“Imagina la vida como un juego en el que estás haciendo malabares con cinco bolas en el aire. Son: trabajo, familia, salud, amigos y espíritu, y los mantienes todos en el aire. Pronto entenderás que el trabajo es una pelota de goma; si la dejas caer, volverás a recuperarla. Pero las otras cuatro bolas (familia, salud, amigos y espíritu) están hechas de vidrio. Si sueltas uno de estos, irrevocablemente se rayará, marcará, abollará, raspará, o incluso se destrozará. Nunca serán los mismos. Debes entender eso, y luchar por el equilibrio en tu vida”.

    Muchos de nosotros conocemos esta ilustración que presentó Brian Dyson en su discurso de graduación en la Universidad Georgia Tech, en septiembre de 1991. Y todos nos sentimos identificados con un malabarista en medio de todas las responsabilidades, los compromisos y las expectativas propias y ajenas que tenemos que satisfacer.

    La verdad es que todos los padres y las madres que a su vez trabajan luchan por mantener el equilibrio entre el trabajo y la familia. Lejos de estar ajenos a estas demandas, por la naturaleza propia de su trabajo, el pastor puede percibir que se encuentra en la encrucijada de tener que servir “a dos señores”; es decir, tener que elegir entre la familia y el trabajo.

    Jesús mismo aseveró que la familia puede constituirse en un obstáculo para ser un verdadero discípulo suyo. En sus enseñanzas, Cristo afirmó que podríamos ser llamados a dejar hasta a nuestra familia (Mar. 10:28-30); que incluso nuestra familia podría convertirse en el peor enemigo del seguidor de Jesús (Mat. 10:34-39); o llegar al extremo de odiar o renunciar a nuestra familia (Luc. 14:26, 27). Aquí, Jesús no está dando una descripción de lo que ineludiblemente sucede con el cristiano; es decir, no está afirmando que la familia y la vida cristiana sean incompatibles. Sencillamente, está jerarquizando, estableciendo prioridades.

    Por otro lado, esto no implica que el pastor deba poner su trabajo por sobre su familia, sacrificando a sus seres amados en favor de una misión mal entendida. Es que, a veces, el pastor puede llegar a dejarse llevar tanto por las presiones externas que piense que su misión comienza por los de afuera.

    Pero la misión del pastor, que antes que ser pastor es padre, comienza en el hogar. Así lo afirma Elena de White: “Nuestra obra por Cristo ha de empezar con la familia, en el hogar […]. No hay campo misionero más importante que este” (Servicio cristiano, p. 198).

    Por otra parte, si el pastor daña a su familia, al descuidarla en su afán de pastorear a la iglesia y evangelizar a los incrédulos, tarde o temprano su familia, disfuncional, terminará afectando ese ministerio que “priorizó”. El caso de Nadab y Abiú así como el de Ofni y Finees son tristes ejemplos de grandes hombres de Dios que no cumplieron con su primer campo misionero, quizá por atender a las demandas de su segundo campo misionero, al punto de llegar a perder a quienes más deberían haber pastoreado.

A la pregunta de: ¿Qué decisión debería tomar, si encuentro que mi responsabilidad como esposo y padre se encuentra en conflicto con mi función como pastor?, deberíamos responder con otro interrogante: ¿Son verdaderamente incompatibles ambas funciones? Obviamente, la respuesta a esta última pregunta es “No”. De otra manera, caeríamos en un sistema como el de los sacerdotes católicos, para quienes el celibato es una condición ineludible para entrar en el ministerio.

    Cada familia está compuesta por individualidades únicas e irrepetibles y, por lo tanto, conforman un ecosistema que difícilmente se ajuste a generalidades o recetas únicas. En este sentido, nadie más que tú mismo conoce qué se requiere para mantener el equilibrio entre tu familia y tu trabajo (exceptuando a Dios, por supuesto); pero siempre el objetivo debería ser el mismo: salvar a nuestra familia y cumplir la misión hacia la iglesia y el mundo (en ese orden). MDe la misma manera en que Jesús estableció prioridades entre la salvación individual y las relaciones familiares, existe una jerarquización con respecto a nuestro deber hacia la familia y nuestro ministerio. Llegado el caso, de nada valdrá haber “ganado al mundo”, bautizando a miles, si perdemos a nuestra propia familia en el camino.

    Si completamos el cuadro de jerarquías y prioridades, solo el poner a Dios en primer lugar en nuestra vida (#PrimeroDios) hará que las esferas de nuestra influencia (familia y trabajo) puedan mantener el equilibro. Es posible tener una familia feliz, amante y, por sobre todo, cristiana, y al mismo tiempo tener un ministerio fructífero, exitoso y pleno.

Sobre el autor: Director de la revista Ministerio Adventista, edición de la ACES.