio. Aquellos que escuchan esta clase de predicación se han convertido muy a menudo a una verdad racional y proposicional. Muchas I iglesias y miembros de la comunidad cristiana no logran experimentar el poder del evangelio en sus vidas a causa de este impreciso enfoque de la predicación.
La verdad proposicional debe ser predicada y enseñada, pero debe ser la verdad tal cual es en Jesús. El evangelio debe tener un contenido objetivo y racional; sin embargo, nuestros oyentes no deben ser guiados a creer que el evangelio consiste simplemente en reglas, regulaciones y expresiones mentales de las verdades que si se creen y obedecen les asegurarán la vida eterna. Debemos ver a Cristo no simplemente como otro legislador semejante a Moisés, que promete las bendiciones de Dios a los seres humanos obedientes.
Ser cristiano es conocer a Cristo y tener una relación íntima y salvadora con él. La verdadera predicación bíblica, ya sea que se haga en las reuniones regulares de la iglesia, o en edificios públicos, o por cualquier otro medio, consiste en elevar a Cristo e invitar a los hombres y mujeres a venir al Salvador, el Señor y el Amigo de la humanidad.
El testimonio de la Escritura
La Biblia es inequívoca en este punto. Lucas dice que los discípulos “todos los días, públicamente y por las casas, no cesaban de predicar a Jesucristo” (Hech. 5:42). El subraya este punto fundamental cuando dice que Felipe descendió a Samaria y “les predicaba a Cristo” (Hech. 8:5). Pocos días más tarde encontramos a Felipe en un desierto testificando al oficial etíope y “le anunció el evangelio de Jesús” (Hech. 8:35).
Pablo asegura que es la predicación de Jesucristo la que establecerá a la iglesia corintia en la fe cristiana (1 Cor. 1:30). Es evidente en todo el ministerio de Pablo que la enseñanza y la predicación de Cristo es la sabiduría y el poder de Dios y el medio ordenado por él para salvar a las personas (vers. 21-30).
Pablo subraya la importancia de definir el ministerio cristiano como la predicación de Cristo contrastándolo con la así llamada sabiduría de este mundo. El arguye elocuentemente que la luz, la gloria, el conocimiento y la salvación de Dios están ligados únicamente a Jesucristo. Consecuentemente, no se supone que debemos predicar doctrinas o preceptos que nos hablen acerca de Jesús, sino predicar a “Jesucristo como Señor” mismo (2 Cor. 4:1-6).
Ciertamente ello equivale a predicar la Palabra de Dios. Pero esa Palabra debe tener su corazón y su centro en Jesús. La Biblia es una revelación de Cristo, y sólo en la medida en que entendamos las Escrituras en esta luz puede la Palabra de Dios llegar a ser “poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (Rom. 1:16). Nuestra predicación debe levantar a Cristo delante de la gente. Debemos mostrar a la gente quién es Cristo, qué ha hecho en el pasado, qué está haciendo ahora, y qué hará en el futuro.
Es cierto que para que la predicación de Cristo sea efectiva debe ponerse en el contexto del punto de vista del mundo de la Biblia, una visión del mundo que explica el predicamento humano y las mejores respuestas a la pregunta decisiva de la vida. Esto hace que la predicación | pueda conectarse con el estado de conciencia de la generación contemporánea, volviéndola significativa y relevante. Y debiera ser obvio que esto necesitará desarrollo y presentará la verdad proposicional.
Sin embargo, si esta verdad ha de ir I más allá de la comprensión cognitiva y el asentimiento mental para convertirse en un principio dador de vida, debe ser verdad tal cual es en Jesús, verdad que revela y exalta al mismo Señor. El evangelio debe tener un contenido objetivo; pero ese objetivo no debe ser simplemente un bien razonado argumento, sino una revelación del Señor crucificado y resucitado.
La predicación bíblica, entonces, es predicar a Jesucristo. Él debe ser el centro preeminente y permanente en nuestra proclamación. Sí, por supuesto, nuestros servicios de adoración y reuniones evangelísticas deben incluir la predicación de la ley y el juicio, pero sólo para revelar el carácter y la obra de Jesucristo.
Elena de White subraya este punto, cuando escribe que el ritual de nuestros cultos de adoración no tiene “ningún valor a menos que estuviese relacionado con Cristo por una fe viva”.1 Ella indica que las doctrinas son útiles sólo en la medida en que nos capacitan para conocer más de Cristo y su obra. “Aun la ley moral”, dice, “no cumple su propósito a menos que se entienda en su relación con el Salvador”.2
Dios se nos da a sí mismo en Cristo
Sólo cuando la gente llega a conocer a Cristo personalmente puede comprender propiamente sus enseñanzas. Martín Lutero vio claramente este punto cuando escribió: “Antes de que usted pueda tomar a Cristo como ejemplo, lo reconoce y lo acepta como un don, como un presente que Dios le ha dado y es suyo”.3
El poder de la predicación cristiana, entonces, aquella que ministra la misma vida de Cristo a la gente, les trae el don de Dios mismo.
Richard Lescher, en su excelente libro A Theology of Preaching (Una teología de la predicación), concuerda con Lutero cuando escribe que “un sermón bíblico es una exposición del evangelio, una exposición de la vida de Dios mismo”.4 Una vez más Lutero subraya esta verdad fundamental con el pensamiento de que “la predicación del evangelio no es nada más que Cristo viniendo a nosotros, o nosotros siendo traídos a Cristo”.5
Predicar a Cristo trae una nueva chispa
Cuando el predicador internaliza esta verdad, los oyentes experimentarán una nueva chispa que es nada menos que ¡la presencia de Cristo mismo en la proclamación! Por tanto, predicar esta virtud, viene a ser un medio por el cual la vida de Jesucristo mismo, quien es el único poder de Dios para salvación, se presenta al creyente. Si la predicación no logra traer a Cristo al pueblo y éste a Cristo, no es predicación cristiana.
Sin embargo, si sus oyentes reciben a Cristo como su Salvador y Señor como un Don de Dios, obtendrán las riquezas, la sabiduría y el poder de Dios en Cristo Jesús. Sabrán que han pasado de muerte a vida. Este hecho es lo que hace de la predicación la “dinamita” de Dios. Rompe las cadenas del temor, la culpabilidad y el pecado que en el pasado habían aprisionado a los que responden. La predicación cristocéntrica los liberta para amarle y servirle a él con el gozo de hijos e hijas.
El Nuevo Testamento muestra que las vidas de aquellos que aceptaron el evangelio y abrieron sus vidas a Cristo experimentaron este cambio dinámico. Este cambio dinámico y omniabarcante en la experiencia diaria de los creyentes del Nuevo Testamento abrió la puerta para otros que siguieron para conocer y experimentar similares transformaciones. La experiencia del endemoniado, del eunuco etíope, Pedro, Nicodemo y otros que hallaron salvación en y a través de Jesucristo, llegó a ser una “norma” para todos aquellos que en el futuro habrían de aceptar a Cristo.6
Si bien al abrazar a Cristo recibimos la salvación, debemos mantener delante de nosotros mismos la realidad de que el estilo de vida que viven los cristianos es el fruto de lo que se logró en la cruz. Nuestra seguridad, nuestra esperanza, nuestro gozo, nuestro poder, nuestra sabiduría se encuentran en el Salvador crucificado y resucitado. Jesús es nuestra mayor necesidad. Y ella puede exponerse por la predicación que exalta a Cristo.
La salvación no nos llega a través de la lógica, la argumentación o la razón humana. La recibimos por contemplar al Cordero de Dios. Esa es la razón por la cual Pablo dijo después de su descorazonador encuentro con los griegos en la colina de Marte: “Me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a este crucificado” (1 Cor. 2:2).
Elena de White afirma el trascendental poder de la predicación cuando insta a los predicadores a dedicar “todas vuestras facultades a conducir las almas confusas, extraviadas y perdidas al ‘Cordero de Dios”’.7 Ella nos asegura que la predicación cristocéntrica “tocará cuerdas invisibles cuyas vibraciones repercutirán hasta los fines de la tierra, y producirán melodía a través de los siglos eternos”.8 Esta clase de predicación ganará consistentemente a las almas para Cristo y su iglesia. Volverá a encender la chispa de la Reforma Protestante.
Todos los grandes reavivamientos han tenido como vanguardia una predicación que trae a Cristo al pueblo y éste a Cristo. Juan explicó el poder de esta clase de predicación cuando escribió: “El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida” (1 Juan 5:12).
La experiencia de la conversión de Juan Wesley ilustra maravillosamente la dinámica que trae a nuestra obra la predicación cristocéntrica. Wesley recibió el llamamiento y fue preparado para ser un predicador, pero durante años no pudo experimentar una completa unidad con Cristo. Consecuentemente, no tenía la seguridad de que había sido aceptado, perdonado su pecado, ni salvado.
Una noche fue invitado a una sociedad cristiana que se reunía en Aldersgate Street. “Fui de muy mala gana”, escribió más tarde, “para oír a uno que había estado leyendo el prefacio de Lutero a la epístola a los Romanos”. Wesley describe la forma en que cambió su vida cuando Cristo vino a él. “Más o menos un cuarto para las nueve, mientras describía el cambio que Dios obra en el corazón a través de la fe en Cristo, sentí mi corazón extrañamente conmovido… Sentí que sólo debía confiar en Cristo para la salvación”.9
¡Qué honor y qué privilegio es predicar a Cristo! Juan Wicleff expresó bien esto cuando dijo: “El servicio más elevado que pueden rendir los hombres sobre la tierra es predicar la Palabra de Dios”.10
Sobre el autor: John W. Fowler, Ph D, es el secretario ejecutivo de la Asociación de Kentucky, Tennessee en Goodlettville, Tennessee.