Mi vida era como un libro de historia. El principio era propenso al error y doloroso. Curiosidad juvenil, ignorancia voluntaria y decisiones equivocadas contribuyeron a colocarme en la rápida vía que conduce de la niñez a la edad adulta. Insatisfecho e irrealizado, necesitaba algo que le diera propósito a mi vida. Fue entonces cuando mi historia cambió, y el guión fue mejor de lo que jamás pude imaginar o planear.

            Comenzaba el verano de 1979 cuando entregué mi corazón a Cristo. Yo tenía un nuevo amo, y él estaba en el control. La parte más impelente de esta nueva vida era una profunda ansiedad por hablar a otros de mi hallazgo. Esta era mi vocación. Yo sería un ministro de las buenas nuevas. Tenía que compartir ahora lo que me había tocado y cambiado, con el propósito de que hiciera lo mismo por otros. No había nada que pudiera interesarme más. No pasó mucho tiempo sin que mis talentos y habilidades singulares para el ministerio fueran reconocidos. Como resultado, fui elegido para cumplir ciertas asignaciones especiales en el ministerio.

            Con el paso de los meses y los años vi lo que el Espíritu Santo hacía a través de mí. Ya había encontrado lo que sería mi contribución para este mundo. Era emocionante. Hacía la diferencia. Veía de primera mano vidas cambiadas y muchas personas se entusiasmaban con Jesús. La vida era buena, o por lo menos así pensaba yo. Porque con cada trabajo o proyecto especial, reuniones evangelísticas, reavivamientos, o semanas de oración, yo estaba construyendo una pared que se hacía cada vez más alta. Esta pared simbolizaba mis éxitos y logros. Sobre ella yo me veía alto. Y, sin embargo, difícilmente habría lugar en esa pared para mí, ya no digamos para mi familia, mis amigos, e incluso para Uno que yo pretendía amar en forma suprema: Jesús. Sin embargo, yo sentía que la vida era buena y todo estaba bien.

            La historia de mi vida se estaba desarrollando ahora mucho mejor que en el pasado. No había ninguna señal de alarma. Yo estaba destinado a tener un final feliz. Nunca me imaginé que mientras más alta se tomara aquella pared, más distante estaría yo de aquellos a quienes profesaba amar.

            Este distanciamiento comenzó con Cristo. Estudiaba sólo para predicar un poderoso mensaje o para tener la información más correcta y al día para las muchas personas que dependían de mí para su crecimiento espiritual. Había perdido de vista mis propias necesidades de crecimiento y de comunión con el Salvador. Mientras más alta se volvía mi pared, más lejos parecía encontrarme de Cristo.

            El distanciamiento continuó con mi esposa. Empecé a descuidarla por causa del ministerio. Suponía que ella comprendería mi llamado y tomaría su lugar correcto detrás de la obra que yo amaba tanto. Razonaba que, si iba a hacer lo mejor profesionalmente, ella se sentiría orgullosa de permanecer al pie de mi pared, apoyando lo que consideraba mi verdadera tarea vocacional. Sin embargo, al no darle la atención debida, nuestras relaciones comenzaron a debilitarse poco a poco.

            La muralla afectó también a mi familia. Yo estaba demasiado ocupado, y por lo tanto no visitaba a mis padres, mis hermanos, ni asistía a reuniones familiares, para establecer lazos afectivos con mis sobrinos, sobrinas y primos y también amistades íntimas. Estaba en la parte más elevada para bajarme de mi muralla, y no había lugar allá en la cumbre para todo esto.

            Fue en este punto donde se rompió mi equilibrio. Habiéndome separado de todos los que verdaderamente me amaban, tuve “éxito”, pero me convertí en un pobre solitario. Navegaba en la cresta de la excelencia pastoral, pero todo era obra mía. Anhelaba desesperadamente alcanzar a mi esposa, mi familia, mi Dios, pero no sabía cómo hacerlo. Me parecía que todos mis intentos de acercarme a ellos eran resistidos o tratados con indiferencia.

            Ellos se habían adaptado. Habían aprendido a manejar sus vidas sin mí, o por lo menos así me parecía entonces. Con esta pérdida de equilibrio, el ídolo de barro tuvo una enorme caída.

            Comencé a engullir las expresiones de aprecio de otros en grandes cantidades. Usaba las atenciones que me daban para llenar el vacío que se había producido en mi vida. Mis necesidades comenzaron a ser suplidas por aquellos a quienes servía. Las necesidades de comunicación y relación, de pertenencia, de sentirme especial, ya no eran suplidas por Dios o por mi familia, sino por aquellos con quienes y por quienes trabajaba. Ya no escuchaba palabras de aliento de mi esposa, sino de aquellos que, según yo, me comprendían a mí, mi trabajo, y mi ahora descabellado propósito. Mientras más atención les prestaba a otros, menos atención le daba a mi esposa. Mientras más hablaba con los demás, menos lo hacía con mi esposa.

            Mientras más hacía a un lado a mi esposa respecto de lo que pensaba, sentía y deseaba, más necesitaba interiormente a otros. Me tambaleaba como un borracho en la cima de mi muralla. Sabía lo que necesitaba, y dónde suplir esas necesidades, pero como el droga- dicto, pasé por alto las fuentes ordenadas por Dios que generosamente me había dado en mi esposa, mi familia y mi Salvador, y buscaba satisfacción en aquellos por quienes trabajaba.

            De repente fui sacudido por grandes acontecimientos. La noticia de que mi madre había muerto me derrumbó. Nunca mi ser entero había sentido un dolor igual. Pero tenía que ser fuerte. Otros me necesitarían. Debía mantener unida a la familia. Mis hombros serían el cojín donde ellos podrían descansar y de donde podrían extraer fuerzas. Yo tendría que secar lágrimas, sostener las manos y estar siempre presente. Me apoyaría en mi muralla, porque esto era lo que la familia necesitaba. Sin embargo, estaba descuidando la mayor de todas las necesidades: las mías.

            Cuando los demás habían superado la prueba, la mía no había hecho sino comenzar. ¿A quién le hablaría? ¿Sobre qué hombros me reclinaría? ¿Quién me ayudaría a secar mis lágrimas o sostener mis temblorosas manos? La respuesta cambiaría mi vida para siempre. Un mes después de la muerte de mi madre, durante un concierto que yo promoví, el coro cantó un antiguo himno espiritual, titulado: “Sometimes I Feel Like a Motherless Child” (A veces me siento como huérfano). Mientras lo escuchaba la pena y el dolor me abrumaron. Me retiré a un lugar privado donde esperaba pasar unos momentos a solas para encontrarme conmigo mismo.

            Pero allí me encontré con una mujer a quien yo había ayudado tiempo atrás, cuando pasaba por momentos difíciles. Ahora ella estaba allí para ayudarme a mí. Comenzó abrazándome y terminó besándome. Pero eso sólo fue la primera noche. El ídolo de barro ya no tambaleaba. Iba de picada. No sabía cuánto tiempo hacía que yo no era amado ni deseado. Y ahora sentía todo eso. Perdí todo sentido de lo correcto y lo incorrecto. La pasión por mi esposa de la cual me había despojado a través de los años, estaba siendo compartida ahora con otra mujer. “¿Qué estoy haciendo?” La respuesta fue el estruendo de la caída. El ídolo de barro tuvo una enorme caída.

            ¿Cómo había yo llegado hasta aquí? Un lugar llamado infidelidad, deshonestidad, engaño, adulterio. Sí, el hombre de propósitos firmes, llamado por Dios, había caído. Yo sabía que este problema debía arreglarse. El desliz debía corregirse y no repetirse nunca más. Debía mantenerlo en secreto. Quizá con el paso del tiempo sería como si nunca hubiera ocurrido. Pero ésta no era sólo una caída, ¡era una enorme caída! No ocurrió una noche, sino durante muchos años. Había sido inducida por un inflado pero falso sentido de la importancia de mi trabajo y de mi ego. Fue perpetuada por el descuido de la esposa que Dios me había dado, por ignorar la familia en la cual él me había colocado. Había sido fortalecida al alimentar y nutrir a todos los demás menos a mí mismo. Si bien era un daño que yo había ocasionado, era imposible que yo mismo pudiera arreglarlo. No podían repararlo mis amigos, mis familiares, o algún otro hombre de Dios. “Todos los caballos del rey y todos los hombres del rey no bastaban para reunir y pegar los pedazos del ídolo de barro”.

            Esta caída produjo sacudidas que, a pesar de todos mis esfuerzos, no pude detener y reparar. Las piezas rotas comenzaron a herirme desde adentro y posteriormente en otras áreas de mi vida. La caída hizo añicos mi hogar e hirió a mi esposa y a mis hijos. Acabó sin misericordia con la carrera que tanto amaba y en la cual había sido tan eficiente. Dejó confusos a mis amigos, colegas, y a aquellos a quienes había ministrado. Las piezas rotas todavía están allí a pesar de los años transcurridos después de la caída. De vez en cuando alguien pisa algunas de las piezas rotas de mi vida quebrantada y se lastima indefectiblemente. A veces también descubro alguna pieza rota tirada en alguna parte de mi vida que consideraba ilesa por mi fracaso, dejándome confundido y frustrado. ¿Cómo puede corregirse un error tal? La verdad es que probablemente nunca se arregle del todo. Cuando un pastor en quien muchos confiaban cae, no importa cuál sea la razón, la vida nunca más puede ser la misma.

            ¡Pero Jesús puede arreglarlo! Él es el Alfarero Maestro, especializado en componer lo resquebrajado, roto y arruinado. Su amor por el pecador nunca deja de ser. Es imperecedero y firme. El anhela sanamos. Tenemos que reconocer que un fracaso moral es mucho más que un acto sexual. Es un ego, una actitud en la cual uno piensa más elevadamente de sí mismo de lo que debe pensar. Es el descuido de las personas que verdaderamente cuentan en la vida: la esposa, los hijos, padres, hermanos, amigos íntimos, y por, sobre todo, Jesucristo. El deterioro de esas relaciones no ocurre de la noche a la mañana. Y lo mismo sucede con la restauración. Y puesto que toma mucho tiempo, permita que la curación comience ahora mismo. Permita que Jesús recoja los fragmentos de su vida arruinada y la reconstruya de nuevo. Esto es más importante que cualquier otra cosa. Él es nuestra única salvación. Cuando nos alejamos de él, Dios sabe dónde nos encontramos y cómo traemos de regreso.

            Si bien el pecado sexual nos aparta de Dios, no nos pone fuera de su alcance. Su mano amorosa no se acorta para salvar. “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto… “ (Juan. 3:14). Así como los israelitas en el desierto tomaron aquello que los había herido y lo levantaron hacia Dios y fueron sanados, así podemos llevar a Cristo nuestros errores y pecados, levantarlos hasta Dios en oración y fe, y confiar en que él nos sanará. Cada día descubro más facetas del poder que Dios tiene para restaurar, reparar y limpiar lo que ha sido manchado y arruinado por el pecado sexual. ¡Usted también puede!

Sobre el autor: Es un pseudónimo.