El autor examina los diferentes conceptos que tenían los antiguos en cuanto al pecado y el juicio

Los antiguos poseían una conciencia de pecado, un sentido de lo que estaba moralmente erróneo o correcto, que prácticamente no difería de los conceptos más modernos. También tenían un conocimiento de un juicio en el más allá, creyendo que luego de esta vida terrena deberían enfrentar un tribunal divino que decidiría su felicidad o desdicha en el más allá.

Al descubrir que los antiguos tenían conocimiento de lo que era el pecado y que temían un juicio divino en este mundo o en el más allá, vemos que el apóstol Pablo estaba en lo correcto en sus declaraciones acerca de los paganos de su tiempo. Dijo que ellos “hacen por naturaleza lo que es de la ley”, aunque no tenían ley, y con ello están “mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio en su conciencia y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos” (Rom. 2:14, 15).

Si bien la verdad de estas palabras puede ser fácilmente autenticada por el estudio de las doctrinas religiosas de romanos y griegos, en este artículo nos remontaremos en la historia hacia el pasado para demostrar que los antiguos babilonios (incluyendo también a los súmenos y asirios) y los egipcios reconocían las sentencias de una ley moral divinamente instituida, conocida por los creyentes judeo-cristianos como el Decálogo.

El pecado entre los babilonios

Numerosas son las oraciones, himnos y textos de admonición que han salido a luz durante el último siglo y medio entre – literalmente- miles de tablillas cuneiformes escritas por el antiguo pueblo del valle mesopotámico. Estos textos religiosos nos dan una amplia visión de sus sentimientos, esperanzas y temores. Intentaron encontrar respuestas a preguntas universales, como por que algunos hombres sufren más que otros de desgracias o calamidades, consideradas como castigos divinos. En uno de estos textos babilónicos se formulan las siguientes preguntas:

“¿Ha cometido pecado contra un dios o contra una diosa?

¿Ha hecho violencia a alguien de mayor edad que él?

¿Ha dicho sí en lugar de no, o no en lugar de sí?

¿Ha utilizado una balanza falseada?

¿Ha aceptado un informe equivocado?

¿Ha levantado hitos falsos?

¿Ha forzado la casa de su prójimo?

¿Se ha acercado a la mujer de su prójimo?

¿Ha derramado la sangre de su prójimo?”[1]

Estas preguntas indican que los antiguos babilonios consideraban no sólo los pecados contra los dioses como una causa de castigo en esta vida, sino que también entendían que los pecados contra la sociedad requerían el castigo divino. Es obvio para cualquiera que conoce su Biblia, que estos pecados son los mismos que están enumerados en la segunda parte de los Diez Mandamientos de la Biblia. Este texto nos demuestra, claramente, que los antiguos babilonios sabían qué era moralmente bueno o malo.

En realidad, el antiguo pueblo de la Mesopotamia era tan consciente de su naturaleza pecaminosa y de la necesidad de perdón que frecuentemente incluían en sus oraciones urgentes pedidos de perdón. Por ejemplo, una antigua oración sumeria incluye estos pedidos de perdón de los pecados cometidos en ignorancia:

“Oh Dios al que conozco o no conozco, mis transgresiones son muchas; grandes son mis pecados.

Oh diosa a la que conozco o no conozco, mis transgresiones son muchas; grandes son mis pecados.

Las transgresiones que he cometido, en verdad no las conozco; los pecados cometidos, en verdad no los sé…

Las transgresiones que he cometido, haz que el viento se las lleve; quita de mí mis delitos como un manto.

Oh mi dios, mis transgresiones son siete veces siete; quítalas de mí; oh mi diosa, mis transgresiones son siete veces siete, quítalas”.[2]

Otra antigua oración, que lleva una indicación que demuestra que podía ser utilizada por sacerdotes o penitentes, evoca claramente en sus súplicas expresiones similares a las utilizadas en algunos de los salmos de David. De hecho, si no supiéramos que esta oración viene de los labios y la pluma de un antiguo politeísta y por lo tanto está dirigida a un dios y a una diosa puede, fácilmente, ser erróneamente tomada como una cita del salterio bíblico:

“Oh mi dios, que estás airado, acepta mi oración, oh mi diosa, que estás airada, recibe mi súplica… contémplame con piedad y acepta mi súplica. Perdona mis pecados, haz que mis transgresiones sean borradas. Arranca las ataduras, quita la sentencia. Que los siete vientos alejen mis lamentos. Yo despediré mi iniquidad, que los pájaros la lleven a los cielos. Que los peces se lleven mi miseria, que los ríos la arrastren muy lejos. Haz que las bestias de los campos la quiten de mí. Que las aguas corrientes de los ríos me laven hasta limpiarme”.[3]

El juicio en el más allá

Los babilonios tenían una visión muy pesimista acerca del más allá. Su averno, el reino de los difuntos, era una tierra sombría, llena de polvo, donde el pan era amargo y el agua salada, y donde los muertos usaban mantos de plumas para protegerse del frío. Se creía que durante la noche sus necesidades de luz, comida y bebida eran suplidas por el dios sol.

Sin embargo, no se han podido encontrar descripciones detalladas de un concepto de juicio luego de la muerte en la literatura cuneifome del antiguo pueblo mesopotámico, aunque se llama jueces a diferentes dioses en sus textos. Ellos creían que Ereshkigal, la hermana de Inanna (Ishtar), era la diosa del submundo, y que los siete jueces sentados frente a ella pronunciaban la sentencia de muerte sobre el difunto, cuando éste entraba en su reino. En los textos disponibles nunca se nos declara la naturaleza de esta sentencia, pero se dice que los nombres de los muertos serían registrados por Geshtinanna, el escriba del averno, en las tabletas de registro, para que pudiesen llegar a ser moradores legítimos del mundo subterráneo.

La tablilla décimo segunda de la Epopeya de Gilgamesh que, desafortunadamente, ha sido conservada sólo fragmentariamente, así como otros textos, contiene insinuaciones en cuanto a que el bienestar en el más allá de la persona muerta se creía que dependía de la forma en que moría, si su cuerpo recibía un funeral decente, y si sus familiares sobrevivientes continuaban ofreciendo los sacrificios mortuorios proscriptos para él. Tampoco se nos dice claramente si la suerte de los muertos buenos era considerada como la misma de los criminales. De hecho, uno encuentra, al leer los registros cuneiformes de la Antigua Mesopotamia, que los súmenos, babilonios y asirios tenían, aparentemente, una creencia más bien vaga en relación a la expectativa de vida en el más allá.[4]

El pecado entre los egipcios

En contraste con el pueblo de Mesopotamia, que se remitía a sí mismo a la misericordia de los dioses para asegurarse el perdón de sus pecados, los antiguos egipcios creían que era posible convencer a los dioses de su inocencia. El medio para lograr esto era utilizar las fórmulas correctas y mágicas que hacían afirmaciones de inocencia. Estas solemnes declaraciones de inocencia, muchas de las cuales han llegado a nuestras manos, contienen una lista específica de malas acciones que el propietario del documento niega haber cometido. Estas demuestran, inequívocamente, que los antiguos egipcios conocían muy bien qué era lo bueno y lo malo.

Estas declaraciones de inocencia son generalmente llamadas “confesiones negativas”, y se encuentran en el “Libro de los Muertos”, un antiguo documento egipcio que describe la suerte que tendrían los muertos al alcanzar el mundo subterráneo. También contiene las fórmulas que debían utilizar al enfrentar a sus jueces, al entrar en el averno. El siguiente es un ejemplo:

“No he blasfemado a ningún dios.

No he hecho violencia al pobre.

No he hecho lo que los dioses abominan.

No he matado.

No he aumentado o disminuido la medida del grano.

No he agregado a las pesas de la balanza.

No he hecho mal.

No he robado.

No he sido codicioso.

No he dicho mentiras.

No he cometido adulterio”.[5]

Quizá sonriamos ante la ingenuidad de pensar que podían apaciguar a sus jueces divinos al tener las respuestas correctas preparadas cuando tuvieran que dar cuenta de su vida en la tierra. Sin embargo, sea que aceptemos o no sus pretensiones de haber sido siempre ciudadanos correctos en relación con la ley, que buscaban el bien y evitaban el mal, hay algo que es claro: los antiguos egipcios sabían qué era lo bueno y lo malo, y esperaban un castigo en el más allá si los registros de malas acciones como adulterios, mentiras, robos o aun codicia fueran presentados en contra de ellos.

Se conocen sólo unos pocos casos en los cuales un antiguo egipcio llega a admitir haber hecho una mala acción. Tales admisiones eran hechas sólo en caso de que una calamidad, considerada como un castigo divino, hubiera caído sobre la persona. La siguiente parte de un texto fúnebre contiene una admisión de culpa. Cuenta de alguien que había quedado ciego y atribuía su desgracia a un falso juramento que había hecho anteriormente:

“Yo soy el que juré en falso por Ptah, señor de la verdad; y él me hizo contemplar las tinieblas del día. Declararé su poder al que no lo conoce, y también al que lo conoce, al grande y al pequeño: ¡guardaos de Ptah, señor de la verdad’”[6]

Estos ejemplos, de confesiones tanto negativas como positivas, nos demuestran claramente que los antiguos egipcios, al igual que sus contemporáneos de Mesopotamia, estaban familiarizados con lo bueno y lo malo, y sabían que el pecado no los podía recomendar a los dioses que, creían, controlaban su bienestar en esta vida y determinarían su condición eterna en el más allá.

El juicio en el más allá

Hay una marcada diferencia entre egipcios y babilonios con respecto al juicio en el más allá. En tanto que sabemos muy poco de lo que pensaban los babilonios en relación con su suerte en el más allá, los egipcios han dejado numerosos registros de sus creencias. Estos textos fúnebres van desde “los textos de la Pirámide” del reino antiguo, pasando luego por los “textos de los ataúdes” del reino medio hasta el “Libro de los Muertos” del reino nuevo. En el transcurso de casi tres mil años sus creencias cambiaron en algunos aspectos, como lo ilustran estos diversos textos. Sin embargo, limitaremos nuestra breve discusión a los períodos posteriores de los cuales han sobrevivido algunas copias muy elaboradas del “Libro de los Muertos”. Estos describen en detalle, tanto en palabra como dibujo, lo que una persona podía esperar que le ocurriera luego de la muerte, y cómo podía asegurarse un resultado favorable en el juicio ante sus jueces divinos.

De acuerdo con el “Libro de los Muertos”, el difunto debía comparecer ante Osiris, el dios del averno, el gran juez que era asistido por 42 asesores o “jueces de los muertos”. Se muestra al difunto conducido por Anubis, un dios con cabeza de chacal, para enfrentar a sus jueces. Allí se coloca su corazón en un platillo de una balanza y es pesado en contraposición con “la verdad”, representada por una pluma depositada en el platillo opuesto. El dios Thoth, con cabeza de halcón, supervisaba todo el procedimiento y registraba los resultados en una tablilla. Luego el difunto debía recitar sus “confesiones negativas” mencionadas anteriormente, con esmero, primero en términos generales, dirigidas a todo el tribunal reunido, y luego a cada uno de los 42 jueces individualmente. Al pie de la balanza había un monstruo, mitad hipopótamo y mitad cocodrilo, que esperaba el dictamen del tribunal. Si el difunto no lograba convencer a los jueces de su inocencia, el monstruo lo devoraría privándolo así de la vida eterna. Por otra parte, si era absuelto, se lo admitía en el “otro mundo” para continuar su existencia sin fin en circunstancias muy placenteras, aunque similares a las que estaba acostumbrado en la tierra.

Para el caso de que el difunto no pudiese recordar correctamente las fórmulas, se colocaba una copia del “Libro de los Muertos” en el ataúd con su cuerpo momificado. Aquellos que no tenían recursos para tener una copia completa del extenso documento, debían satisfacerse con algunas porciones más breves o resúmenes. A veces un gran escarabajo de piedra se colocaba sobre su corazón, el único órgano interno que era dejado en la momia, y este amuleto en forma de escarabajo contenía una inscripción que decía en parte: “¡Oh mi corazón, la parte más íntima de mi ser! No estés en contra de mí al testificar ante el tribunal”.[7]

Así que, aunque hemos descubierto grandes diferencias en la forma en que los pueblos de los valles de la Mesopotamia y del Nilo pensar ban escapar del futuro castigo divino por si malas acciones, notamos un factor en común. Todos ellos sabían que había pecados que, tarde o temprano, ya fuese en este mundo o en el porvenir, traerían aparejado un castigo sobre el transgresor. Los babilonios imploraban misericordia mientras que los egipcios ponían su confianza en fórmulas mágicas. Los babilonios creían en alguna clase de juicio en el más allá, aunque es muy poco lo que sabemos acerca de sus doctrinas específicas. Por otra parte, conocemos casi cada detalle de las creencias de los antiguos egipcios en relación con el juicio divino que esperaban enfrentar después de esta vida.

Sobre el autor: Siegfried H. Horn, Ph. D., actualmente jubilado, fue profesor de Arqueología e Historia de la Antigüedad del Seminario Teológico de la Universidad Andrews, Michigan, Estados Unidos.


Referencias

[1] Leonard W. King, Babylonian Religion and Mythology (Londres, 1899), págs. 218, 219.

[2] Ferris J. Stephens, citado por J. B. Pritchard, editor, en Ancient Near Eastern Texts Relating to the Old Testament (Princeton, 1950), págs. 391, 392.

[3] King, op. cit., pág. 212.

[4] Para un estudio sobre la doctrina babilónica en cuanto a la muerte y el más allá, véase Alexander Heidel, The Gilgamesh Epic and Oíd Testament Parallels (Chicago, 1946), págs. 137-223; Dietz O. Edzard en H. W. Haussig, editor, Gotter und Mythen im Vorderen Orient (Stuttgart, 1965), págs. 130-132.

[5] John A. Wilson en Pritchard, op. cit., págs. 34, 35.

[6] Esta es parte de una inscripción de una antigua lápida egipcia. Estela 589, en el Museo Británico. Battiscombe Gunn, “The Religion of the Poor in Ancient Egypt”, Journal of Egyptian Archaeology, 3 (1916), 88.

[7] Georges Posener, A Dictionary of Egyptian Civilization (Londres, 1962), pág. 253.