“No me envió Cristo a bautizar sino a predicar el Evangelio”, escribía San Pablo a los corintios para hacer frente a las disputas existentes entre ellos por la paternidad espiritual de cada uno. “Doy gracias a Dios de que a ninguno de vosotros he bautizado, sino a Crispo y a Gayo. También bauticé a la familia de Estéfanas; de los demás, no sé si he bautizado a algún otro” (1 Cor. 1: 17, 14, 16). ¿Era San Pablo un pobre evangelista que había ganado pocas almas o era un pésimo secretario de iglesia que no guardaba registro de su trabajo? No, Pablo era un verdadero ministro que sabía exactamente cuál era el objetivo supremo de su ministerio.
¿Qué significa la expresión “no me envió Cristo a bautizar sino a predicar el Evangelio?” El Comentario Bíblico Adventista lo explica así: “Pablo estaba ansioso de que Cristo solo fuera exaltado y que los hombres y mujeres fueran ganados para él. Hizo bien claro que su principal tarea no era bautizar sino persuadir a entregarse al Salvador. No era su propósito dar a entender que no bautizaría a nadie, sino que quería que se supiese que no estaba tratando de glorificarse a sí mismo por un gran número de bautismos”. Su gran deseo era que “el instrumento humano en la obra de la salvación se perdiera de vista y que la mirada de los pecadores arrepentidos se concentrara solamente en Jesús” (SDA Bible Commentary, tomo 6, pág. 664).
En otras palabras, no era que no le interesaba ganar almas; lo que no lo tenía preocupado era el crédito humano que se diera a los frutos de su trabajo. ¡Estaba cumpliendo el gran cometido divino! San Pablo era un gran evangelista, era el instrumento divinamente escogido para llevar el Evangelio a los gentiles. Su obra fue de primera magnitud. Deberíamos nosotros, a la luz de esta declaración de San Pablo, revisar de tanto en tanto los objetivos que nos impulsan a la acción. ¿Es nuestro orgullo un número o es la obra redentora de Cristo? ¿Nos alegra la cifra porque nos recomienda bien o porque son victorias en Cristo?
¿Para qué bautizamos? Bautizamos a aquellos que habiendo conocido la verdad, habiéndola aceptado, habiendo hecho arreglos con Dios en relación con su vida pasada y deseando vivir una vida nueva en Cristo mediante el Espíritu Santo, desean dar ahora un testimonio público de su experiencia. El bautismo no es toda la experiencia que necesitan sino que es una confirmación de la que ya le precedió. Sin esa experiencia no tiene valor. Bautismo y salvación no son sinónimos; uno tiene una relación muy íntima con la otra pero no van necesariamente unidos.
Los registros celestiales no son siempre iguales a los terrenales. Los celestiales no anotan todos los nombres que el secretario de iglesia anota. Podemos aventurarnos también a decir que el cielo registra algunos frutos de nuestro ministerio que no han sido registrados en la tierra.
¿A quiénes podemos bautizar? ¡Qué polémicas pueden levantarse a la sombra de esta pregunta! Sin embargo, lo básico se resume con pocas palabras. No estamos autorizados a bautizar a todos cuantos lo solicitan, sino a quienes hayan experimentado el cambio del cual el bautismo es un símbolo. El bautismo en sí no lava los pecados pasados. Los lava si han sido ya confesados, abandonados y perdonados. Para algunos el bautismo no es más que un simple baño en público. Los requisitos están claramente delineados en Evangelismo, pág. 239: “Los pastores que trabajan en los pueblos y en las ciudades para presentar la verdad, no deben sentirse contentos, ni deben pensar que su obra está terminada, hasta que los que han aceptado la teoría de la verdad perciban verdaderamente el efecto de su poder santificador y estén en realidad convertidos a Dios”.
El problema surge al intentar juzgar quién está realmente convertido y quién no. Hay sin embargo ciertos indicios reveladores. Pongamos un ejemplo: Hace poco visitábamos a una fiel hermana anciana, quien nos contó lo difícil que había sido para el pastor la tarea de llevarla a la decisión. Hasta le había ofrecido realizar un bautismo “para ella sola” si se decidía. Seguidamente la ancianita nos contaba cómo se había cumplido el ofrecimiento del pastor: Había sido bautizada sola… debido a que los otros seis candidatos no se habían presentado a la hora de la ceremonia.
¿Por qué no vinieron los otros seis? ¿Problemas de locomoción? ¿Visitas inesperadas? Tal vez, pero tenemos que admitir la posibilidad de que algunos del grupo habían sido solamente convencidos de que debían bautizarse sin que la experiencia interior previa al bautismo hubiera sido una realidad. Tales bautismos no tienen mayor significado ante Dios, aun cuando agreguen una unidad más al informe trimestral.
Resta sacar algunas conclusiones de estas meditaciones. La primera es ésta: nadie debería tomar estas ideas como un llamado a bautizar menos. Estamos bautizando muchísimo menos de lo que podríamos dadas las posibilidades actuales. El potencial del ministerio adventista y de los laicos sudamericanos es hoy como “un camión para 20 toneladas que lleva un saco de papas encima”, como lo expresó en forma gráfica hace poco un predicador. Podemos y debemos hacer más, muchísimo más de lo que actualmente hacemos. Tenemos un potencial enorme ocupado simplemente en cosas secundarias, fuerzas que bien usadas darían a la iglesia un impulso incalculable. En nuestro programa de actividad diaria, semanal, mensual y anual, como pastores y evangelistas figuran horas y días preciosos gastados en cosas superfluas. ¡Si esas horas gastadas en quehaceres que podrían quedar en manos de laicos fueran empleadas en la visitación e instrucción personal! ¡Si tuviéramos todos un buen archivo que nos evitara gastar esos minutos –que a la larga son días– en buscar “aquel papel o aquella cita” que necesitamos! ¡Si nuestras juntas dedicaran más tiempo a planear y a apoyar la evangelización en todas sus formas! Pero nos conformamos con 30.000 almas en un continente que podría traer a la fe a 100.000 en un solo año.
Vamos a bautizar más y más cada día. Vamos a elevar los blancos. “No seamos esclavos de la historia”, decía el pastor E. E. Cleveland a los alumnos de la clase de Evangelismo. “No nos conformemos con diez porque el año pasado bautizamos ocho”, solía decir. Vamos a apuntar alto, con fe, y la cosecha vendrá. Unidos, fuertemente unidos a un programa de acción coordinada. No vamos a bautizar más para ganarle a éste o igualar al otro. Vamos a bautizar para que el sacrificio de Cristo no sea en vano, para que haya más redimidos.
“No me envió Cristo a bautizar sino a predicar el Evangelio”. El ministro adventista debe predicar el Evangelio eterno; ante esto los pecadores responderán diciendo: “Varones hermanos, ¿qué haremos?” El predicador dirá: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo”. Esta es nuestra misión en 1973.