Todos sabemos que los niños y los jóvenes admiran a algunos personajes en particular y los convierten en héroes a quienes quisieran imitar. Desde niño, a través de la lectura de la Biblia, al escuchar las historias y las aventuras de los grandes hombres y los sermones de mi padre, llegué a idealizar a David; sin duda, por sus emocionantes aventuras que me hicieron soñar despierto más de una vez.
Pero después apareció la figura de Moisés en mi vida, a través de mis lecturas y reflexiones. No tanto por sus emocionantes aventuras, sino por sus experiencias con Dios que me hicieron sentir mi necesidad de encontrarme cara a cara con el Invisible.
Cuando Dios quiere enseñamos las cosas que realmente importan, y quiere dejarlas profundamente grabadas en nuestra mente, lo hace mediante vidas. Por eso Elena de White dice que “como medio de educación, ninguna porción de la Biblia es de mayor valor que sus biografías’* (La educación, pág. 146). De hecho, parecería que la Biblia está escrita más en vidas que en conceptos. Parece que Dios quiso enseñamos mucho de lo que quizá sería difícil entender en conceptos, ejemplificándolo en vidas. La Biblia llega a ser así, un registro del amor de Dios a través de la vida de sus hijos.
La vida de Moisés fue un testimonio notable del amor y la justicia de Dios. “Nunca, hasta que se ejemplificaron en el sacrificio de Cristo, se manifestaron la justicia y el amor de Dios más señaladamente que en sus relaciones con Moisés” (Patriarcas y profetas, pág. 512). Llevó sobre sus hombros “la mayor obra jamás confiada a hombre alguno” (Id., pág. 260). Por eso creo que después de Jesús fue el hombre más grande que ha pisado esta tierra. ¿Qué puede enseñamos la vida de este hombre?
I. La biografía
La vida de Moisés fue una de las más asombrosas. Enfrentó grandes cambios de fortuna. Esclavo y sentenciado a muerte desde antes de nacer. Desde la choza de los esclavos fue llevado al palacio de los faraones, el centro del poder de la gloriosa decimoctava dinastía de los faraones que incluía a Tumosis III, el fundador del Nuevo Imperio Egipcio, cuyas fronteras iban desde Libia en el oeste hasta más allá del Éufrates en el oriente. Los despojos de 119 reinos conquistados constituían la medida de sus tesoros. En su tiempo el oro dejó de medirse en polvo para pesarse en libras. Es posible que el nombre con que accedería al trono fuese Irumosis, que quiere decir “hijo del río”. Tenía mente santa y ambiciones de eternidad. Es posible que sus realizaciones como faraón hubieran superado a la de todos sus antecesores y sucesores que ahora nos maravillan. Dotado de grandes dones físicos, mentales y espirituales, tenía como heredero al trono derecho a los más grandes honores que el mundo puede ofrecer. Pero de repente renunció a todo, porque tuvo “por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón” (Heb. 11:26).
II. La misión
Dios le reveló, a través de todos los recursos de su providencia y su sabiduría, que él sería el libertador de la nación. Los ancianos del pueblo también supieron por la misma fuente que la hora de la liberación se acercaba y que Moisés era el libertador (véase Patriarcas y profetas, pág. 251). La misión y los objetivos eran excelsos y el instrumento también debía ser grande. Libertar al pueblo de Dios de la esclavitud egipcia y llevarlo a la Tierra Prometida significaba mucho más que libertad política. La tipología bíblica lo relaciona con la historia de la redención como símbolo de la liberación del pueblo del pacto de Dios del Egipto y la Babilonia del pecado para llevarlo a la verdadera tierra prometida a Abrahán ‘‘que sería heredero del mundo” (Rom. 4:13). Pablo da a entender que sólo Cristo Jesús es mayor que Moisés, y que ambos son los dos hombres más grandes de la historia: “Porque de tanto mayor gloria que Moisés es estimado digno éste, cuanto tiene mayor honra que la casa el que la hizo” (Heb. 3:3; véanse los versículos 1-6).
III. La preparación
Moisés nunca olvidó que Dios tenía un plan para su vida. Siempre se consideró comprometido con el propósito de su existencia que había aprendido en el regazo de su madre desde su primera infancia. Pero la educación egipcia había nublado su visión. Allí había aprendido la ley de “la fuerza” (La educación, pág. 61). Sabía que era el libertador, pero había confundido los métodos. Necesitaba aprender el secreto de la verdadera grandeza, del verdadero éxito, de las verdaderas hazañas. “No estaba aún preparado para la obra de su vida…
Había entendido mal el propósito de Dios” (Id, pág. 62).
Una misión tal no puede cumplirla quien no ha muerto al yo. Aquí es donde comenzamos a comprender las cualidades de Moisés en forma diferente. Quizá la virtud más sobresaliente de su vida fue la humildad. “Y aquel varón Moisés era muy manso, más que todos los hombres que había sobre ¡a tierra” (Núm. 12:3). La Biblia nunca ha adulado a los hombres. No hay exageraciones en las palabras de Dios. Para la mayor obra encomendada jamás a hombre alguno. Dios necesitaba al hombre más humilde. Dios le dio a Jesús un nombre que es sobre todo nombre y lo exaltó hasta lo sumo, porque se humilló hasta lo sumo (véase Fil. 2 5-8).
Dios prepara a sus siervos antes de encomendarles una misión. Entre toda la disciplina que debe aprender quien se dispone a entrar a su servicio, Dios le dice: debes “humillarte ante tu Dios” (Miq. 6:8). Cuando Dios llamó a Moisés no estaba listo para la obra que quería encomendarle. No comprendía el plan de Dios (Ibíd.). No se conocía a sí mismo. Jesús podía haberle dicho lo mismo que dijo a sus discípulos: “Vosotros no sabéis de qué espíritu sois” (Luc. 9:55).
Dios lo apartó aparentemente para siempre de la misión de su vida (Ibíd.) con el propósito de educarlo. Lo llevó a la universidad del desierto durante 40 años, porque es allí donde siempre ha preparado a los héroes de la fe. (Jesús 40 días. Juan el Bautista toda su juventud, Pablo tres años….) Los mejores años de su vida los desperdició, al parecer, trabajando como pastor de ovejas. Pero “la sabiduría infinita no consideró este período como demasiado largo, ni como demasiado grande el precio que costaba impartir una experiencia semejante” (Id., pág. 64). Tenía mucho que borrar de su memoria y mucho que aprender. La lisonjera admiración de una nación entera por sus talentos, el conocimiento de la ciencia del mundo adquirido en los mejores centros del saber, todo eso había nublado su entendimiento. La grandeza de la arquitectura de Egipto, la sutileza y el misticismo de la religión pagana habían moldeado su mente y su carácter. Dios lo llevó al desierto para que olvidara todo eso y su mente quedara impresionada con la grandeza de Dios y la majestuosidad de sus obras. ‘‘Allí desapareció su engreimiento. En presencia del ser infinito se dio cuenta de lo débil, deficiente y corto de visión que es el hombre” (Id., pág 63). En medio de las elevadas y majestuosas montañas, entre los riscos elevados, bajo el sol brillante, al descansar al lado de los arroyos claros, en las noches estrelladas, se encontró con Dios y consigo mismo. Tomó su verdadero lugar, su verdadero tamaño Un conocimiento propio y exacto de sí mismo: ni más, ni menos. Nadie podía humillarlo ni tampoco envanecerlo. Adquirió equilibrio. Aquel que ve más allá de sí mismo, ve a Dios. El que tiene esta experiencia toma su verdadero lugar.
La humildad no tiene nada que ver con el complejo de inferioridad, ni es característica de cierto tipo de personalidad; sino de un encuentro personal con Dios. La humildad es el requisito básico para el éxito en la misión.
Moisés comprendió que la humildad es la clave para la felicidad y el éxito: “…Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mat. 11:29). Aprendió que nadie puede herir a un corazón que ya no se ama demasiado a sí mismo.
Es posible que la mayor lección que Moisés aprendió en el desierto haya sido la humildad. Al parecer, esa fue la disciplina básica que aprendió en el desierto para realizar la obra de su vida. Ya casi al final de su existencia era su virtud principal: “Y aquel varón Moisés era muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra’ (Núm. 12:3).
Moisés se encontró en el desierto con Dios y consigo mismo. Tomó su verdadero lugar, adquirió su verdadera estatura. El conocimiento propio es muy importante. El que se conoce a sí mismo en la perspectiva del conocimiento de Dios, adquiere equilibrio. Quien ha alcanzado esta experiencia es manso y humilde. Nadie puede envanecerlo con lisonjas, pero tampoco humillarlo con desprecios. Si es un dirigente actuará con dignidad y sin temor. Será decidido, firme, seguro, valiente, enérgico y digno. Todo esto aprendió Moisés en el desierto. La humildad es un ingrediente muy importante de la felicidad. ¿Qué nos hace sufrir? Con más frecuencia de lo que estamos dispuestos a admitir, es el orgullo herido, la sensibilidad excesiva, los deseos de reconocimiento y de honores que se nos niegan, lo que más nos hace sufrir. El olvido propio es la clave de la felicidad, porque nadie puede herir a un corazón que ya no se ama demasiado a sí mismo.
¿Sabemos cuál es la misión de nuestra vida? ¿Cómo nos sentimos cuando las apariencias indican que hemos sido apartados de la obra de nuestra vida? Puede ser que un fracaso no sea más que la providencia divina que nos conduce a la experiencia que necesitamos para cumplir con el verdadero propósito de nuestra existencia. ¿No será que Dios no puede preparamos para la misión que nos ha encomendado en la vida porque nosotros no podemos soportar la disciplina necesaria?
IV. El éxito
La vida de Moisés es una de las más fructíferas que recuerda la historia. La de mayor influencia. Siempre hemos sabido que fue el mayor poeta, el mayor legislador, el mayor conductor de pueblos, el mayor general, el mayor historiador. “Su vida está ligada con todo lo que ha constituido progreso humano”. Su vida ha sido una gran bendición para su nación y para el mundo. Muchos han aprendido a través de Moisés lo que es el verdadero éxito en la vida y en el servicio de Dios. El éxito, medido desde el punto de vista de Dios, difiere del concepto humano. Nuestro concepto de éxito está empañado por las ambiciones de nuestros corazones con frecuencia no convertidos. El éxito verdadero está en proporción directa con la exaltación de Jesús. Ben Maxson dijo: “El Cristo exaltado es el secreto del ministerio exitoso. El poder que transforma a otros es la suma de nuestras habilidades para exaltar a Cristo” (Ben Maxson, “¿Dónde están los líderes llenos del Espíritu?”, Ministerio Adventista, marzo-abril, 1993, pág. 6).
Es posible que al final de su vida, cuando subió solo por la ladera de la montaña en obediencia a la orden de Dios de morir allí, aquel anciano maravilloso que era un guerrero victorioso, haya pensado que toda su vida había sido un fracaso. Desde antes de nacer había sentido la influencia del profundo deseo de su madre: vivir en la tierra prometida a los padres de su pueblo. Por esa esperanza había desechado los mayores honores que el mundo podía ofrecer. Había soportado los cuarenta años de peregrinación por el desierto, mal comprendido por el pueblo al que amaba tanto y que se rebeló diez veces contra él. Elena de White dice: “Mientras Moisés examinaba el resultado de sus arduas labores, casi le pareció haber vivido en vano su vida de pruebas y sacrificios” (Patriarcas y profetas, pág. 505).
Sin embargo, es el hombre de más éxito en la historia de la humanidad. Y también el más grande. Fue grande, no sólo para su nación, sino para el mundo. La literatura rabínica lo llama el padre de la sabiduría. Dice que de los 50 portales de la sabiduría se le dieron 49. Era tan grande, que tenía igual sabiduría y autoridad que un sanedrín de 71 miembros.
Pero su verdadera grandeza fue: “Y nunca más se levantó profeta como Moisés en Israel, a quien haya conocido Jehová cara a cara” (Deut. 34:10). Cumplió con éxito su misión y fue capaz de decir: “Profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará Jehová tu Dios” (Deut. 18:15).
Moisés fue un tipo de Cristo y en su vida reflejó fielmente el carácter de su Señor. Por eso Dios lo resucitó y se lo llevó, en representación de Aquellos que habrán de resucitar en el día final.
Jesús también alcanzó el verdadero éxito. Sin embargo pareció totalmente derrotado en la cruz. Muy pocos habían creído en él. Todos sus discípulos lo abandonaron. Nadie, excepto el ladrón en la cruz, lo reconoció públicamente como Mesías en esa hora final. Cayó bajo el golpe de la muerte y murió abandonado de Dios y de los hombres. Cuando cerró los ojos, todo era lobreguez opresiva y nada le aseguraba que saldría de la cárcel de la tumba cuyas puertas se habían cerrado sobre él. Pero el éxito final se demostrará cuando Dios lo exalte hasta lo sumo, le dé un nombre que es sobre todo nombre, “en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre’’ (Fil. 2:10, 11). ¿Cuál debiera ser nuestro éxito? “El cristiano que lo es en su vida privada, en la entrega diaria del yo, en la sinceridad de propósito y en la pureza de pensamiento, en la mansedumbre que manifiesta bajo la provocación, en la fe y en la piedad, en la fidelidad en las cosas menores, aquel que en la vida del hogar representa el carácter de Cristo: tal persona, a la vista de Dios, puede ser más preciosa que el misionero o el mártir mundialmente conocido” (Palabras del vida del gran Maestro, pág. 333).
VI. Conclusión
En los días finales de la historia se necesitan obreros a quienes Dios pueda utilizar y a través de quienes se pueda revelar. Cuando los obreros con la misma experiencia de Moisés hagan la obra que Dios les ha encomendado, conmoverán al mundo. Bajo la influencia del poder del Espíritu Santo en la lluvia tardía se realizarán milagros, señales y prodigios. Será el último y más poderoso intento de Dios por salvar a los que no lo conocen. Cuando llegue ese momento sólo podrá utilizar a hombres que hayan muerto al yo y confíen plenamente en él. Hombres que comprueben una vez más el principio establecido en 1 Corintios 1:27: “Lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo, y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia”.
Sobre el autor: Félix H Cortés V egresado de la Universidad de Montemorelos. Es director del Departamento de Jóvenes de la Asociación Central de la Unión Mexicana del Norte, en México.