Navegaba César una. tormentosa noche en las agitadas y revueltas aguas del Mediterráneo. Ante la furia de los elementos y frente a la perspectiva de un inminente naufragio, los marinos de la guarnición se sintieron dominados por el pánico. El poderoso emperador, reprendiéndolos, les dijo con arrogancia: “¿Por qué teméis? ¿No veis que César está a bordo?”
¡Confianza falaz! El barco pudo haber sido tragado por el airado mar. Pero la audaz declaración de César infundió valor, levantó el ánimo de los amedrentados marinos, y probablemente fue la causa de su salvación.
Con cuánto mayor valor nosotros, los mensajeros de Dios, podemos cruzar el tormentoso mar de la vida, sabiendo que nos acompaña el Señor, Aquel que, reprendiendo al fragoso mar de Galilea, le dijo con autoridad: “Calla, enmudece”.
En aquella ocasión también los discípulos se dejaron vencer por el miedo. La noche era tenebrosa. El viento soplaba con gran ímpetu y levantaba amenazadoras olas. Los discípulos, despavoridos, dominados por la desesperación, exclamaron: “¿Maestro, no tienes cuidado que perecemos?” Jesús, que dormía con serena placidez, se levantó e increpó al viento, y el mar se aquietó y hubo una gran bonanza. Volviéndose luego hacia ellos, les preguntó: “¿Por qué estáis así amedrentados?” Era razonable que temieran a causa de la tormenta, pero no que estuvieran “así amedrentados.
Esos mismos discípulos que se mostraron amedrentados frente al tempestuoso mar, posteriormente se tornaron audaces y decididos en la obra de la predicación. Sus adversarios —nos refiere el registro sagrado— viendo “el denuedo de Pedro y Juan… se maravillaban” (Hech. 4: 13, VM).
Hoy necesitamos tener la osadía apostólica. Los tiempos requieren de nuestra parte una actitud militante. Nuestras actividades como ministros de Dios deben estar marcadas por la intrepidez, la audacia y la determinación. Nos toca manifestar ante el mundo la osadía de la convicción.
Cuando observamos las actividades vacilantes de algunos ministros, carentes de entusiasmo realizador, sin la audacia que promueve los grandes cometidos, nos acordamos de la pregunta de Cristo, ausente de toda censura: “¿Por qué estáis así amedrentados?”
Talentosos obreros, inteligentes predicadores, cohibidos por la tibieza o por el temor al fracaso, han renunciado a la obra del evangelismo y se han dedicado a actividades secundarias.
“Sed fuertes y animosos —escribía la Hna. White—. Para luchar con éxito, un soldado necesita valor y resistencia. Somos débiles en nosotros mismos. Sin embargo, tenemos la promesa: ‘Los que esperan en Jehová renovarán sus fuerzas’” (Carta 156, 1903).
“Se opondrán obstáculos al progreso de la obra de Dios: pero no temáis. La omnipotencia del Rey de reyes, nuestro Dios que mantiene el concierto, añade la benignidad y el cuidado de un tierno pastor. Ninguna cosa le puede impedir la marcha. Su poder es absoluto, y en ello radica la seguridad del cumplimiento de las promesas hechas por él a su pueblo.
“En los días más sombríos, cuando las perspectivas parecen tan desagradables, no temáis. Tened fe en Dios. Él está ejecutando su voluntad, haciendo todo el bien en favor de su pueblo.
“No debe haber desánimo en el servicio de Dios. Nuestra fe debe soportar la presión puesta sobre ella. Dios es capaz de conceder a sus siervos toda la fuerza que necesitan, y está listo para hacerlo. Sobrepasará las mayores expectativas de aquellos que en él ponen su confianza” (Carta 57, 1905).
Si consideramos la grandiosa obra que nos ha sido encomendada, a la luz de las posibilidades humanas, olvidándonos de las promesas divinas, inevitablemente seremos vencidos por este gigante negro —el miedo. Esta fué precisamente la triste experiencia de los compañeros de Josué y Caleb. Después de haber espiado la fertilidad de la tierra, la exuberancia de sus inmensos campos y extensas praderas, presentaron un informe inspirado en la cobardía: “Aquel pueblo… es más fuerte que nosotros” (Núm. 13:32).
Al viajar por extensas regiones, bullentes de actividad, al ver a la gente absorta en procura de placeres e ilusiones, no podemos menos que pensar en la gran responsabilidad que pesa sobre nosotros: amonestar a esa gente, y hacerlo tan de prisa como sea posible.
En la realización de esta obra, inspirémonos en la osadía de Josué y Caleb, cuando exclamaron: “Subamos luego… que más podremos que ella” (Núm. 13:31). Avancemos, pues, en la fuerza del Señor, trabajando con valor, con la certeza inconmovible de que “no nos ha dado Dios el espíritu de temor, sino el de fortaleza, y de amor, y de templanza” (2 Tim. 1:7).