¿Se para Ud. detrás del púlpito el sábado de mañana porque es empleado de cierta asociación para dirigir su iglesia o distrito? ¿Es la razón que Ud. aduce por estar ocupando la hora de las once el hecho de que en su servicio de ordenación se le aconsejó a Ud. que predicara la Palabra? ¿Predica Ud. el Evangelio porque es su deber, su obligación?

Podrían formularse veintenas de preguntas similares con la mayor seriedad del mundo. En efecto, esta es una pregunta vital: ¿Por qué predica Ud.?

Ojalá que su respuesta pueda ser de esta clase: El Señor Jesús me habló y me invitó a seguirlo. Más tarde puso sobre mi corazón la carga de que yo debía llegar a ser un colaborador suyo —sí, un predicador. Respondí con toda mi alma y mi corazón. Cuando entré en la obra del ministerio, con el apóstol Pablo dije: “Una cosa hago”. Desde ese mismo día en que contesté la invitación a predicar, esta elevada vocación ha sido el único deseo de mi corazón.

Cada clase a la cual asistía, cada libro que leía, todo lo que hacía era una inversión definida en el gran interés de mi vida —predicar al Señor Jesús. Y desde que ingresé formalmente en el ministerio, toda mi experiencia, cada contacto, todo lo que he hecho ha sido un factor que ha contribuido a mi mejoramiento, a mi avance en la causa de Cristo, a mi desarrollo para ser el mejor predicador para Dios que yo pueda ser.

¿Cómo me sienta esta descripción? ¿Es mi experiencia en un 50% o un 90% o un 98%? ¿Estará Dios satisfecho aun con un 98% de dedicación a su servicio? Cuando Pablo comenzó a verse tal cual realmente era —un hombre perdido en el pecado— casi al borde de la desesperación exclamó: “¡Miserable de mí!” Si la descripción terminara aquí ¡larga y negra sería la noche! Pero en Rom. 8:1 este predicador de justicia y de gloriosa victoria mediante la fe en Cristo pudo decir: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu”.

Goodspeed traduce así esta última expresión: “Los que están en unión con Cristo Jesús”. El predicador debe estar en “unión” con Cristo para que sus afirmaciones no sean como “metal que resuena, o címbalo que retiñe”. La unión con Cristo en la experiencia del predicador es la misma que la de su feligrés en lo que concierne al nuevo nacimiento. Él es ciertamente un nuevo hombre en Cristo. No solamente ha nacido de nuevo, sino que debería ser la personificación de todo lo noble, lo perfecto, lo correcto como embajador de Cristo, quien lo envió a un mundo perdido en el pecado.

La de predicar no es sólo una profesión —es una proclamación. Predicar no es tan sólo un trabajo —es la justificación de uno mismo y de los pecadores. Predicar no es tan sólo un deber —es una declaración de los principios de la justicia. Predicar no es meramente un proceso de cuidar de los santos —es un plan de Dios para salvar a los pecadores.

Predicar es la mayor obra confiada alguna vez al hombre. Requiere todo lo que uno tiene para defender la fe, para batallar con el diablo por los hijos de Dios, para guiar a un pecador perdido a Cristo y encaminar los pies de los jóvenes hacia su eterno reino. Predicar es un trabajo de tiempo completo —siete días a la semana— porque en verdad uno nunca puede tomarse una verdadera vacación. Aun durante las dos semanas en que está alejado de sus responsabilidades regulares, un ministro es a menudo llamado para servir. Un verdadero predicador de Cristo está sirviendo a sus semejantes tanto en la iglesia como afuera en todo tiempo.

Predicar es un privilegio. Algunos lo consideran una pesada tarea. Sí, las cargas se hacen pesadas, pero un verdadero hombre de Dios las lleva al Salvador del mundo, y él le da descanso. Cristo dice: “Mi yugo es fácil, y ligera mi carga”. Compañero portador de las buenas nuevas de gran gozo, ¿no te reanima y te conforta el Cristo de la cruz en todo momento de necesidad?

Un verdadero ministro de Cristo hará su obra porque hay un apremio irresistible en su alma. Toda otra cosa en el mundo es secundaria. Él tiene una tal carga por los perdidos que todo lo que hace está dirigido al único blanco de ganar almas para el Maestro. Cada actividad de la iglesia en su programa ocupado y aun sobrecargado debe estar motivada por la pasión que todo lo consume de salvar a los perdidos tanto fuera de la iglesia como dentro de ella.

Jesús miró a Jerusalén y lloró. ¿Miramos nosotros a los pecadores y lloramos en nuestros corazones por la salvación de sus almas? Debemos sentir la compasión de Cristo por un mundo perdido —las almas de nuestro campo de labor. Un verdadero predicador del Evangelio clamará con Pablo: “¡Ay de mí si no anunciare el Evangelio!”

Las recompensas del servicio abnegado son mayores que las mayores condecoraciones de la tierra. Llevar a un alma al pie de la cruz, verla hacer una entrega completa de su vida, arrodillarse con ella, oírla derramar las cargas de su corazón, confesar su pecado y pedir perdón, es uno de los mayores gozos que demasiados cristianos nunca experimentan. Levantarse luego, después de orar ambos, mirar su rostro y ver allí el gozo de un nuevo Señor viviendo en su vida es una vibrante experiencia incomparable.

Es en verdad un anticipo de esa hora triunfante cuando el predicador y la grey estarán sobre el mar de vidrio y contemplarán el rostro amante de Jesús. Solamente entonces el sacrificio y la inversión de nuestras vidas en el servicio alcanzarán el cénit de gozo y satisfacción al recordar el fatigoso trabajo que nos parecerá una nada a la luz de su gloria y gracia.

¿Sientes una necesidad apremiante de predicar el Evangelio eterno? ¿Hay en tu vida una fuerza motivadora que exige una nueva dedicación a un servicio pleno, completo, sin reservas para Cristo, el Rey? ¿No deberían las siguientes palabras de Jesús ser el único propósito al proclamar la historia de la cruz: “Y ésta es la vida eterna; que te conozcan a tí, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3)?

Compañero predicador, ¿no se enciende tu corazón por las almas de los que están encomendados a tu cuidado? ¿Deseas ardientemente que tus almas conozcan realmente a Jesucristo?

¿Sabemos realmente por qué predicamos? Seguramente estaremos de acuerdo en que predicamos porque en primer lugar estamos respondiendo al llamado de Cristo de ir para buscar y salvar a los perdidos.

Jesús dijo: Id. Él había venido para “dar buenas nuevas a los pobres; …sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos; poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor” (Luc. 4:18, 19). Esta es nuestra tarea, nuestra responsabilidad, sí, nuestro privilegio.

Por la gracia de Dios y mediante su amor triunfaremos por su cruz al avanzar con fe para proclamar las inescrutables riquezas de Cristo Jesús.

Sobre el autor: Pastor de la Asociación del Sureste de California.