Los pastores deberían dedicar al menos por un día por semana para su familia.

La causa de Dios está afrontando una crisis sin precedentes. Al echar una mirada a nuestro alrededor sabemos, sin duda alguna, que el dragón está airado contra la mujer y está haciendo la guerra contra el remanente de su descendencia (véase Apoc. 12: 17). En realidad, trabaja afanosamente contra cristianos y no cristianos por igual, porque sabe que sólo le queda poco tiempo.

El corazón de la iglesia

Con frecuencia señalamos las condiciones del mundo: Violencia, crimen y normas decadentes. Y es natural que así lo hagamos pues todos éstos son temas de seria preocupación, pero el objetivo principal del enemigo de las almas estará dirigido contra nuestros hogares. La razón es obvia: el corazón de la iglesia es el hogar. “Una familia bien ordenada y disciplinada influye más en favor del cristianismo que todos los sermones que se puedan predicar” (El Hogar Adventista, pág. 26). No causa sorpresa entonces el hecho de que Satanás se concentre en destruir o al menos dañar nuestros hogares y nuestras familias. Los desastrosos resultados de los ataques del enemigo se ven por doquiera. El vertiginoso aumento que registran las estadísticas del divorcio en los Estados Unidos, oscila ahora en el 40%. Muchos otros países atraviesan una situación similar.

Casi todos nosotros estamos enterados de estos serios problemas; sin embargo, tenemos una tendencia a alisar nuestros mantos con un aire de afectación farisaica, al tiempo que expresamos: “Señor, te doy gracias porque no soy como los demás hombres”. Interiormente nos decimos: “A mí no me puede suceder”. La confianza excesiva, sin la necesaria preparación protectora, conducirá a la caída. Se nos advierte: “Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Cor. 10:12).

Hace poco tiempo estuve conversando con un ex colega. Este hombre había sido un exitoso ministro del Evangelio, respetado por cuantos lo conocían. Pero cierto día todo se desplomó. Abandonó su hogar y su familia y comenzó a vivir alocadamente. Esta situación ocurre con más frecuencia de lo que pensamos. Pero no se presenta en forma tan repentina y dramática como parece. Ciertos descuidos y factores ocultos van preparando el camino.

¿Cuáles son las trampas?

¿En qué consisten las trampas y los mecanismos de seguridad? —preguntará el lector. La trampa número uno, creo, es la “actividad excesiva”. Nos dejamos envolver tanto por nuestro trabajo, la vocación y las ocupaciones, que no queda tiempo para el hogar. Cuántas son las esposas solitarias, cuyos maridos nunca están en la casa. Tan ciertamente como la noche sigue al día, más tarde o más temprano esos hogares se encaminan al naufragio.

¿Y cuántos son los niños solitarios cuyos padres —el padre y la madre— difícilmente se hallan en casa? Esos niños son los mejores candidatos para la delincuencia. Para que nuestros hogares y familias lleguen a ser lo que Dios desea que sean, debemos dedicarles tiempo. Los pastores deberían dedicar por lo menos un día por semana para sus familias. Ese tiempo debe consagrarse a los intereses familiares. La esposa y los hijos necesitan saber que ocupan el primer lugar en nuestros intereses (y ésa debería ser la verdad).

Un orden de prioridad

Eso nos pone frente a frente con la cuestión de las prioridades. ¿Cuál es su secuencia de prioridades? La mía es la siguiente: Dios primero, la familia en segundo lugar, y los demás después. Usted puede aducir que sus obligaciones están antes que su familia. ¡No, mil veces no! Y hay más de una razón para esto.

En primer lugar, si nuestros hogares naufragan, nuestra influencia frente a los demás se destruye. En segundo lugar, nuestra •misión comienza en el hogar. Un día, pronto, se nos preguntará: “¿Dónde está el rebaño que te fue dado?” Será muy pobre consuelo decir en aquel día: “Señor, tengo mil conversos, pero he perdido a mis propios hijos”. Sólo por si acaso alberga alguna duda al respecto, déjeme repetirle lo que dice Elena G. de White:

“Los deberes propios del predicador lo rodean, lejos y cerca; pero su primer deber es para con sus hijos. No debe dejarse embargar por sus deberes exteriores hasta el punto de descuidar la instrucción que sus hijos necesitan. Puede atribuir poca importancia a sus deberes en el hogar; pero en realidad sobre ellos descansa el bienestar de los individuos y de la sociedad. En extenso grado, la felicidad de los hombres y mujeres y el éxito de la iglesia dependen de la influencia ejercida en el hogar. Hay intereses eternos implicados en el debido desempeño de los deberes diarios de la vida. El mundo no necesita tanto a grandes intelectos como a hombres buenos, que sean una bendición en sus hogares.

“Ninguna disculpa tiene el predicador por descuidar el círculo interior en favor del círculo mayor. El bienestar espiritual de su familia está, ante todo. En el día del ajuste final de cuentas, Dios le preguntará qué hizo para llevar a Cristo a aquellos de cuya llegada al mundo se hizo responsable.

El mucho bien que haya hecho a otros no puede cancelar la deuda que él tiene con Dios en cuanto a cuidar de sus propios hijos.

“Debe existir en la familia del predicador una unidad que predique un sermón eficaz sobre la piedad práctica. Al hacer fielmente su deber en el hogar, en cuanto a refrenar, corregir, aconsejar, dirigir y guiar, el predicador y su esposa se vuelven más idóneos para trabajar en la iglesia, y multiplican los elementos con que cuentan para realizar la obra de Dios fuera del hogar. Los miembros de su familia vienen a ser miembros de la familia del cielo, y son un poder para bien y ejercen una influencia abarcante” (Obreros Evangélicos, págs. 215, 216).

“En algunos casos, los hijos de los predicadores son los niños a quienes más se descuida en el mundo, por la razón de que el padre está poco con ellos, y se les deja elegir sus ocupaciones y diversiones. Si el predicador tiene una familia de varones, no debe abandonarlos enteramente al cuidado de la madre. Esta es una carga demasiado pesada para ella. Él debe hacerse compañero y amigo de ellos. Debe esforzarse por apartarlos de las malas compañías, y cuidar de que tengan trabajo útil que hacer. Puede ser difícil para la madre ejercer dominio propio. Si el esposo nota que tal es el caso, debe encargarse de la mayor parte de la responsabilidad, y hacer cuanto pueda para conducir a sus muchachos a Dios” (Id., pág. 217).

Lo que un hombre es en su casa afectará profundamente todo lo que haga fuera de ella.

“Dios quiere que en su vida en el hogar el que enseña la Biblia ejemplifique las verdades que presenta. La clase de hombre que sea tendrá mayor influencia que loque diga. La piedad en la vida diaria dará poder al testimonio público. Su paciencia su carácter consecuente y el amor que ejerza impresionarán corazones que los sermones no alcanzarían” (Id., pág. 215).

El consejo es claro y decisivo. Si elegimos ignorar las indicaciones divinas, será a riesgo de hacer peligrar nuestras propias almas y las de nuestros familiares. El orden de prioridades es: Dios primero, la familia después. Debemos atenernos a él.

La cortesía

¿No es extraño que con tanta frecuencia seamos menos considerados con los sentimientos de nuestros amados que con los de los demás? A veces disculpamos esta rudeza argumentando que nos sentimos menos cohibidos o más libres para expresar nuestros pensamientos. Cierto, es necesario que exista una franca y transparente honestidad en el trato entre los esposos. Los intercambios familiares de ideas son saludables y elogiables si se desenvuelven en forma correcta y en condiciones apropiadas, pero la franqueza no debe ser un manto para cubrir la rudeza. Nuevamente tenemos un sabio consejo de la sierva del Señor.

“Existe el peligro de no dar la debida atención a las cosas pequeñas de la vida. El predicador no debe descuidar el decir palabras bondadosas y alentadoras en el círculo de la familia. Hermanos míos en el ministerio, ¿demostráis en el círculo del hogar brusquedad, dureza, descortesía? Si lo hacéis, no importa cuán sublime sea lo que profeséis, estáis violando los mandamientos” (Id., pág. 216).

“Lo que revela nuestro carácter verdadero no es tanto la religión del púlpito como la de la familia” (El Hogar Adventista, pág. 322).

Recordemos: “El amor hará lo que no logrará la discusión. Pero un momento de petulancia, una sola respuesta abrupta, una falta de cortesía cristiana en algún asunto sin importancia, puede dar por resultado la pérdida tanto de amigos como de influencia” (Obreros Evangélicos, pág. 127). “El [Cristo] es nuestro ejemplo, no sólo en su pureza sin mancha, sino también en su paciencia, amabilidad y disposición servicial” (Ibid.).Nuestras virtudes y ejemplo cristianos deberían resplandecer más en nuestros hogares que en ningún otro lugar.

El culto familiar

Debido al trato íntimo y constante que el predicador mantiene con las cosas sagradas, puede resultarle fácil perder el sentido de su necesidad del culto personal y la importancia del culto familiar. Son demasiados los hogares cristianos donde el culto familiar se deja de lado por la excesiva actividad, o se convierte en una liturgia estereotipada. El culto familiar debe ser una práctica regular cada mañana y cada tarde, que recree la mente y el alma. Debería constituir una experiencia gozosa adaptada a todos los miembros de la familia. Debería ser la hora cuando la familia esté reunida compartiendo una plena bendición espiritual. Sigue siendo verdad aquello de que la familia que ora unida se mantiene unida.

Más que la presencia física

Aun cuando pasamos cierto tiempo en el hogar, a veces no compartimos nuestra vida con los que nos rodean. Un padre desilusionado pidió consejo acerca de su hijo adolescente, de 16 años. El muchacho se sentía solo y no se adaptaba socialmente. Sugerí al padre que su hijo necesitaba su interés y su tiempo.

—Usted está completamente equivocado, doctor —me dijo—. Yo paso todas las tardes en casa.

—¿Y qué hace mientras está en su casa? —le pregunté.

—Bueno, miramos juntos los programas de televisión —respondió.

Parece ser que el hombre se apresuraba a llegar a su casa, engullía rápidamente su almuerzo y luego pasaba el resto de la tarde pegado al aparato de televisión. Nadie se atrevía a decir una palabra para no interrumpir el programa. El muchacho anhelaba sentir algo más que la mera presencia física de su padre. Si éste hubiera dedicado una tarde a realizar una caminata con su hijo, a jugar al tenis o a cualquier otra actividad de interés mutuo, ¡cuánto hubiera significado ese tiempo para un muchacho solitario!

Satanás se ha puesto en marcha

Sí, mis hermanos en el ministerio, Satanás se ha puesto en marcha y está haciendo la guerra contra nuestros hogares (véase El Conflicto de los Siglos, págs. 642, 643). Pongamos manos a la obra, ustedes y yo, para asegurarnos de que no logrará hacer estragos en nuestras familias. Protejámoslas rodeándolas de amor, bondad, cortesía y devoción, y disfrutando de la mutua compañía en el momento oportuno. Si mantenemos fortalecidos nuestros hogares para Dios, no tengo duda de que un testimonio tal producirá una cosecha de almas en la iglesia