Por qué muchos sucumben a la tentación virtual y qué podemos hacer para evitarla o vencerla.
Al crear al ser humano, Dios, en su bondad, sabiduría y amor, le concedió atributos de su personalidad: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó” (Gén. 1:27). Inicialmente, la primera pareja no intentaba desobedecer a Dios, en lo tocante a la restricción hecha respecto de no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, porque el Señor le había dicho: “Porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Gén. 2:17). Por otro lado, como sabemos, el enemigo, en forma de una astuta serpiente, sedujo a la mujer, que desobedeció la orden divina y llevó a su esposo a hacer lo mismo. Aun cuando Adán y Eva no hubieran muerto físicamente al desobedecer, algo en ellos murió. Murió la perfección, la voluntad de hacer solo el bien; murió la tendencia a obedecer incondicionalmente a Dios, al igual que a incorporar todos los valores que les fueron repartidos. A fin de cuentas, su naturaleza, antes inmaculada, se corrompió. Con eso, afloró la naturaleza carnal, que tiende a dominar los sentimientos y los impulsos, originalmente implantados para el bien y la felicidad de los seres creados.
Así, como descendientes de la primera pareja, recibimos un doble legado para administrar. Uno es positivo: la consciencia de que todavía somos hijos de Dios, pudiendo amarlo, desearlo y tenerlo con nosotros, pues su imagen fue desdibujada pero no totalmente perdida en nosotros. Podemos permitir que, por su gracia y en su poder, él rescate plenamente en nosotros esa imagen. En contrapartida, tenemos la herencia negativa; es decir, la propensión a, eventualmente, apartarnos de él y desviarnos por caminos que nos llevan a experimentar dolorosas heridas, aflicción, culpa y vergüenza.
Hoy, como ayer
Con la misma sagacidad utilizada en el jardín del Edén, Satanás ha trabajado cada vez más intensamente para explorar esta última faceta de nuestra naturaleza humana, con el objetivo de llevarnos a la caída. Y parece que el campo de la sexualidad es su blanco predilecto. En esta época de alta tecnología, no ha ahorrado esfuerzos en crear nuevas fuerzas de seducción y engaño. Colocándonos ante una computadora y facilitando el anonimato y la privacidad, sabe que puede captarnos para sus propósitos.
Desde el comienzo, es importante que dejemos bien en claro que la tecnología en sí no es mala, ni “cosa del diablo”. En ella, el evangelio encuentra un aliado fuertísimo para su propagación hasta los confines de la tierra, de forma rápida y económica. Internet, con sus vastos recursos (correos electrónicos, msn, salas de chateo, televisión digital), es muy útil para predicar el mensaje que nos fue confiado y agilizar la comunicación administrativa de la iglesia. A pesar de todo, su uso debe ser criterioso y dirigido por el dominio propio. Para eso, necesitamos vigilancia constante y la ayuda de Dios, porque tenemos una naturaleza carnal que clama por satisfacción, lascivia y seducción.
Es por falta de ese dominio, adquirido y mantenido en la dependencia divina, que algunas veces somos sorprendidos con la información de que talentosos pastores, y hasta esposas, fueron arrastrados por el torrente de la inmoralidad virtual. Se perdieron en el horizonte privado y supuestamente anónimo que se abrió ante ellos, al que fueron llevados a exponer sentimientos y deseos inconfesables, sin mostrar sus rostros, poniendo en juego su buen nombre y su futuro. En un viaje, en la soledad de un hotel, en el momentáneo ocio durante el día, en la ausencia del cónyuge y de los hijos, el admirado predicador, el buen esposo y la buena esposa se descubren entrampados por la seducción virtual. Después, queda solo el vacío, el sentimiento de culpa y la desvalorización propia, el sufrimiento, la frustración y la tristeza.
Las causas
En el proceso de solución del problema, no podemos pasar por alto la prevención. Las víctimas de la inmoralidad virtual no son necesariamente individuos sin carácter, incorregibles. Son solo seres humanos, herederos de una carga genética que es frecuente, y marcados por heridas antiguas, necesidades primarias de amor, cuidados y atención, rigidez en exceso en la educación doméstica. Ingredientes estos que trastornan la personalidad de todo individuo, sea trabajador manual, oficinista, intelectual o pastor.
Somos seres que poseemos características heredadas de nuestros antepasados y, en la medida en que crecemos, desarrollamos rasgos de personalidad que forman nuestro carácter. Este proceso diario de construcción del carácter se remonta alos primeros años de la existencia, pues “nunca, durante cualquier período de su vida posterior, una persona aprenderá tan deprisa y tanto como durante sus primeros años”. Esos primeros años fijan raíces que influirán mucho en nuestras actitudes en la fase adulta. Por esta razón, muchos de nuestros actos están determinados por recuerdos impresos en nuestro inconsciente. Son recuerdos que nos llevan a tener actitudes contrarías al estilo de vida cristiano, a todo lo que creemos, sabemos y deseamos poner en práctica. Además, Pablo vivió esta experiencia: “Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” (Rom. 7:18,19).
La secuoya es un bello y gigantesco árbol que existe en los parques de California. El que desea conocer su historia, solo necesita cortarlo y observar los anillos que revelan el desarrollo anual. Uno de ellos, por ejemplo, revela un año de extrema sequía; otro revela vestigios de un incendio que casi cegó la vida del árbol. Otro habla de un año en que llovió bastante. De la misma forma sucede con nosotros. Bastan solo algunos “centímetros” debajo de la corteza que protege la máscara simuladora, y encontraremos registrados los anillos que conforman nuestra vida. Nuestro comportamiento está más permeado por registros en nuestro consciente y en nuestro inconsciente de lo que podemos imaginar.
Como familia pastoral, necesitamos tener en mente que nuestra posición en la iglesia no nos garantiza, por sí misma, el control de todas nuestras tendencias heredadas y cultivadas. Infelizmente, no. Intentar controlar sentimientos reprimidos, por nosotros mismos, es tan inseguro como intentar asegurar una pelota dentro de la piscina. Empujas hacia abajo, presionándola para mantenerla bajo el agua, pero cuando menos lo esperas la bola se zafa, huyendo de tu control. Y cuanto más sumergida, o “reprimida” esté, más alto saltará.
Con el fin de controlar nuestros sentimientos e impulsos viciados, necesitamos reconocer nuestras limitaciones y clamar el auxilio divino.
Como Pablo: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Rom. 7:24, 25). O como David: “¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos” (Sal. 19:12).
La solución
Todos los que lo deseen, pueden ser libres de la compulsión de cualquier vicio, incluyendo la sexualidad virtual que hoy invade el santo campamento de Dios. El primer paso en dirección a la victoria es el reconocimiento del problema. De nada vale fingir que la tentación no existe, pues puede atacar a los mejores entre nosotros. Luego, se debe buscar inmediata ayuda especializada, con un psicólogo cristiano. No se debe intentar racionalizar. No se trata sencillamente de controlar la voluntad; pues aun cuando todos deseamos vivir la pureza que predicamos, las caídas sucesivas pueden robar energías.
Recordemos, querido pastor y querida colega esposa de pastor, que somos un proyecto de Dios. “Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal […]. Entonces me invocaréis, y vendréis y oraréis a mí, y yo os oiré; y me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón” (Jer. 29:11-13).
El Señor espera que le entreguemos nuestra carga (1 Ped. 5:7), para que seamos liberados. Podemos, entonces, someter a él nuestros traumas, carencias, tristezas y recuerdos del pasado; las decisiones del presente y las expectativas del futuro. Él tendrá cuidado de nosotros. No nos olvidemos jamás de que “cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (Rom. 5:20). Nadie necesita ser derrotado.
El sentimiento de culpa, escribió Elena de White, “[…] debe ser depositado a los pies de la cruz del Calvario. La sensación de pecaminosidad ha emponzoñado las fuentes de la vida y de la verdadera felicidad. Pero ahora Jesús le dice: Deposítalo todo en mí; yo tomaré tus pecados, te daré paz. No sigas destruyendo tu respeto propio, porque yo te he comprado por el precio de mi propia sangre. Eres mío; fortaleceré tu voluntad debilitada; eliminaré el remordimiento que te causa el pecado” (Mente, carácter y personalidad, t. 2, p. 467).
Dios nos llamó para ser vencedores. En él, lo podemos todo.
Sobre el autor: Coordinadora de AFAM en la Asociación Amazonia Ocidental.