Debemos buscar cada día el bautismo del Espíritu Santo con la disposición de entregarnos a su dirección tanto personal como profesionalmente.

¿Qué es el éxito en el ministerio pastoral? A menudo, juzgamos el éxito ministerial con la misma norma que aplicamos al éxito secular. En los negocios, por ejemplo, el éxito se mide en términos de una mayor producción, operaciones más amplias, ganancias más abultadas, una organización más imponente y un personal más numeroso. Puestos más importantes, mejores y más elevados, son los signos de un hombre de éxito.

Después de servir a la iglesia como pastor por cerca de 25 años, he llegado a descubrir que en ella también se aplica una filosofía similar de evaluación del rendimiento ministerial, que nos lleva casi inconscientemente a determinar de acuerdo con sus pautas el éxito de un ministro. Esa filosofía nos ha animado a creer que una mayor productividad (mayor cantidad de bautismos), operaciones más importantes (edificios más grandes y más modernos), una organización más desarrollada, con bastante personal (el pastor principal con unos cuantos ayudantes), o llegar a ser presidente de la Asociación, son los criterios por medio de los cuales podemos medir el éxito en el ministerio.

La promoción de los criterios acerca del éxito

Este concepto acerca del éxito a menudo se exalta cuando llevamos a las reuniones de ministros a pastores de mucho éxito. Si esto se hace para demostrar ante los asistentes cómo se puede lograr que la iglesia crezca, cómo se puede conseguir más dinero o cómo se puede ser más impresionante, consciente o inconscientemente estamos poniendo en práctica esas pautas seculares para lograr el “éxito” en el ministerio.

En resumen, en esos casos, se está comunicando este sencillo mensaje: “Esto es el éxito, y así se lo debe lograr”. Después de esas reuniones, podemos quedar medio abrumados, y hasta un tanto derrotados, y tal vez sin saber mucho el porqué; después de todo, se acaba de demostrar lo que es el éxito realmente. Si después de varios años en el ministerio mi iglesia no se ha convertido en una “superiglesia”, con un numeroso séquito de ayudantes, eso significa que, como pastor, yo soy algo bastante parecido a un fracaso.

Hay otra conclusión que es casi ineludible para algunos: “No estoy viviendo cerca de Dios. Si como pastor estuviera más íntimamente relacionado con él, mi iglesia estaría creciendo fenomenalmente. Algo debe de andar mal entre el Señor y yo… o, por lo menos, algo anda mal conmigo; punto”

Un concepto diferente

El libro de los Hechos nos revela que a ciertos individuos Dios los eligió para usarlos en una forma más dramática que a otros. Mientras que a Pedro y a Juan se los menciona con frecuencia, a los otros discípulos no se los nombra en esa proporción; pero estoy seguro de que ellos también servían al Señor con fidelidad, tanto como los que aparecen con más frecuencia.

Sólo porque a algunos discípulos no se los menciona en forma tan destacada como a otros, no quiere decir que tuvieron menos éxito en su servicio, o en la actividad a la que se los llamó. Cada discípulo tenía un propósito determinado en el plan de Dios para el avance del evangelio. Mientras cumplieran ese plan, tendrían éxito en su ministerio para el Señor.

Es posible que Pedro, Juan y Pablo hayan hecho más para el Señor que los otros discípulos. Pedro, por ejemplo, vio que miles aceptaban a Cristo como resultado de su ministerio; tres mil como consecuencia de un solo sermón. No leemos que Santiago haya tenido un éxito tan fenomenal en la ganancia de almas; pero lo vemos presidiendo una importante reunión que tuvo que dirimir un asunto que podría haber causado la división de la naciente iglesia (Hech. 15).

No parece que Dios haya llamado a Pedro, Juan y Pablo para ser esa clase de mediadores; aunque es cierto que Pedro y Pablo desempeñaron papeles importantes en el Concilio de Jerusalén. Pero esta mediación fue el cometido que Dios designó para Santiago, y no para los otros discípulos.

Cuando estudiamos el ministerio de Pablo, parecería que él logró que más gente aceptara a Cristo que cualesquiera de los apóstoles originales. Llevó el evangelio a todo el mundo conocido en ese entonces; fundó muchas iglesias en numerosos países. Pero ¿significa esto que él tuvo más éxito que los otros? No. Sencillamente, llevó a cabo el ministerio para el que el Señor lo había llamado; un ministerio diferente del que les encargó a los demás.

Observamos los mismos diversos ministerios en las vidas de los siete diáconos originales. A Felipe se lo llamó para que fuera evangelista; leemos algo acerca de su servicio en el capítulo 8 de los Hechos. Esteban llegó a ser un maravilloso expositor de la Palabra de Dios. El Señor llevó a cabo “grandes prodigios y señales entre el pueblo” por medio de Esteban (Hech. 6:8). No leemos que la mayoría de los otros diáconos, los cinco restantes, hayan realizado tales maravillas.

¿Significa esto que Esteban y Felipe tuvieron más éxito que los demás? No; nadie puede llegar a semejante conclusión. De nuevo, a cada diácono se lo llamó para que llevara a cabo un ministerio específico y, mientras estuvieran cumpliendo el propósito de Dios, tendrían éxito. Pero, a los ojos humanos, pareciera que algunos tuvieron más éxito que los otros.

A semejanza del cuerpo

En su primera Epístola a los Corintios, Pablo usa la ilustración del cuerpo humano para describir las diversas funciones de los miembros de la iglesia. Cada miembro o cada parte del cuerpo cumple su función específica. Algunos funcionan en forma más visible que otros. Algunos miembros del cuerpo son menos importantes que otros. El corazón, por ejemplo, sería más importante que el apéndice.

Lo importante es que cada miembro y cada órgano tiene su función, ya sea visible o no, ya sea importante o no. Cuando se observa el cuerpo humano, es fácil determinar la función de cada parte y si ese miembro está funcionando con éxito. En el cuerpo espiritual de Cristo (la iglesia), es mucho más difícil hacer esa evaluación.

En cada caso, depende del criterio que sostengamos para determinar lo que es el éxito.

Esto nos remite nuevamente al comienzo de este artículo. Si decidimos que el éxito consiste en que el pastor bautice cincuenta personas cada año, que el diezmo aumente en un cien por cien en el mismo período y que la iglesia organice una congregación nueva cada tres años, entonces, si esto no está sucediendo, nos parece que el pastor no está teniendo éxito. Y probablemente él crea lo mismo.

Pero, ¿qué pasa si Dios no llama a cada pastor para que haga exactamente el mismo ministerio de los demás? ¿Qué pasa si Dios llama a alguno para que sea Pedro, a otro para que sea Juan, o Santiago, o Pablo o Bartolomé? Pienso que el argumento es claro.

Yo creo que Dios llama a cada pastor para que lleve a cabo una misión específica en su ministerio. También creo que el Nuevo Testamento ilustra esto por medio de los ministerios de las diversas personas que menciona. Cuál es esa misión llegará a ser cada vez más claro a medida que el pastor trate de entender el llamado de Dios para él (o ella), y que el tiempo y las circunstancias aclaren las cosas.

Los resultados que obtenga cada pastor variarán muchísimo. Lo importante es que los pastores pongan sus manos en las de Dios, sigan llenos del Espíritu, se sometan a su dirección y hagan lo mejor posible para servir a Dios en el lugar en que se encuentren.

Una ilustración del éxito

En un libro titulado They Found the Secret [Encontraron el secreto], V. Raymond Edman presenta breves rasgos biográficos de hombres y mujeres que vivieron durante los dos últimos siglos, y cómo encontraron la misión de Dios para sus vidas. Uno de ellos, Samuel Logan Brengle, ilustra claramente los argumentos de este artículo.

Aceptó a Cristo siendo aún joven, y llegó a ser predicador itinerante de la Asociación Metodista del Noroeste de Indiana, en los Estados Unidos. Después de dos años, asistió a un seminario en Boston.

La “ambición (de Brengle) era ser un gran predicador, y buscó el poder del Espíritu Santo para conseguirlo. Creía que un gran predicador le daría más gloria a Dios que uno mediocre.

“Por fin, totalmente desesperado, le dijo al Señor en oración: ‘Señor, quiero ser un predicador elocuente, pero si con mi tartamudez y mi dicción defectuosa te puedo dar más gloria que con la elocuencia, entonces deja que siga tartamudeando y pronunciando mar”.[1]

A medida que Brengle trataba de lograr una experiencia más íntima con el Señor, él lo fue guiando para que comprendiera más plenamente el tema de la gracia de Cristo. Como resultado de la conducción divina, pudo experimentar el derramamiento del Espíritu Santo en su vida y su ministerio.

Describe con estas palabras su experiencia: “Era una revelación indescriptible. Un cielo de amor se derramó sobre mi corazón. Mi alma se derritió como la cera en contacto con el fuego. No podía dejar de sollozar. Me sentí disgustado por todas las veces que pequé contra él, o dudé de él, o viví para mí mismo y no para su gloria. Toda ambición egoísta había dejado de existir. La pura llama del amor ardía como la fogata que quema a la polilla”.[2]

Con el tiempo, amainó la euforia que le produjo este primer derramamiento del Espíritu. Entonces, Brengle escribió: “Poco a poco, Dios me quitó algo de esa tremenda carga emocional. Me enseñó que tenía que vivir por fe y no por emociones […]. Me enseñó que debía aprender a confiar en él, en su amor inalterable y su devoción, no importaba cómo me sintiera”.[3]

Edman describe así la experiencia de Brengle: “Y, ¿cuál fue el resultado de que esta experiencia de crisis, purificación y de la presencia del Espíritu Santo haya proseguido? La predicación de Brengle cambió perceptiblemente. Antes, predicaba para conseguir la aprobación de los hombres; ahora sólo lo hacía para exaltar al Salvador. Predicaba para perturbar; no para complacer. La reacción del auditorio era convicción del pecado, y no el encomio del predicador”.[4]

Dios condujo a Brengle hacia un ministerio orientado en una dirección totalmente diferente: “Su liberación del orgullo y la ambición de promoción eclesiástica lo condujo por senderos de servicio que nunca había recorrido antes. De la seguridad y la contención del metodismo pasó al Ejército de Salvación, cuando esta organización era poco conocida y no muy bien considerada”.[5] A la vista de los hombres, ese cambio de denominación era una degradación.

Con su orgullo subyugado, Dios lo condujo a puestos en el Ejército de Salvación que se encontraban en lugares pequeños, y a nuevas tareas. Nada de esto se podía comparar con lo que podría haber conseguido si se hubiera quedado sirviendo a Dios en una forma más convencional.

Edman describe de este modo algunas de las experiencias de Brengle: “Mientras estaba en Danbury, Connecticut, llevó a su pequeño contingente de fieles, formado por un teniente rengo, un negro enorme y una niñita con escoliosis, a una reunión callejera, al son del himno ‘Somos el ejército que va a triunfar’. De repente, estaban frente a una iglesia imponente… y por un momento una serie de pensamientos al rojo vivo se cruzaron por su mente: ‘¡Insensato, podrías haber sido el pastor de una iglesia grande, como esta!’ Pero ese ardor duró sólo un instante, porque el Santificador le ordenó a su soldado que obedeciera sus órdenes”.[6]

El observador casual podría llegar a la conclusión de que esta vida ministerial era un fracaso, si se la comparaba con las de algunos de sus antiguos colegas, que habían llegado a ser pastores de grandes congregaciones o se los había promovido a puestos administrativos importantes en la organización de sus iglesias. Pero, a la vista de Dios, Brengle era un éxito. Había cumplido el propósito para el cual él lo había llamado.

El ministerio en la actualidad

Ciertamente Dios ha llamado a algunos para desarrollar lo que generalmente se considera ministerios de “mucho éxito”. Por otro lado, él llama a otros para que desarrollen ministerios “menos exitosos” desde una perspectiva humana.

Si esto es cierto, entonces tanto los pastores “superexitosos” como los “menos exitosos” son “igualmente exitosos” de acuerdo con el criterio divino del éxito. Si han hecho lo mejor que han podido para llevar a cabo la misión que él les asignó, entonces tuvieron éxito.

Este artículo de ninguna manera tiene como fin promover la haraganería o la mediocridad. Creo que el criterio del éxito, en un nivel personal, es sencillo: debemos mantener constantemente una vida de estudio significativo y de oración, renovando todos los días nuestra dedicación a Cristo. Debemos buscar todos los días el bautismo del Espíritu Santo, con la disposición de someternos a su dirección tanto personal como profesionalmente.

Nuestro objetivo debería ser alcanzar una experiencia semejante a la de Pablo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado; y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál. 2:20). Si esto es así, aunque se nos juzgue con parámetros de criterio humano, seremos un éxito de acuerdo con las normas divinas. Estaremos cumpliendo la misión para la que él nos llamó. Cada ministro tiene un propósito. Tenemos éxito cuando cumplimos ese propósito.

Sobre el autor: Pastor en la Asociación del Sur de Nueva Inglaterra, Estados Unidos.


Referencias

[1] V. Raymond Edman, They Found the Secret – Encontraron el secreto. (Gran Rapids, MI: Zondervan Pub. House, 1984), p. 26.

[2] Ibíd., p. 29.

[3] Ibíd., pp. 29, 30.

[4] Ibíd., p. 30.

[5] Ibíd.

[6] Ibíd., p. 34.