A lo pobres siempre los tendréis… a la puerta de la iglesia

Y ocurrió de nuevo. Los vi entrar durante el servicio. Seguí predicando como si nada ocurriera, pero dentro de mí comenzó a formarse algo así como un gruñido. Sabía que me esperaban al terminar el culto.

Y así fue. Después que casi todos se hubieron ido, se me acercaron. Pero yo me concentre entonces en las necesidades de los últimos miembros de la iglesia que quedaban, con la secreta esperanza de que se impacientaran y se fueran. Pero ellos tenían mucha paciencia. Y eran persistentes también. Se me acercaron con los ojos fijos en los míos y la mano derecha extendida. El nauseabundo olor a alcohol se mezcló con otros todavía menos placenteros que tuvieron la virtud de evaporar toda compasión en mí. Pero yo me sentía atrapado. Tenía que escucharlos.

Ellos tenían una historia. (Siempre tienen una.) La forma en que perdieron su trabajo, se enfermaron, se quedaron de repente sin hogar. Ahora estaban de camino de Chicago a Seattle donde tenían un pariente muy compasivo y generoso, pero a través de una serie de fantásticos eventos terminaron en el área de la Bahía de San Francisco, acompañados, naturalmente, por la peor mala suerte que ser humano alguno hubiera experimentado en toda la historia.

La historia era absurda. Aceptar aquella historia exigía más fe de lo que yo podía reunir. Me dieron muy pocas razones para confiar en ellos. Las lágrimas que acompañaron el relato no ayudaron tampoco. Ya los había visto antes con frecuencia.

Tuve la clara sensación de que me estaban haciendo una escena, una que habían practicado muchas veces, pero que aun así no era muy buena. Soporte con valor silencioso y temerario todo el primer acto, aun cuando ya sabía como terminaría. Siempre terminaba de la misma manera.

Me pidieron dinero.

“Nosotros siempre trabajamos a través del Ministerio Urbano de Palo Alto para ayudar a aquellos que tienen necesidad”, replique.

Como era de esperarse, casi explotaron de rabia. Solo como medida de precaución, di un paso atrás. “Aquella gente no es buena. No nos ayudaran”.

Viendo que el acto número dos del drama comenzaba, les dije claramente: “Yo confío en la gente del Ministerio Urbano. Si ellos no pueden ayudarles, yo tampoco puedo hacerlo”.

“Yo soy cristiano”, grito, sacudiendo un dedo huesudo y con largas unas muy cerca de mis narices. “Yo sé lo que la Biblia dice acerca de ayudar a aquellos que están en necesidad”.

¡Ah, tal como lo había pensado! Sabía que lo dirían. Mi propio material vuelto contra mí.

Era el mejor argumento que tenían. Y lo que era peor, nunca falla en dar en el blanco. La verdad es que resulta difícil saber exactamente lo que Jesús quería decir cuando nos dijo que deberíamos ayudar a los que padecen necesidad.

Su ejemplo no siempre aclara las cosas. Después de todo, probablemente Jesús simplemente habría sanado su espíritu, alma y cuerpo, con un simple toque o con una palabra.

Me hubiera gustado poder hacer eso también.

Además, parecía que Jesús muchas veces encontraba personas que deseaban una nueva oportunidad. Los “pobres dignos”. Al menos, eso fue lo que ocurrió en la mayoría de sus historias que están registradas. Jesús dijo demasiado poco acerca de cómo ser una ayuda genuina para aquellos que le mienten a usted, que han hecho de la mendicidad un medio de vida, que malgastan su dinero en la compra de cocaína y que ejercitan su inteligencia en tratar de manipularlo a usted.

Pero tampoco nos enseñó como juzgar los motivos con exactitud. De hecho, dijo que no deberíamos juzgar en lo absoluto.

Y sin embargo, no podía ver ninguna alternativa en esta situación. Tenía que hacer un juicio.

Los despedí

Mientras descendían los escalones del templo, me maldijeron, mientras esparcían, hecho trizas por todo el césped de la iglesia, el mapa que les había dado para poder encontrar el Ministerio Urbano.

Observando a mis poco bienvenidos visitantes, comprendí su necesidad. Incluso simpatice con ellos. No había ninguna duda de que estas personas padecían necesidad. ¿No será que estaban enfermos de verdad? Casi seguro que así era, al menos mental y espiritual, si no físicamente. ¿Podrían encontrar un trabajo? Seguro que no. ¿Quién los emplearía? Yo no lo haría. ¿Podrían ayudarse ellos mismos? Aquello también era comprensible. Incapacitados por el alcohol o las drogas o por una enfermedad mental, o por un trágico pasado o porque tenían muy pocos dones naturales, quizá estaban atrapados en un callejón sin salida.

Por un lado, yo anhelaba hacer algo que les diera una mejor perspectiva de la vida. Quería empujarlos hacia una vida más responsable, enderezar las cosas de modo que no siguieran en el mismo estado en que se encontraban.

Por otra parte, yo no creía que la vida, tal como ellos la vivían, fuera gratificante en ningún sentido, o que tuvieran muchos recursos que los ayudaran a cambiar.

Quizá ayudar a la gente sencillamente a continuar existiendo es lo más que podemos hacer por ellos. No porque ello les dé una mejor existencia, sino porque la alternativa es cruel.

Si bien esto no contesta todas las preguntas bíblicas, trabajar a través del Ministerio Urbano me ha dado un poco de paz mental. Antes que comenzáramos este ministerio de distribución interdenominacional, la gente indigente trabajaba en forma metódica todas las iglesias de la ciudad. Para algunos aquello era un pequeño negocio. Al menos ahora tenía la seguridad de que todos los medios disponibles serian distribuidos con más equidad de lo que yo podía hacer en la puerta de la iglesia.

También tengo cierta seguridad de que la gente obtiene lo que necesita para vivir, no meramente para satisfacer una peligrosa adicción. Aunque tengo algunos remordimientos por despedir a la gente de la puerta de la iglesia con las manos vacías, no pido disculpas por no querer ver el dinero de la iglesia gastado en apoyo del consumo de alcohol o el uso de drogas ilegales.

Desafortunadamente, sin embargo, nada de lo que cualquiera de nosotros haya hecho parece acercamos a una solución más satisfactoria. Una de las más perdurables verdades expresadas por Jesús es “siempre tendréis pobres con vosotros” (véase Mat. 26:11). Y eso es precisamente lo que ocurre. Es triste que lo mejor que podemos hacer sea colocar el problema en algún lugar donde no estamos; donde nuestros tiernos ojos no lo vean muy a menudo, o que nuestras delicadas narices no lo huelan.

“Allí, si no fuera por la gracia de Dios, iría yo”, dijo John Bradford, al observar a un grupo de criminales que era conducido a la ejecución. Esto es cierto: la pared entre una vida de éxito y una vida de fracaso es muy delgada. Somos, al menos parcialmente, una serie de aparentes coincidencias genéticas, el nacimiento y el crecimiento por los cuales no podemos recibir culpa o exigir merito alguno. Por la misma razón, un accidente automovilístico, una enfermedad, un cambio bioquímico, una caída en el mercado, una tentación, es lo único que nos mantiene a un paso de la tragedia.

Quizá es para recordamos tales cosas que Dios nos envía gente pobre a las puertas de la iglesia.

Sobre el autor: Loren Seibold es pastor de la Iglesia Adventista de Palo Alto, California.