¿Apagaría usted su televisor por un mes entero si alguien le ofreciera quinientos dólares para hacerlo? No se apure a decir sí. Cuando el Free Press de Detroit hizo recientemente esta oferta a 120 familias en su área de influencia, ¡93 la rechazaron sin más trámite! Hay posibilidades de que un porcentaje similar de su congregación lo hubiera hecho también. Después de todo, una familia promedio mantiene su televisor encendido unas 44 horas cada semana, y ninguna persona “apaga” livianamente un hábito que consume tanto tiempo de su vida. Si usted tiene una iglesia compuesta de “familias modernas promedio”, compare las 44 horas que cada una pasa cada semana frente al aparato con las tres o cuatro horas pasadas en el banco de la iglesia, y usted podrá comenzar a tener una buena impresión de la competencia a la que se enfrenta en su predicación. Por supuesto, sacar la cuenta de las horas que usted pasa viendo televisión cada semana puede arrojar alguna luz, y de la misma forma, damos la razón por la que sus sermones no siempre tienen el impacto que usted ambiciona para ellos.
Cada cierto tiempo los editores de publicaciones religiosas sienten la urgencia de descargarse en una diatriba contra los males de la televisión. Se sabe que yo mismo he sucumbido a la tentación. En realidad, por casi diez años pude hacerlo con presunción, sabiendo que mi hogar estaba entre el minúsculo número de los que no tenían aparato de televisión —ni siquiera un viejo modelo portátil en el dormitorio. No estoy mencionando casualmente este hecho con la sola intención de sentir la pía aureola de la abstinencia y para observar desde arriba a mis pobres hermanos menos afectos a la negación propia. Desafortunadamente, hace unos pocos meses, el hospital en el que mi esposa trabaja como enfermera colocó nuevos aparatos de TV color y vendía a los empleados los viejos aparatos en blanco y negro por quince dólares cada uno. Se acercaba la noche de elecciones, y el costo de comprar un aparato del hospital era menor que alquilar uno para observar el escrutinio. Ingresamos entonces a las filas de los poseedores (o poseídos) de TV. De manera que ya no puedo pontificar sobre los males de la televisión con la libertad que podía hacerlo antes, y no tengo la intención de hacerlo aquí. En verdad, prometo no usar las palabras sexo o violencia en ningún lugar en el resto del artículo. (Sin embargo, me gustaría reservarme el derecho de tirar mi aparato de televisión, absorber mi pérdida de quince dólares y comenzar a pontificar otra vez).
Estoy convencido de que la razón por la cual Carlitos (sin mencionar a la mamá y al papá de Carlitos) no puede escuchar el sermón tiene mucho que ver con aquellas 44 horas pasadas frente al televisor. Estoy más convencido de ese hecho desde que leí una entrevista con Neil Postman, profesor del arte y la ciencia de la comunicación en la Universidad de Nueva York, en el número de U.S. New & World Report del 19 de enero de 1981. Aunque el contexto de la entrevista es el efecto de la televisión en los niños, en mi opinión, la mayoría de los puntos de Postman se aplican por igual a los adultos. Permítanme presentarles algunos de los puntos sobresalientes de esa entrevista. La televisión, dice Postman, parece acortar el espectro de atención de los niños. La televisión presenta imágenes que se mueven rápida y dramáticamente. La duración promedio de una toma en un programa regular es de tres segundos (dos segundos y medio en un comercial).
No es de extrañar que Carlitos se aburra a menos que vea al predicador desde un ángulo diferente de cámara cada tres segundos. También echa de menos las tomas de primer plano del rostro del pastor que se disuelven en una vista gran angular del coro; el replay instantáneo cuando el predicador hace una declaración particularmente importante (repetido en cámara lenta desde dos o tres posiciones de cámara, por supuesto), y el corte cada diez minutos para una palabra del patrocinador. En pocas palabras, usted enfrenta una dura competencia
Postman señala también que aunque el habla humana se escucha por TV, es lo visual lo que contiene siempre el mayor significado. Como resultado, la televisión en realidad no ha sido diseñada para presentar ideas, porque las ideas son, en esencia, palabras. La televisión comunica en una forma que es accesible a todos; nadie tiene que aprender a ver imágenes. Por otro lado, dice Postman, las escuelas (y yo podría agregar “iglesias”) asumen que hay ciertas cosas que uno necesita saber antes de que pueda aprender otras cosas, que no todo es tan fácilmente accesible como aparece en televisión’.
Pobre el pastor que tiene que tratar de presentar la Palabra de Dios en meras palabras, y tiene que destetar al rebaño de la leche antes de estar en condiciones de presentar el “alimento sólido”. ¡Cada noche, por TV, el “alimento sólido” del mundo está disponible en la manera que a uno puede interesarle!, y se presenta servido en una forma que no requiere arduo trabajo o diligente estudio para entender. Sencillamente, siéntese y mire. No es sorprendente que el sermón quede en segundo lugar en comparación con lo que Garlitos ha visto recién por TV.
Un tercer punto que Postman señala es que los comerciales de televisión son el equivalente moderno de las viejas obras moralistas. En el momento en que un niño norteamericano llega a los veinte años, habrá visto aproximadamente un millón de comerciales, habiendo logrado con esto, muy fácilmente, la experiencia educativa más abarcante que haya podido tener. Y, dice Postman, los comerciales de televisión se refieren a productos “sólo en el sentido en que la historia de Jonás se refiere a la anatomía de las ballenas”. Los comerciales, de acuerdo con este experto en medios, son en realidad parábolas en miniatura en las cuales el problema se presenta en los primeros segundos, se resuelve en la mitad, y concluye con una moraleja en la que el/los actor/es se diluye estáticamente de la pantalla. Ostensiblemente, un comercial puede estar vendiendo dentífrico, pero en realidad está vendiendo aceptabilidad al sexo opuesto. De la misma forma, los comerciales sobre autos o motocicletas están, en realidad, vendiendo libertad e independencia. Y estos comerciales enseñan a los niños tres cosas muy interesantes, dice Postman: 1) todos los problemas pueden ser resueltos; 2) todos los problemas pueden ser resueltos rápidamente; 3) todos los problemas pueden ser resueltos rápidamente por medio de la tecnología.
No es de extrañar que Carlitos (o sus padres) se sientan desilusionados con el pastor que no puede empaquetar adecuadamente un problema, prescribir la píldora o la máquina o la oración adecuada que lo resolverá rápidamente, y retirarse sonriendo, todo en veintiocho segundos. La gente de la televisión lo hace permanentemente, ¿por qué no puede hacerlo el pastor? ¿Por qué tiene que pasar treinta aburridos minutos hablando de soluciones a largo plazo de los problemas de la vida —soluciones que requieren algo más que respuestas tecnológicas?
La vida de acuerdo con la televisión sostiene Postman, es una caricatura de la vida real. Esta caricatura se basa en ciertas premisas que aparecen inconscientemente ante los televidentes. Por ejemplo, los personajes con educación o discernimiento son presentados casi invariablemente como distantes, insensibles y totalmente desconectados de los demás seres humanos. El héroe, por otro lado, es generalmente un “hombre del pueblo”, sin educación quizá, pero cálido y sensible. “Es muy difícil para un jovencito encontrar en estos programas algún modelo de alguien que sea digno de admiración y que además sea educado”, dice Postman.
De esa forma, para el ministro que intenta presentar el Evangelio sobre alguna base de razonamiento, su tanteador tiene ya tres puntos en contra antes de empezar. La gente de la televisión que uno debe admirar y con la que uno debe identificarse, no se complican con cosas que requieran demasiado razonamiento.
De manera que si Carlitos no parece escuchar el sermón (o si el papá o la mamá de Garlitos tienen los mismos síntomas), una primera causa podría no estar más lejos que el hermoso aparato de TV color en su living.
¿Qué puede hacer usted?
Una posibilidad podría ser desafiar a su iglesia a un “mes sin TV”. (Trate de hacerlo por una semana si piensa que un mes es demasiado ambicioso.) Si 93 de 120 familias en Detroit rechazaron quinientos dólares para pasarse un mes sin televisión, es comprensible que usted pueda encontrar dificultades para convencer a su congregación de hacerlo gratuitamente, pero unas pocas almas intrépidas pueden sentirse intrigadas por la novedad de la idea. Haga de esto un asunto importante; tenga algunos programas especiales en la iglesia para mantener a la familia sin desintegrarse durante este tiempo de estrés; haga una entrevista a los que completen exitosamente el experimento. ¿Quién sabe qué resultado puede tener usted de algo tan insólito? ¡Sería digno —por lo menos— de aparecer en el diario o periódico de su comunidad!
Si usted lo intenta, me gustaría escuchar lo que ocurre. Con un poco más de estímulo, ¡quizá hasta me una a usted y me deshaga de mi televisor de quince dólares!
Sobre el autor: Es director ejecutivo de Ministry. El autor escribe desde los Estados Unidos (N. del T.).