La influencia del ministerio del pastor sobre la vida de sus hijos.

    Ser hijo de pastor no es algo fácil de asimilar por quienes heredan el título. En cada fase de la vida no se puede ignorar el hecho de que el hijo forma parte del ministerio del padre; aunque ese no haya sido su mayor sueño. Desde muy temprano en la vida, son observados y exigidos por la comunidad cristiana. Algunas veces, son tachados de rebeldes, cuando en realidad solamente están en busca de una identidad personal independiente de la que naturalmente asumen.

    Frente a esta singularidad, el pastor necesita considerar que forma parte de su misión estar directamente comprometido con la salvación de aquellos que serán el ejemplo vivo de sus sermones. Elena de White defiende esta idea, al decir: “Si se la imparte debidamente, la educación de los hijos de un ministro ilustrará las lecciones que él da desde el púlpito”.[1]

    Utilizando una famosa ilustración empleada por el Señor Jesús, podemos decir que la relación entre el padre y el hijo puede ser conocida por sus frutos (Mat. 7:20). De esta manera, el pastor que desea tener una buena y duradera cosecha espiritual relacionada con los hijos debe invertir en el mejor suelo, antes incluso de plantar la semilla, y demostrar los debidos cuidados en cada fase del cultivo. Es necesario abonar para fortalecer, podar cuando es necesario y nutrir de manera adecuada, para que la planta se mantenga viva y productiva.

    La Biblia resalta que el anciano/pastor debe ser un padre ejemplar y sabio al conducir su propia casa (1 Tim. 3:4; Tito 1:6). Eso significa que el ministro deberá estar atento y dedicarse a los grandes proyectos evangelizadores, atento a los resultados, ocupado en entrenamientos y en la preparación de sermones, sin dejar de lado el cuidado de su familia.

    Desde el punto de vista humano, Noé podría ser considerado uno de los evangelistas más fracasados de la historia; sin embargo, cuando Dios le dio la orden para que entrara en el arca, toda su familia estaba presente y a salvo (Gén. 7:1). A pesar de sus esfuerzos, el patriarca no celebró ningún bautismo ni convirtió a grandes multitudes; sin embargo, logró salvar lo más importante que tenía: su familia.

    Como en los días de Noé, estamos aguardando la manifestación del Juicio divino y la bienaventurada esperanza de la venida de Jesús (Tito 2:13). Sin embargo, ¿será salva nuestra familia? ¿No sería un buen momento para evaluar los frutos recogidos o que se están produciendo en la relación entre los pastores y sus hijos?

    Algunos momentos marcaron mi vida como hija de pastor. A veces me cuestioné si era feliz por haber nacido en una familia pastoral. Me acuerdo de cómo fui construyendo el concepto de vida ministerial durante toda la vivencia que tuve con mis padres. Observo que mucho de lo que se realizó en mi favor y por mi hermana más pequeña, Karla, ocurrió por una decisión conjunta de ellos y por actitudes simples, pero muy impactantes. En este artículo, quiero compartir lo que me ayudó a aprender a amar al Dios del pastor de mi casa.

Cuidado con las palabras

     Si existe algo que los hijos hacen por naturaleza es imitar a los padres: lo que dicen, lo que hacen y lo que piensan en relación con todo, incluso con la iglesia. En todos los momentos del ministerio en que estuve participando –y sé que no es un mar de rosas–, el jardín en que estuvimos juntos “pastoreando” siempre fue florido a mis ojos. Entre espinos, el perfume de las flores siempre exhaló más fuerte que los “aromas” de los momentos difíciles de mudanzas, decisiones o el desánimo.

    Sin embargo, cuando los hijos escuchan reclamos constantes o comentarios que perjudican la reputación de personas y del servicio ministerial, se abre un margen para la desvalorización del llamado pastoral.

    Muchos hijos pueden pensar: “¿Qué llamado es este, que más parece un fardo para mis padres?” “¿Qué Dios es ese, que nos manda a lugares tan horribles?” “¿Qué personas son estas, que solamente traen problemas a mi familia?” Muchas veces los hijos se quedan callados mientras escuchan conversaciones despectivas, pero absorben fácilmente ese contenido y pasan a tener una visión equivocada de los planes divinos. Y los reflejos de ese tipo de conducta pueden influir directamente en la relación que desarrollen con el Padre celestial. Eso lleva a algunos a mantenerse distantes del ministerio, ser más críticos en relación con la iglesia o a tener dificultades para adaptarse. Por otro lado, cuando reciben un buen informe o comentarios del ministerio, pueden servir como puentes de acceso entre otras personas y Jesús.

El poder del ejemplo

    Un pastor que vive los mensajes que predica frente a sus auditorios no necesita predicar sermones hablados a sus hijos. El ejemplo es concreto, no es teórico ni virtual. El pastor que transforma la religión que defiende en su estilo de vida no necesita preocuparse porque algún día sus hijos no logren comprender la esencia del cristianismo. Es notorio que encontrarán los principios en la práctica y en la cotidianidad de la familia.

    Pero ¿qué ejemplos son esos? En este momento, vienen a mi memoria las veces que me desperté en las madrugadas y vi a mi padre de rodillas al lado de mi cama, orando por mí. Recuerdo las mañanas en que desperté escuchando himnos que él cantaba mientras realizaba su devocional personal. El hecho de mirar su Biblia y encontrarla casi toda anotada, eso me mostraba que aquel pastor del púlpito, que tanto predicaba sobre nuestra dependencia divina, la necesidad de buscar primero a Dios y de alimentarse diariamente de la Fuente, realmente vivía sus palabras.

    Norm Wakefield y Josh McDowell escribieron en su libro La diferencia que el padre marca: “Los actos son comunicados, en primer lugar, por el ejemplo”. Además de esto, resaltan: “Si los hijos deben aprender por la experiencia cómo amar a Dios, es necesario que vean eso practicado por los padres en su vida diaria”.[2]

    Mi padre no lo podría haber imaginado, pero a lo largo del tiempo estaba criando a dos defensoras que sabían quién era él de verdad: primero, un pastor en la casa. Un día, me preguntó: “¿No te cansas de escuchar mis sermones?” Respondí que no, porque siempre había algo diferente que me enseñaba sobre ellos abajo del púlpito. En realidad, eso era una confirmación más de lo que mi padre representaba para nosotros.

Tiempo especial

    El tiempo del pastor puede ser administrado por él. La rutina se realiza de acuerdo con las necesidades del ministerio. De todos modos, dedicar tiempo de calidad a los hijos puede ser un gran desafío, y más en los días de hoy, cuando parece que 24 horas diarias no son suficientes.

    El pastor necesita sacar tiempo para ser padre, amigo, consejero –¡sin dar sermones!–; para jugar, soñar, contar historias, divertir a sus hijos con imitaciones, cantos, y todo lo que sea necesario para ver felices a sus hijos. Puede ser por un corto período durante el vivir cotidiano y en las vacaciones en familia.

    Dicho sea de paso, algo que valoramos hasta hoy son las vacaciones en familia. Es un tiempo sagrado para estar juntos, programar algo diferente y conectarnos entre nosotros. Lamentablemente, sin embargo, lo que se ha visto son itinerarios de viaje, incluso interesantes, pero con pocas actividades conjuntas. Cada uno se cierra en su correspondiente mundo virtual y, aunque estén en el mismo espacio físico, poco se miran y raramente conversan. Eso es tiempo valioso que se está desperdiciado. Elena de White, escribiendo hace cerca de cien años, afirmó: “En algunos casos, los hijos de los predicadores son los niños a quienes más se descuida en el mundo, por la razón de que el padre está poco con ellos, y se los deja elegir sus ocupaciones y sus diversiones”.[3]

    Esa negligencia tiene su precio. El investigador estadounidense Armand Nicholi Jr. descubrió que un padre que es física o emocionalmente ausente puede causar baja motivación para el desempeño del niño, autoestima debilitada, incapacidad de posponer la gratificación inmediata para obtener recompensas posteriores, y susceptibilidad a la influencia del grupo y a la delincuencia juvenil.[4]

    Por tal motivo, el padre necesita desarrollar una mayor proximidad con sus hijos. Norm Wakefield y Josh McDowell describen las actitudes del padre exitoso en este proceso. Sonríe y es optimista, anima y sabe elogiar, muestra interés por los asuntos, los talentos y las ideas de los demás, y está disponible.

    Por eso, las aventuras entre padres e hijos quedan registradas para siempre en la mente y en el corazón. Hasta hoy recuerdo muchos momentos especiales en familia, que deseo revivir y reproducir con mi esposo y mi hijo.

Corazón en la misión

    Lo que más me impactó como hija de pastor fue que desde muy pequeña sentía que estábamos implicados en la misión. ¡Sí! ¡Toda la familia! En cada evento de evangelismo, semana de oración o estudio bíblico, la familia iba junta. No acompañábamos a mi padre para quedarnos sentadas; por el contrario, cantábamos, dirigíamos la programación de los niños y colaborábamos en aquello que fuera necesario.

    Es claro que había muchos incentivos. Cuando no estábamos muy dispuestas, mi padre nos proponía comprar nuestra comida favorita en el camino de regreso a casa o darnos de regalo alguna cosa interesante. Y, obviamente, ¡el estímulo funcionaba!

   Lo que me llama la atención es el hecho de que a mi padre no le gustaba andar solo. Siempre decía que nuestra familia era una extensión de su mensaje. Así, nos sentíamos blindadas, y también involucradas en la misión. Fue en estas pequeñas actuaciones que me descubrí en muchos ministerios en la iglesia.

    Fue elaborando cultos creativos de puesta de sol que organicé mis primeros eventos. Fue contando historias para niños que aprendí a enfrentar al público. Fue en el Club de Conquistadores que fui estimulada a aceptar desafíos osados en favor de la iglesia. Fue ayudando a montar los equipamientos de multimedia de mi padre que desarrollé el interés por mi profesión, el periodismo. De esta manera fui descubriendo mis dones, sintiéndome útil y relevante para Dios. Aprendí el sentido de pertenecer a una familia que se une para predicar el evangelio de muchas maneras, pero con un solo propósito.

Conclusión

    Mientras preparaba este artículo, fui sorprendida por una historia que ilustra la importancia de una familia pastoral que esté unida en el cumplimiento de la misión. Shaw Vidal Pedroso tuvo una infancia muy sufrida. Abandonado por el padre y dejado de lado por la madre, el muchachito tenía pocos momentos de recreación y ocio. Uno de ellos era participar de un encuentro realizado los sábados de tarde en la casa de un vecino. Mientras el pastor de la Iglesia Adventista predicaba a los adultos en una habitación de al lado, un grupo de niños se reunía para escuchar las historias que la hija del pastor les contaba con la ayuda de un franelógrafo.

    “Yo buscaba una alegría que no tenía en casa. Aquellas tardes de sábado me trajeron esperanza. Conseguí ver una luz al final del túnel. Los años pasaron, y nunca olvidé aquellos momentos, pues aquella niña que tenía casi mi misma edad sabía mucho de la Biblia. Yo quería conocer la Biblia como aquella niña. Después de algunos años, me bauticé en la Iglesia Adventista. Descubrí que la mejor manera de conocer más de la Biblia sería si me transformaba en un pastor”. Con mucho esfuerzo, Shaw logró estudiar, y hoy es pastor en Manaus (Amazonas, Rep. del Brasil).

    Recientemente, en un concilio del que participó, en el momento que eran presentados los pastores de la Asociación, fue sorprendido al escuchar el nombre del pastor José Carlos de Aguiar Bezerra. Inmediatamente lo reconoció: era aquel pastor, ¡el padre de la niña que sabía mucho de la Biblia!

    “En la primera conversación que tuvimos le dije que lo conocía, y enseguida le conté mi historia. No tengo duda de que la conducta de aquella familia pastoral influyó sobre aquel pequeño niño desde muy temprano”, comenta el pastor Shaw. La esperanza compartida por aquella niña también alcanzó a los hermanos de Shaw y, finalmente, a su madre, quien también aceptó el mensaje adventista.

    Jamás imaginé que las historias relatadas con el auxilio de un franelógrafo pudieran ayudar a un niño a tomar la decisión de transformarse en un pastor. Cuando hablé con el pastor Shaw, bastante emocionada, le dije: “Amigo, todavía tengo guardadas aquellas historias en fieltro”. Hoy continúo narrando las mismas historias; ahora se las cuento a mi hijo, Arthur, que tiene tres años. ¿Quién sabe si un día él querrá, acaso, ser un pastor también? Lo verdaderamente importante, sin duda, es que el discipulado va a continuar y en el cielo recogeremos muchos frutos. ¡Quiero continuar ocupándome en este cultivo!

Sobre el autor: Periodista, oriunda de Manaos, República del Brasil.


Referencias

[1] Elena de White, El hogar cristiano, p. 321.

[2] Josh McDowell y Norm Wakefield, A Diferença que o Pai faz (San Pablo, SP: Candeia, 1997), pp. 82, 129.

[3] White, Obreros evangélicos, p. 217.

[4] Armand Nicholi, Jr., “Changes in the American Family”, White House Paper (25/10/1984), pp. 7, 8.