Cuando las crisis golpean al predicador del púlpito.

Al haber sido pastor durante más de 25 años, tengo mi propia cuota de visitas a hospitales. La mayoría de estas visitas simplemente eran para dar una palabra de ánimo a un feligrés que estaba allí durante una breve estadía. Pero también ha habido de las otras, que le han arrancado lágrimas no solo a mis ojos, sino también a mi corazón. Ya sabes, cuando el médico viene a transmitir el diagnóstico a la familia, y no son buenas nuevas. Estos son los momentos que te dejan con una sensación de profundo desaliento y sin palabras, a pesar de lo que puedas haber aprendido en las clases de ministerio pastoral. He descubierto que para un pastor, durante estos momentos, la forma más eficaz de ministrar es simplemente el ministerio de la presencia. Si bien visitar a los enfermos y a los sufrientes nos encuentra, en muchas ocasiones, tratando de hacer lo mejor, los años de ministerio me han enseñado a abordar esta actividad con cierto grado de profesionalismo y gracia.

Pero hubo una visita de la que todavía no me he recobrado. Esa vez, no estaba allí meramente para compartir una palabra de ánimo con un miembro de mi congregación, porque no era un feligrés el que yacía en la cama cuando el doctor emitió su diagnóstico. El paciente era mi esposa, Maureen. Sí, en un sentido, era su pastor y ella mi miembro, pero era diferente. A pesar de todos mis años de entrenamiento pastoral, al igual que las innumerables visitas a hospitales que había realizado a lo largo de mi ministerio, nada me había preparado para las noticias que recibí esa tarde. El diagnóstico: esclerosis múltiple (EM). El pronóstico no era bueno. Estaba perplejo. También lo estaba mi esposa. Si bien podía ver que las noticias le habían caído como un balde de agua fría, también vi en sus ojos una mirada de ánimo al recobrar la compostura y decir: “Estoy bien”. Por un momento, fue como si estuviera diciendo que todo marcharía bien.

Pero no se podía decir lo mismo de mí. No había una mirada de ánimo en mis ojos; solo temor. Di lo mejor para ocultarlo, pero estaba allí. Mi corazón estaba latiendo tan fuerte que pensé que podía ser oído en todos los pasillos del hospital. Quería orar para que esto se me fuera rápidamente. Después de todo, era el pastor. Quizá Dios tomaría en consideración todos mis años de fiel servicio a su pueblo. Quizá recibiría alguna clase de dispensación especial. Pero aprendí rápidamente que no sería así. Esta era una tormenta que no se amainaría rápidamente; sino que, como aprendería más tarde, estaría allí por algún tiempo.

Ahora, las tormentas no son nada nuevo en la vida de un pastor. Estamos acostumbrados a tratar con tormentas. Ya sea que se trate de una tormenta de un miembro difícil cuyo trabajo hace que practiquemos la humildad, o de una tormenta de alguna controversia teológica que hace temblar los bancos de la iglesia a causa de los vientos de un huracán doctrinal.

Tormentas que golpean el púlpito

Pero esta tempestad era diferente. Esta no era una tormenta que golpeaba los bancos de la iglesia, sino que arremetía contra el púlpito. Como pastor, estoy acostumbrado a escuchar historias dolorosas que mis miembros comparten sobre los huracanes que han soplado en su vida de vez en cuando. He escuchado con gran interés sus testimonios de la manera en que habían visto a Dios en ellos, al igual que muchas lecciones que estas experiencias les habían enseñado. Pero ahora me tocaba a mí.

Descubrí rápidamente que atravesar una tormenta de tal magnitud era una manera de aprender lecciones muy valiosas. Aprendí una así ese día en la habitación de mi esposa en el hospital. Descubrí que no había nada en mi entrenamiento pastoral que me ayudara a atravesar esta tormenta que había irrumpido tan inesperadamente en mi vida. Si formaba parte del currículo enseñado en las clases de ministerio pastoral, debo haber faltado ese día.

Una de las razones por las que creo que, como pastores, tenemos tanta dificultad en manejar esta clase de tempestades es que nuestro papel a menudo incluye ministrar a alguien que está enfrentando una tormenta. Después de todo, nosotros somos llamados a estar junto al lecho de un enfermo y sufriente para ofrecer palabras de ánimo y alivio. Sí, el dolor que vemos es real, pero de alguna manera extraña, estamos protegidos contra él. Debo admitir que durante algunas visitas al hospital, lo he hecho todo mecánicamente, decir las palabras correctas, pero sin permitirme “sentir” el dolor del paciente. A veces, estoy seguro de que lo usé como un mecanismo de defensa para que el dolor no me consumiera. Y necesitamos ser conscientes de ello, porque en nuestra línea de trabajo, pasamos gran parte del tiempo en la misma habitación que el dolor.

Pero de todas las lecciones que esta experiencia me ha enseñado, y continúa enseñándome, una sobresale como crucial: si voy a atravesar la tormenta, para poder resistir necesitaré completa honestidad.

Enfrentar la tormenta con honestidad

Muy pronto aprendí que la S que aparece en mi pecho no es de “Superman”, sino de “Salvado por gracia”. A veces, los pastores tendemos a creernos

las alabanzas de otros. Dado que operamos en el reino de lo sobrenatural, a veces tendemos a pensar que somos inmunes a los muchos desafíos que nuestros miembros experimentan diariamente. Esta tormenta me recordó rápidamente que no era un “Super” hombre, sino más bien un hijo de Dios que necesitaba el mismo consejo y consuelo que, como pastor, estaba acostumbrado a extenderles a otros en tiempos de necesidad.

También tuve que asumir el hecho de que habría momentos en que no me sentiría espiritual ni pastoral. Para ser perfectamente honestos, hubo momentos en que ni siquiera fui capaz de motivarme para buscar alivio en la Palabra que tan a menudo predicaba a otros. Y ser verdaderamente honestos con Dios entra en juego aquí porque durante esas ocasiones, tuve que resistir refugiarme en mi imagen pública pastoral, para permitirme llegar a ser transparente con los demás, conmigo mismo y, por sobre todo, con mi Dios. Debo admitir que hubo momentos en que me sentí como los discípulos cuando estaban atrapados en su propia tormenta una noche y, también, me encontré clamando a Dios: “Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?” (Mar. 4:38). Y sí, hubo momentos en que me hubiera golpeado a mí mismo por la manera en que me sentía. Después de todo, este no era un sentimiento para un pastor. Pero lo que realmente marcó la diferencia fue cuando un colega me recordó que Dios comprendía verdaderamente por lo que estaba pasando. No solo lo entendía, dijo mi amigo pastor, sino que también le importaba.

Lo que me pareció interesante es que, si bien no podía motivarme para leer la Palabra de Dios, de manera extraña encontré alivio al leer los sermones que había compartido con mis congregaciones a lo largo de los años. De algún modo, leer las palabras que Dios me había dado para predicarles a otros ahora se convertía en una fuente poderosa de fortaleza y alivio para este desanimado predicador.

Encontrar apoyo en la familia de la iglesia

La siguiente lección acerca de la honestidad que aprendí al pasar por esta tormenta resultaría ser la más humillante y difícil de todas. La viví cuando fui llamado a ser honesto con mi iglesia.[1] Me fue difícil inicialmente asumir el hecho de que estaba atravesando una tempestad, y que no estaba en condiciones de proveer la calidad de ministerio que ellos se merecían. Dado que la condición de mi esposa empeoraba raudamente, llegué a la conclusión de que necesitaría quitarle tiempo a la iglesia para poder cuidar de mi esposa, de mi familia y, sí, de mí mismo. Me acordé de las instrucciones que dan los auxiliares de vuelo a fin de que estemos listos para volar. A los pasajeros se nos dice que, en caso de pérdida de presión en la cabina, debemos colocarnos primero la máscara de oxígeno a nosotros mismos, antes de intentar ayudar a los que están bajo nuestro cuidado. A veces, como pastores, nos cuesta comprender este principio. Incluso a nuestros miembros debemos recordarles que hay momentos en que necesitaremos buscar ayuda para nosotros mismos antes de ser capaces de ayudar a los demás.

Pero debo dar el crédito a quien lo merece. Mis líderes de iglesia insistieron en que dedicara el tiempo destinado a la iglesia para poder ministrar a mi esposa, mis tres hijas y a mí mismo. No sé qué hubiera hecho sin la familia de la iglesia. Allí encontramos una fuente de fortaleza en muchas áreas. Este episodio también me enseñó que los miembros de iglesia son capaces de ministrarnos en nuestras crisis personales y están dispuestos a hacerlo, pero solo si lo permitimos. Como pastores, necesitamos aprender una lección del apóstol Pablo. Él comprendió que nunca debería haber un tiempo en nuestro ministerio en que sintiéramos vergüenza de llamar a los santos y decirles: “Hermanos, orad por nosotros” (1 Tes. 5:25). Pasé por momentos en que no podía orar por mí mismo. Durante esas ocasiones, las oraciones de estos fieles santos se hicieron sentir.

Bien, han pasado dos años desde que mi esposa, Maureen, y yo, recibimos esa triste noticia aquella tarde, solo para descubrir, un año más tarde, que había sido mal diagnosticada. En lugar de tener EM, los estudios mostraron que tenía una enfermedad neurológica diferente, que en muchas formas sería más desafiante que el diagnóstico anterior. Pero Dios es bueno. Aunque ha tenido que dejar su trabajo como enfermera, y ha tenido que usar un bastón e incluso una silla de ruedas, su fe en Dios continúa firme.

Con respecto a mí, regresé al púlpito y, sí, la iglesia estaba intacta. Pero cuando regresé, lo hice como un predicador con una perspectiva distinta acerca de mi Dios, de mi ministerio y de mí mismo. Atravesar una tormenta de esta magnitud tiene una manera de desafiar no solo la forma en que percibimos nuestras circunstancias, sino también cómo nos vemos a nosotros mismos. Se me recordó que, a veces, Dios no cambia nuestras circunstancias porque quiere que ellas nos cambien a nosotros. Como lo dicen las palabras de un canto tan maravilloso: “A veces, él calma la tormenta y, otras, calma a sus hijos”.[2]

Ahora, para no dar una falsa impresión, la tormenta está lejos de disiparse. Hay días en que mi fe se sacude y experimento lo que llamo un momento “Job”. En la vida, habrá tempestades que siempre nos acompañarán. Pero he descubierto que la clave consiste en aprender cómo predicar mientras las atravesamos. Y predicar al atravesar una tormenta no significa, necesariamente, hacerlo desde el púlpito. Sino que significa colocar una confianza recién descubierta en la Palabra de Dios. Significa permitir que la misma Palabra que tantas veces hemos predicado a otros, nos predique a nosotros.

Con respecto a mi esposa, todavía lucha contra los varios desafíos que le impuso esta enfermedad. Y, excepto por alguna intervención de Dios, tendrá esta batalla por el resto de su vida. Pero como ella continúa recordándome, al igual que nuestra familia de la iglesia, “aunque pueda tener esta enfermedad, ¡esta enfermedad no me tiene a mí!” Qué animadoras palabras para mí como pastor. Porque ellas provienen de los labios del miembro más importante de mi grey: mi esposa.

Sobre el autor: Pastor de iglesia en Tahoma Park, Maryland, Estados Unidos.


Referencias

[1] Durante esa ocasión, estaba pastoreando la Iglesia Adventista Seabrook en Seabrook, Maryland, Estados Unidos.

[2] “Sometimes He Calms the Storm”, de Scott Krippayne.