“¡Quién me diera el saber dónde hallar a Dios!” (Job 23:3), exclamó el afligido Job. Cuando leemos el capítulo 31 del libro de Job, y vemos que Job era un hombre admirable, nos sorprendemos al oírle decir que en cierta medida ha perdido contacto con Dios. Los eruditos de la Biblia dicen que el capítulo 31 de Job puede llamarse el juramento de justificación de Job, porque se justifica de todos los cargos hechos contra él. No había recibido cohecho. Había sido un buen padre, un dirigente misericordioso de su casa y sus siervos. Había alimentado a los hambrientos y dado hospitalidad a los forasteros. Se había mantenido puro moralmente. Había adorado a Dios. Pero parecía que ahora Dios estaba muy lejos. Con cuánta facilidad se puede perder contacto con Dios —en la nación, en la iglesia, en el hogar y en el corazón humano.
Y probablemente lo perdemos porque somos demasiado autosuficientes y dejamos de aferrarnos de su sabiduría y poder. En lugar de un “así dice Jehová”, preferimos nuestras propias autoridades —sabiduría humana en vez del consejo de Dios, poder de la organización en lugar del poder de Dios, riqueza material y seguridad social en vez de la providencia divina. No es extraño que tanta gente pierda a Dios cuando su punto de referencia son sus emociones —la manera como sienten respecto de algo o de alguien—, o lo que dijo cierto profesor universitario.
Algunos pierden a Dios porque su punto de referencia es su experiencia, y rechazan la experiencia de cualquier otra persona. Algunos pierden a Dios en su interpretación privada de la Biblia. Algunos lo pierden en su interpretación privada de los Testimonio.
Sus propias interpretaciones se convierten en la autoridad. Algunos consideran autoridad una revista denominacional, y consideran todas sus declaraciones como pronunciamientos ex cathedra de la verdad. Algunos encuentran su autoridad en la tradición, como los fariseos. Cuando yo formaba parte del personal del Emmanuel Missionary College, pasó mucho tiempo hasta que pudimos desembarazarnos del autoritarismo impuesto por la tradición de lo que se había hecho desde 1880.
Y el Señor ha estado diciendo: “No se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe en sus riquezas. Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra; porque estas cosas quiero, dice Jehová” (Jer. 9:23, 24). ¿Por qué buscamos a tientas a Dios, cuando él dice que no está lejos de ninguno de nosotros?
Algunos parecen incapaces de ver a Dios fuera de la iglesia. Se sienten cerca de él junto al púlpito, pero no en el altar de la familia. Lo encuentran en una interpretación religiosa hecha en el órgano, pero no en el canto de una avecilla. Pablo dijo: “El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas” (Hech. 17:24). ¡Qué declaración asombrosa! ¿Puede ser posible? Esas hermosas catedrales, con sus arcadas góticas, sus artísticas ventanas de vidrios de colores que dan paso a los rayos del sol hacia hermosos santuarios, donde los ornamentos del altar y los cálices de plata se unen al silencio solemne para producir el ambiente devocional —todo esto, dices tú, amado Pablo, que no constituye la morada de Dios. Y mi pobre entendimiento recibe la revelación de que si bien estos santuarios edificados para su alabanza son los lugares donde Dios se reúne con los hombres, él no mora dentro de las paredes de los edificios erigidos por los hombres, aunque los construyan de mármol y cedro del Líbano.
Entonces, ¿dónde podemos encontrarlo? Isaías nos da la respuesta: “Así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en las alturas y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Isa. 57:15).
Sí, Dios mora en la vida humana, y particularmente con aquellos cuyos corazones se rinden a su voluntad. Aunque él mora en la eternidad, condesciende a morar con nosotros en el tiempo, y así como Cristo se hizo carne para vivir entre nosotros, también nosotros podemos hacernos espíritu para estar en comunión con él.
Cierta vez cuando yo tenía gran angustia física, medité en 1 Corintios 10:22: “¿O provocamos a celos al Señor? ¿Somos más fuertes que él?” Y pensé en tantas veces que había procurado resolver los problemas con mis propias fuerzas. Confié en la experiencia, en el orgullo del intelecto, en diversos recursos, para resolver mi problema, y pasé por alto el hecho de que había sido llevado a esa situación difícil para que Dios pudiera revelárseme. Y allí estaba el buen Señor, esperando pacientemente, celoso de los medios que yo utilizaba, cuando con una sola palabra él podía proporcionarme la feliz solución que haría desaparecer mis dificultades. Y cuando sometí mi voluntad a sus designios, él me dio la solución.
En relación con esto, siempre me he maravillado de los medios sencillos que Dios utiliza tan a menudo para resolver problemas al parecer sin solución. Pienso en el pastor africano que vivía en la selva y a quien una mujer con escaso conocimiento de Dios importunaba para que orara por su hijo moribundo atacado de fiebre de la selva. El pastor no sabía nada de medicina, pero había visto que en un hospital aplicaban hielo a los enfermos febriles. Le dijo a la mujer que sería pecar de presunción orar pidiendo hielo cuando había una temperatura de más de cuarenta grados. Pero ella contestó: “Si él es Dios, ¿por qué no puede hacerlo?” El pobre pastor no supo qué hacer, de modo que accedió en vista de la gran fe de la mujer. Mientras oraba, una repentina tormenta amontonó enormes granizos alrededor de la choza. Le aplicó el hielo al enfermo, y éste logró dormir y finalmente sanó. Ahora bien, el Señor pudo salvar al niño sin medios exteriores, pero su Palabra dice: “Conforme a vuestra fe os sea hecho”.
James Gilmour, de Mongolia, no había recibido preparación médica, pero como tantos otros misioneros, tenía que arreglar huesos y extraer dientes dañados. Cierto día un mongol muy gordo cayó y se fracturó algunos huesos. Le pidieron insistentemente a Gilmour que lo atendiera. No sabía cómo descubrir las fracturas. No tenía conocimientos de anatomía. Carecía de rayos X. ¿Qué hacer? Lo había rodeado un grupo de nativos con garrotes, dispuestos a matarlo si no ayudaba al enfermo. ¿Cómo resolvió ese problema el Señor? Envió al grupo al hombre más flaco que fuera dable encontrar. Podían contarse todos sus huesos. Y con la ayuda de este cadáver andante el misionero pudo realizar un buen trabajo de restauración en su paciente.
Dios no es un Dios denominacional —metodista, presbiteriano o adventista. No es un Dios de procedimientos organizativos, un Dios de credos y ritual, un Dios de formas y ceremonias, o un Dios de ayunos y vigilias. Es admirable oírle decir: “He aquí que yo soy Jehová, Dios de toda carne; ¿habrá algo que sea difícil para mí?” (Jer. 32:27).
Pablo dice que Dios “de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra… para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, pueden hallarle, aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros” (Hech. 17:26, 27).
Sobre el autor: Redactor de libros de la Review and Herald.