Existen caminos que los pastores pueden transitar con los que sufren, en busca de respuestas para sus tragedias.

Hace algunos años, viví una experiencia de mucho sufrimiento. Mi hermana de solo 25 años fue sorprendida por un cáncer. En la época en que recibió el diagnóstico, no era cristiana, pero pasó a vivir de acuerdo con nuestros principios de salud, con la esperanza de que la enfermedad cediera. Sufrió mucho. Cuando la visité, como hermano y pastor, poco tiempo antes de su muerte, percibí en ella un extraordinario deseo de vivir.

Al decirle que estaba allí con el objetivo de prepararla para la muerte y para llevarla a aceptar a Jesús, ella todavía no creía que estaba llegando al fin. Pero, si bien los médicos le habían dado quince días más de vida, desde mi visita, ella vivió casi tres meses. Durante ese período, en el lecho, miró una serie de evangelización en DVD, aceptó a Cristo como Salvador y Señor, y fue bautizada en el cuarto, en diciembre de 2003, exactamente cuarenta días antes de morir.

Agradezco a Dios por esa decisión final y por la obvia revelación de su poderosa gracia. Estoy seguro de que el epitafio sobre su tumba (Juan 11:25) refleja su fe y la nuestra en la resurrección de los justos. Pero, todas las veces que se acercan las fiestas de Navidad y Año Nuevo (época en que perdí a mi padre y a mi hermana), la misma pregunta regresa a mi mente: “¿Por qué, Señor, permitiste eso?”

No sé si la muerte de mi hermana puede ser considerada, aun en parte, una tragedia, pero es un hecho que existen muchos otros ejemplos de seres humanos que sufren mucho más que ella o nuestra familia. La historia de la humanidad está llena de tragedias. Si meditamos en casos específicos, quedaremos admirados por la intensidad y la duración de los sufrimientos que Dios ha permitido: el Holocausto de los judíos, la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, las guerras de Vietnam, Bosnia, Ruanda, Kosovo e Iraq, los gulags rusos, y muchos otros ejemplos. En todos estos casos extremos de sufrimiento, la dignidad y la personalidad humanas fueron degradadas. Eso explica por qué filósofos y teólogos ven en ellos una amenaza real a la explicación teísta del mundo; es decir, la visión de que el mundo fue creado y es sustentado por un Creador omnipotente y amoroso.

Marylin McCord Adams, en su libro Horrendous Evil and the Goodness of God, dice que muchas formas de desgracias particularmente aterradoras dificultan la explicación de la bondad de Dios. Esos males no podrían ser explicados por la teodicea general (o defensa de Dios), porque no tienen ningún propósito para los participantes de esos horrores.[1] Además, afirma que las tragedias no pueden ser explicadas por abstracciones teóricas acerca de la relación entre el mal y un benevolente Dios. Para resolver esta contradicción, alguien necesita “probar” que la bondad de Dios existe y funciona para personas alcanzadas por esa clase radical de desgracia.[2] Esto coloca el problema en nuestra propia experiencia humana.

Discusión filosófica y teológica

A lo largo de la historia del problema del mal, desde el punto de vista filosófico, hubo muchos que ofrecieron relevantes soluciones o teodiceas. Entre ellos, pareciera que Alvin Plantinga ha ofrecido la solución más fiel a la visión cristiana. Establece que Dios ha permitido el ejercicio del libre albedrío de sus criaturas porque un mundo: “que contiene criaturas que son, a veces, significativamente libres (y realizan libremente más buenas acciones que malas) es más valioso que un mundo sin criaturas libres. Dios puede dar origen a criaturas libres, pero no las obliga a hacer solamente lo que es correcto. Si así fuera, no estarían ejerciendo su derecho de libre albedrío. Por lo tanto, crear seres capacitados para el bien implica también crearlos capacitados para el mal. De hecho, Dios creó seres libres; pero algunos de ellos escogieron usar de manera equivocada su libertad. Esta es la fuente del mal moral. El hecho de que las criaturas libres algunas veces cometan errores no es un argumento válido contra la bondad ni contra la omnipotencia de Dios, porque él pudo haberse anticipado a la ocurrencia del mal moral solo al ejercer la posibilidad del bien moral”.[3]

Para resumir este argumento de Plantinga, él afirma que Dios no podría haber creado criaturas libres y, al mismo tiempo, prevenir el mal del mundo. Siendo libres, las personas pueden escoger tanto hacer el bien como el mal. Se han hecho algunas críticas a esta defensa del libre albedrío o teodicea de la voluntad libre,[4] pero dos de ellas son significativas. La primera ya fue vista en la crítica de Adams acerca del problema en la presentación general del asunto. La teoría de Plantinga no responde al problema de la desgracia sufrida por personas que necesitan creer en la bondad de Dios. Es muy general.

La segunda crítica está originada en la evaluación del libre albedrío. Así, D. Z. Phillips cuestiona: “Acaso, ¿no nos ha concedido Dios demasiada libertad? ¿Por qué no la restringe en algunos casos, cuando es obviamente necesario? Esto no significa mostrar irrespetuosidad hacia la libertad humana. Podemos tener el mayor respeto por la libertad y la independencia de los demás, pero no deberíamos dudar en intervenir para salvar a una persona, impidiendo algún desastre sobre ella. Frecuentemente, es lo mínimo que podemos hacer. ¿Por qué no hace Dios lo mismo?”[5]

Aquí, Phillips tenía en mente casos como situaciones reales de violencia múltiple, tortura y asesinato de una inocente niña víctima de un grupo de adolescentes. Esta desgracia nunca podría haber sido explicada por el respeto al libre albedrío con el objetivo de probar la bondad de Dios. Por lo tanto, si bien la teodicea del libre albedrío ofrece algún discernimiento crucial al problema del permiso de Dios respecto de las tragedias, todavía no resuelve el problema de su bondad hacia las personas y la alta estima de la libertad ante el sufrimiento extremo.

La solución debe ser buscada en otra dirección. Hablando filosófica y teológicamente, puede estar más íntimamente ligada a la teoría del gran conflicto. Al abordar las causas del pecado y el sufrimiento en el mundo, Elena de White declara:

“Los habitantes del cielo y de los demás mundos, no estando preparados para comprender la naturaleza ni las consecuencias del pecado, no podrían haber reconocido la justicia y la misericordia de Dios en la destrucción de Satanás. De haber sido este aniquilado inmediatamente, aquellos habrían servido a Dios por miedo más bien que por amor. La influencia del seductor no habría quedado destruida del todo, ni el espíritu de rebelión habría sido extirpado por completo. Para bien del universo entero a través de las edades sin fin, era preciso dejar que el mal llegase a su madurez, y que Satanás desarrollase más completamente sus principios, a fin de que todos los seres creados reconociesen el verdadero carácter de los cargos que arrojara él contra el gobierno divino, y a fin de que quedaran para siempre incontrovertibles la justicia y la misericordia de Dios, así como el carácter inmutable de su Ley. […] De este modo la historia del terrible experimento de la rebeldía sería para todos los seres santos una salvaguardia eterna destinada a precaverlos contra todo engaño respecto de la índole de la transgresión, y a guardarlos de cometer pecado y de sufrir el castigo consiguiente.[6]

Claramente, Elena de White establece que la solución no reside solo en el permiso divino para el libre ejercicio de nuestra libertad, sino también en su permiso para el ejercicio de los planes de Satanás, con el fin de asegurar el bien eterno del universo. Por lo tanto, esta posición está fundamentada en dos pilares: el primero es el eterno propósito de la mente de Dios. El segundo es la misteriosa expansión de las intenciones del enemigo. Vamos a analizar brevemente esos puntos.

En la más amplia discusión del “eterno propósito”, es muy valiosa la cita de John R. Schneider, al comentar acerca del libro de Job, en el contexto de las tragedias permitidas por Dios: “Es muy difícil ver en qué manera lo que Dios permitió que le sucediera a Job era necesario para producir algún gran beneficio indispensable. La única respuesta que puedo encontrar a esto es la clase de sabiduría adquirida por el patriarca; no a pesar de su experiencia, sino gracias a ella […]. Tal vez sea la clase de sabiduría que los seres humanos deben adquirir y poseer para desarrollar una relación madura con el Señor, para siempre, en el cielo. No veo por qué este escenario sea improbable”.[7]

Este es un comentario muy significativo. Cuando Dios permite el mal, tiene algún objetivo específico en mente. Aun en las peores tragedias, su intención (general, y también particular) es mantener una relación perfecta y madura con sus hijos. Esto representa una salvaguardia perpetua contra futuras rebeliones. Si bien es verdad que es extremadamente difícil insertar la escena de la niña torturada y violada en este cuadro general, todavía podría darse la posibilidad de que la bondad de Dios llegue a estar de alguna manera justificada ante su eterno propósito, si bien debemos admitir humildemente que no siempre sabemos cómo.

Con respecto al segundo pilar del gran conflicto, o el papel de Satanás en el problema del mal, en el contexto del libro de Job, el Señor nunca les dijo a él ni a sus amigos que existía un ser como Satanás detrás de los conflictos que lo cercaron, sino que afirmó que no gobierna arbitrariamente el universo y que está siempre en conflicto con “Leviatán y behemot”, las fuerzas del mal que a veces se salen totalmente de control.[8] Por lo tanto, Dios ha permitido el desarrollo de males causados por el enemigo y sus huestes justamente porque la guerra todavía no terminó.

La soberanía de Dios no es cuestionada en el libro de Job, pero es severamente desafiada por la libertad de los verdaderos agentes del mal. Job admite su ignorancia en relación con la misteriosa realidad del cosmos. Evidentemente, a Dios no le agrada permitir la libertad del adversario; por eso mismo, existe algo aparentemente misterioso en el hecho de que le permita ejecutar casi plenamente sus planes. Dios es soberano, pero por causa de su eterno amor, su sabiduría y su propósito (perspectivas que frecuentemente perdemos), entra en este conflicto contra un ser malvado y limitado, pero aún relevante.

En resumen, no solo el libre albedrío, sino también la misteriosa relación entre los propósitos eternos de Dios y las continuas acciones de los poderes del mal proveen la estructura para una mejor comprensión del problema del sufrimiento. Después de este análisis, ofrezco algunas sugerencias para la aplicación en el trabajo pastoral.

Directrices para el aconsejamiento

Simone Weil, filósofa francesa, que se ocupó bastante del problema del mal, alguna vez declaró: “Para quien vive en este mundo, todo puede suceder sin ningún criterio”. Pareciera que el filósofo Van Inwagen también concuerda con este pensamiento, cuando afirma que “gran parte del mal que existe en el mundo se debe a la casualidad […]. Esto significa vivir en un mundo en el que niños inocentes mueren horriblemente sin alguna razón. Peor que eso, algunas veces significa vivir en un mundo en el que el impío, por pura suerte, frecuentemente prospera. Toda persona que no desee vivir en un mundo así tiene que aceptar y esperar el cumplimiento del ofrecimiento de Dios de un mundo mejor en el futuro”.[9]

¿Qué más que eso podríamos decirles a los cristianos creyentes? Esta es la realidad objetiva del problema, y nadie puede negarla. Nos invita a la reflexión acerca de nuestra realidad del sufrimiento, pero también acerca de la victoria final provista por la gracia de Dios.

En nuestra aplicación práctica de este principio, y ante la discusión filosófica y teológica realizada hasta aquí, existen algunas pautas su- gerentes que, según pienso, debemos seguir en nuestro trabajo como pastores junto a personas que transitan los caminos sinuosos y escarpados del sufrimiento generalizado, o cualquier sufrimiento que, subjetivamente, se presente particularmente trágico para determinadas personas.

No defienda a Dios. Si intentamos defender intelectual o racionalmente el amor y la benevolencia de Dios ante una persona que pasa por una tragedia, siempre terminaremos olvidándonos de algún componente del cuadro completo. La explicación siempre estará más allá de la comprensión humana, más allá de nuestra capacidad de comprender y entender todo, por causa de nuestra limitación. La teodicea del libre albedrío puede ser el concepto más cercano a la solución del problema; pero, aún así, ¿cómo explicamos el silencio de Dios en casos de sufrimiento inocente particular, como el sufrimiento causado por enfermedades genéticas? Algunas formas de sufrimiento no resultan directamente del mal uso que alguien hace del libre albedrío y, por lo tanto, nadie es culpado. Son causados por la misteriosa e inexplicable suerte. Sencillamente, suceden. No sabemos por qué ciertas clases específicas de sufrimiento les suceden a personas particulares. Entonces, seamos cuidadosos en nuestra evaluación, para no atribuir a Dios un papel que no es de él. En cierta ocasión, Víctor Hugo afirmó que si pudiéramos explicar a Dios (en el contexto de la existencia del mal) podríamos ser Dios.

Permita el cuestionamiento y el lamento. Sin cuestionar a Dios y la realidad del sufrimiento, no existe fe verdadera. Deje que quien sufre, en su congregación, haga preguntas. Como víctima, necesita ser completamente libre para expresar dudas intelectuales, emociones, temores, lamentos y, por más inaceptable que nos parezca, acusaciones contra Dios. Esta es la única forma de posibilitar la cura, porque después de ese proceso de catarsis, o purificación, el sufriente adquirirá una visión más amplia de Dios, como sucedió con Job.

El mismo Dios permite que la persona exprese sus sentimientos y dudas. Si es sincera y, en lugar de apartarse de Dios está caminando en dirección a él, el Señor se revelará como verdadero Consolador. En el caso de que sea necesario, también explicará (hará entender) las razones por las que está permitido el sufrimiento. Como pastores, no siempre apreciamos que alguien de nuestra congregación exprese dudas y lamentos. Por otro lado, la sinceridad incluye tales expresiones y no debemos condenar, en nuestros hermanos, la demostración de esa sinceridad.

Sea compasivo. La compasión permanece como la única actitud segura en relación con el sufrimiento, porque es una virtud originada en Cristo. Pareciera que sin compasión, tal vez, no es posible que una persona trascienda la desgracia. Por palabras y acciones, demuestre compasión hacia la persona que sufre. Esto también incluye perdón de los pecados, en el caso de que el sufrimiento experimentado por ella sea consecuencia directa de algún error que practicó. La compasión siempre es la clave para abrir la puerta de la comprensión y la restauración. Sea empático y considerado hacia las víctimas de las tragedias.

Enfatice el gran conflicto. Si bien no tenemos la solución final al dilema que plantea el sufrimiento, podemos enfatizar los propósitos eternos de Dios. Las personas que experimentan un sufrimiento intenso necesitan mantener la fe en Dios, que al mismo tiempo es soberano y benévolo. También necesitan comprender que estamos en el centro de una guerra que todavía no terminó. La misteriosa expansión de los hechos enemigos puede ser observada y sentida por toda persona en cualquier lugar.

El tema del gran conflicto puede reencender el sentido de la presencia de la Deidad en el corazón y llevar consuelo o absolver a Dios de la acusación de que es el culpable por alguna tragedia en particular.

Confronte al sufriente con Cristo. Finalmente, cuando hayamos usado nuestro silencio, la compasión, y las reflexiones teológicas y espirituales para ayudar a una persona que experimenta una intensa desgracia, hay una cosa más que debe ser realizada: llevarla a Cristo. Puede parecer sencillo, pero no lo es. Durante el sufrimiento, muchas personas están inclinadas a culpar a Cristo y dejar de amarlo. Por esta razón, necesitamos dirigirlas a Cristo, hablándoles acerca de la participación en sus sufrimientos. Pablo afirmó que esta participación es una honra y un llamado especial: “Ahora me gozo en lo que padezco por vosotros, y cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia” (Col. 1:24). Sabemos cuán intensamente sufrió Pablo.

Por el poder de la gracia de Cristo, podemos amarlo y exaltarlo aun en medio de la más horrenda forma de sufrimiento; pero solo si aceptamos voluntariamente la participación en sus sufrimientos como un llamado especial de Dios y una honra. Esta es una experiencia para aceptar o rechazar. Todo discípulo decidirá seguir o no en las pisadas de Cristo a través del sufrimiento. En esta participación, parece residir la solución final teórica, práctica y pastoral para el problema del sufrimiento, que en breve será erradicado de la tierra de una vez por todas.

Hasta ese punto final de la historia, puede ayudar tener en mente la afirmación de Cari S. Lewis: “Si la tribulación es un elemento necesario en la redención, debemos anticipar que nunca cesará hasta que Dios vea el mundo redimido o ya no más redimible”.[10]

Sobre el autor: Pastor y profesor en París, Francia.


Referencias

[1] Marylin McCord Adams, Horrendous Evil and the Goodness of God (Ithaca e Londres: Cornell University Press, 1999), p. 52.

[2] Ibíd., p. 78.

[3] Alvin Plantinga, God, Freedom and Evil (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1978), pp. 93, 94.

[4] Aleksandar Santarc, An Evaluation of Alvin Plantinga’s Free Will Defense: Whether Our Power To Do Bad is Something Good, with Interview and Comments of Alvin Plantinga (New York: Edwin Mellon Press, 2008), pp. 19-36.

[5] D. Z. Phillips, The Problem of Evil and the Problem of God (Minneapolis, MN: Fortress Press, 2005), p.

106.

[6] Elena G. de White, El conflicto de los siglos, p. 553.

[7] John R. Schneider, en Christian Faith and the Problem of Evil, Peter Van Inwagen, editor (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 2004), p. 256.

[8] Gregory A. Boyd, Satan and the Problem of Evil (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 2000), pp. 223-226.

[9] Peter Van Inwagen, ibíd., p. 72.

[10] Carl S. Lewis, The Problem of the Pain (San Francisco: Harper Collins, 2000), p. 114.