En el mundo actual todo está dispuesto para impulsar a los hombres a llevar una vida de intensa y delirante actividad, con serio detrimento de su vida interior. Gilberto Amado escribió: “¿Qué es el hombre moderno? Un proyectil, un objeto disparado, una flecha… Lo que caracteriza al mundo moderno es la excesiva preponderancia que tiene la vida externa. El hombre vive fuera de sí mismo”.

            Como ministros del Evangelio, aunque estemos empeñados en las lides denominacionales, no estamos inmunes a este mal. Creo que una de las fallas más notables que podemos descubrir en la mentalidad de los obreros actualmente es, en efecto, ésta: Dar demasiado énfasis a las actividades externas, a todo lo que puede ser medido con números y estadísticas, en perjuicio de las más nobles actividades espirituales, es a saber, la comunión, la meditación y la oración. ¿Cómo se podrá mantener el barco sobre las aguas, a la vista de los espectadores, si no existe el correspondiente lastre sumergido, oculto, pero indispensable para el equilibrio y la seguridad de la nave? En la vida del ministro ese lastre es el tiempo dedicado a la oración en la cámara silenciosa, en la presencia de Dios.

            A medida que nos alejamos de la verdadera fuente de poder, tendemos a multiplicar los artificios, los métodos, las frases publicitarias, los títulos, en un intento, tal vez inconsciente, pero ilusorio y vano, de continuar empujando el carruaje de la verdad sin el combustible divino. Sin el poder que viene de lo Alto, la obra puede todavía ofrecer una apariencia de progreso en lo que concierne a las cosas materiales: pueden levantarse magníficas construcciones, nuestras instituciones pueden rivalizar con las del mundo y hasta la feligresía puede manifestar un cierto índice de crecimiento. Pero, ¿qué son todas esas obras si no manifiestan el fuego de la vida que sólo Dios puede transmitir?

            El escritor Richard Cecil lo expresa de la siguiente forma: “En el ministerio actual hay una manifiesta falta de poder espiritual. Lo siento en mi propio caso, y lo veo en el ministerio de otros. Temo que haya entre nosotros demasiada tendencia a la política y demasiado temperamento mundano. Estamos excesivamente preocupados por satisfacer los gustos de un hombre y los criterios de otro. El ministerio es un trabajo importante y sagrado, y debemos realizarlo con un espíritu sencillo y santo. El principal defecto de los ministros cristianos es la falta del hábito de la devoción personal”.

            Creo que éste es un fiel reflejo de la realidad. Además de diagnosticar la enfermedad, nos da el remedio. Pero, ¿estamos dispuestos a pagar el precio?

            El siguiente testimonio, publicado hace poco, es aún más patético: “Yo tenía una idea fija de cómo debía ser un ministro perfecto, y la aplicaba al pie de la letra. Dirigía la iglesia celosamente, cumplía el calendario denominacional, asistía a asambleas y congresos, cuidaba mi apariencia personal, me interesaba intensamente en las promociones y los blancos que venían del campo local, recorría frecuentemente el distrito, y llegué a convertirme en un verdadero administrador de mi territorio. Pero estaba tan ocupado en tratar de ser lo que pensaba que debía ser, que dejé de ser un cristiano genuino, porque no tenía tiempo para lo más importante: La comunión con Dios”.

            Ministros del Evangelio, administradores, profesores, médicos, obreros de todos los sectores de la iglesia de Dios: Ha Regado el tiempo de volver a la vida de oración como único medio de revelar a Cristo en nuestro trabajo, nuestras palabras, nuestra vida familiar, nuestra vida cristiana. El cargo que ocupamos, el título que ostentamos, la reputación que tenemos, no garantizan de ninguna manera nuestra salvación. Como todo mortal, somos salvos por la completa entrega del corazón a Cristo.

            He aquí lo que nos dice la mensajera del Señor: “En el gran conflicto que vamos a tener que afrontar, el que quiera mantenerse fiel a Cristo deberá penetrar más hondo que las opiniones y doctrinas de los hombres. Mi mensaje a los predicadores jóvenes y ancianos es éste: Observad celosamente vuestras horas de oración, estudio de la Biblia y examen de conciencia. Poned aparte una porción de cada día para estudiar las Escrituras y comulgar con Dios” (Obreros Evangélicos, pág. 105).

            Si aún no estamos poniendo en práctica este consejo divino, ¿por qué no comenzamos hoy mismo?

Sobre el autor: Es director del Instituto Adventista de San Pablo, Brasil.