Toda vez que una iglesia enfatiza la vida santa –normas éticas y morales elevadas– corre el riesgo de distorsionar el Evangelio.
Un estudio efectuado recientemente con 12.000 jóvenes adventistas del séptimo día demostró que el 81 por ciento de ellos creen que “debemos vivir conforme a las normas establecidas por Dios para ser salvos”. Este estudio patrocinado por la iglesia, llamado Valiogénesis, también reveló que sólo el 28 por ciento concordó en que “no hay nada que yo pueda hacer para ser salvo”. El sesenta y dos por ciento indicó que “para ser aceptados por Dios hay que vivir sinceramente una vida buena”. Y el cuarenta y cuatro por ciento cree que “el principal énfasis del Evangelio reside en las normas divinas para una vida correcta”.
¿Por qué nuestros jóvenes están tan confundidos acerca del Evangelio? Toda vez que una iglesia enfatiza la vida santa —normas éticas y morales elevadas— corre el riesgo de distorsionar el Evangelio. Si bien las normas y el comportamiento correctos son necesarios en la vida cristiana, nunca constituyen las bases de la salvación. Dios salva a una persona sobre la base de la vida perfecta y la muerte vicaria de Jesús, no sobre la base de alguna aportación personal y humana (Rom. 5:9, 10).
Una serie reciente de lecciones sobre la Epístola a los Romanos agudizó la desorientación. Estas lecciones enseñaron que el nuevo nacimiento es parte de la justificación. Esta mezcla de la justificación (la parte forense) y el nuevo nacimiento (la parte experiencial) presenta un problema muy real. Inmediatamente surgen preguntas en la mente. ¿Cuán convertido debo estar para ser salvo? ¿Ofrece mi vida suficiente evidencia de que estoy convertido para tener la seguridad de que soy salvo? ¿Cuánto debo ser transformado para que Dios me perdone?
Cuando, en algún momento, las personas realizan este tipo de introspección, apartando los ojos de la cruz y de la obra objetiva de Cristo en su favor, ya no tienen un marco de referencias fijo. Cuando comienzan a preguntarse cuán bien estarán guardando el sábado, cuán victoriosos serán sobre el pecado, cuán correcto será su comportamiento, se desvían del objetivo de la salvación.
Esto no significa negar la importancia del nuevo nacimiento. Sin él nadie verá el reino de los cielos. Jesús le dijo a Nicodemo que debía nacer otra vez. Pero las personas no pueden y no se atreven a considerar el nuevo nacimiento como parte fundamental de su seguridad en Cristo. Si son justificados por la fe, el nuevo nacimiento seguirá indefectiblemente a su experiencia.
Las personas no se salvan porque están convertidas sino porque a través de la fe ponen su confianza en Jesucristo. Dios acepta la fe, les imputa la justicia de Cristo y los trata como si nunca hubieran pecado (Rom. 4:3, 5). Al mismo tiempo Dios los transforma a través de la experiencia del nuevo nacimiento a fin de que tengan la disposición para vivir una vida santa. El crecimiento en Cristo que comienza aquí es la obra de toda la vida y nunca terminará totalmente mientras vivamos. Pero a través de todo el proceso, siempre a causa de la vida, las obras y la muerte de Jesús, Dios trata a los creyentes como perfectos y dignos de la salvación.
¿Qué es la justificación?
El Seventh-day Adventist Bible Dictionary define la justificación como sigue: “El acto divino por el cual Dios declara justo al pecador penitente, o lo considera como justo. La justificación es lo opuesto de la condenación (Rom. 5:16). Ninguno de los dos términos se refiere al carácter, sino sólo a la condición ante Dios. La justificación no produce una transformación natural del carácter, no imparte justicia, como tampoco la condenación imparte pecaminosidad… Cuando Dios imputa su justicia a un pecador arrepentido, figurativamente pone la expiación provista por él y su justicia como crédito a su cuenta en los libros del cielo, y el pecador puede comparecer ante Dios como si nunca hubiera pecado” (pág. 616).
Cuando Dios justifica a una persona la declara justa por causa de Cristo. La justificación no hace a una persona intrínsecamente justa (Rom. 5:15). Los pecadores no gozan la seguridad de la salvación cuando confían en lo que han hecho o en lo que se les ha hecho a ellos, sino cuando dependen de lo que se le hizo a Cristo (Rom. 5:9, 10). Él logró la victoria en el Calvario y ahora la ofrece a todo aquel que cree.
Cuando Dios justifica y transforma a una persona también comienza en ella el largo proceso de santificación que dura toda la vida. Todo creyente deseará vivir de acuerdo a toda la voluntad de Dios. Jesús dijo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15, véase también 15:10). Pero el creyente observa las normas divinas únicamente como respuesta al hecho de haber sido justificado por Cristo, nunca como precio o parte del precio de esa justificación.
Justicia constante
Dios declara completamente justos a todos aquellos que viven bajo la sombra de la justificación, mientras mantengan su decisión de vivir bajo esa sombra La ley ya no los condena porque Cristo cumplió todas sus demandas (Rom. 10:4). No es extraño que Pablo pudiera decir: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom. 5:10).
Los cristianos tienen paz porque confían en que Cristo guardó perfectamente la ley. Ya no están bajo condenación (Rom. 8:1). Ya no se sienten culpables. Sus vidas están gozosas.
Los cristianos exaltan a Cristo, nunca a sí mismos. Pero también se interesan en la victoria sobre el pecado. Toman seriamente las palabras de Pablo: “¿Qué, pues, diremos? ¿perseveraremos en el pecado para que la gracia crezca? En ninguna manera. Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” (Rom. 6:1, 2).
Si adulteramos el Evangelio, si desorientamos a nuestros jóvenes con respecto a su salvación, si les hacemos creer que el comportamiento correcto es parte esencial del fundamento de su salvación, entonces habremos contribuido a su condenación eterna. Entonces estaremos en peligro de emular a los fariseos que eran tan celosos que estaban dispuestos a recorrer “mar y tierra para hacer un prosélito” (Mat. 23:15), y sin embargo, pese a su gran énfasis en la vida santa, cerraban “el reino de los cielos delante de los hombres” (vers. 13).
Pablo nos recuerda que somos salvos por gracia, no por obras (Efe. 2:8). Y gracia es favor inmerecido. Dios no nos acepta porque haya visto algún cambio en nosotros sino por lo que Cristo hizo en la cruz. Si lo aceptamos como Salvador personal, él nos transformará, pero ese cambio, ese nuevo nacimiento, es siempre el resultado de nuestra permanencia en Cristo, nunca el motivo de dicha permanencia.
Las normas son importantes. La iglesia necesita poner en alto las normas éticas y morales. Pero quiero subrayar que nunca deben constituir una piedra de tropiezo para la salvación de la gente. Que la iglesia viva —no que sólo enseñe— la justicia de Cristo.