¿Escalones hacia el éxito u obstáculos para el crecimiento de la iglesia?

Hablando en términos generales, los ministros se trasladan con excesiva frecuencia. La Iglesia Luterana de América, una denominación de alrededor de tres millones de miembros y 4.200 pastores en actividad, tuvo 1.200 cambios de domicilio de sus clérigos y 950 cambios efectivos ¡en un año![1] Más del veinte por ciento de sus profesionales de dedicación exclusiva se mudaron durante ese año. Los ministros de algunas denominaciones se trasladan -o los trasladan- con más frecuencia aún. Conozco a muchos pastores que se mudan cada dos o tres años. La investigación de esta modalidad, en relación con el desarrollo de la iglesia, confirma la conclusión de que los pastorados de corta duración tienen un efecto negativo sobre la congregación.

En el informe que la Iglesia Presbiteriana Unida presentó en 1976 a la asamblea general, una comisión especial dedicada al estudio de Miembros de Iglesia declaró: “Las congregaciones que crecen… se caracterizan por estar dirigidas por un pastorado estable. La iglesia debe reconocer que éste es un factor decisivo para la vitalidad y el impacto de una congregación”.[2] Lyle Schaller asegura que “docenas de estudios han demostrado que las congregaciones que crecen rápidamente son las que tienen pastorados prolongados, y que las que tienen una membresía estable o en declinación tienden a tener pastorados de corta duración”.[3]

Podemos señalar diversos factores que inciden negativamente en el desarrollo de una iglesia cuando un pastorado dura poco tiempo. Los mencionamos a continuación:

En primer término, hay evidencias concluyentes de que los años más productivos de un pastorado pocas veces comienzan antes del cuarto, quinto o aun sexto año de ministerio en la misma congregación. Por supuesto, hay excepciones a esta generalización, pero son escasas. Se considera en la actualidad que el tiempo que necesita un nuevo pastor para empezar a rendir oscila entre los 12 y los 18 meses, por lo tanto, muchos ministros son trasladados antes de que se haya hecho la transición entre el período de ajuste y el de significativa producción. Los pastores que se trasladan al poco tiempo, a menudo llegan a la conclusión de que han terminado su trabajo cuando en realidad recién lo comenzaban, y son privados de una buena experiencia: así como muchos que se casan y son incapaces o no desean hacer los ajustes posteriores a la luna de miel, con miras a continuar en el futuro las satisfacciones y recompensas derivadas de una relación cada vez más profunda.

Además, los pastorados de corta duración contribuyen a la pasividad de la feligresía. Muchas congregaciones con un historial de pastorados cortos dan la bienvenida al nuevo ministro con una actitud indiferente: “Otro pastor, otro programa” o “Necesitará un año para ubicarse, mejor no movamos el barco”. Esta pasividad se nota especialmente en las iglesias que han sido el campo de entrenamiento para los aspirantes al ministerio. Hace poco un pastor joven me dijo: “A menudo me preguntaba por qué los planes para la primera iglesia que atendí, que se perfilaban tan buenos, cuando los trataba con las autoridades de la asociación, caían fríamente a la iglesia. Comencé a entender cuando una anciana muy querida me dijo: ‘Hijo, pronto te irás, y tendremos otro pastor. El tendrá otras ideas. No podemos entusiasmarnos demasiado’ Las iglesias que han tenido un nuevo ministro por lo menos cada tres años no sólo le dan la bienvenida al entrante con una actitud pasiva, sino que después, alrededor del tercer año, se colocan nuevamente en una postura similar, ya que todos saben que pronto el pastor se trasladará para cumplir con un “desafío mayor”. Los pastorados de corta duración contribuyen también a la pasividad de algunos miembros que pasan el primer año del nuevo ministro lamentando la partida de su predecesor, y ocupados en decidir si volverán o no a arriesgarse a sufrir la herida que acompaña la pérdida de amigos íntimos si cultivan la amistad con el nuevo pastor. Cuando el ministerio de un hombre dura poco tiempo, no se aprecia suficientemente la amistad especial, inherente al oficio del pastorado, y fácilmente se la subestima.

Quizá la razón más importante por la que se impide el desarrollo de la iglesia al cambiar frecuentemente de pastor sea la creciente importancia que se adjudica hoy a las relaciones humanas. Si lo que nos interesa es ver el papel del pastor desde un punto de vista meramente funcional, el pastorado de corta duración se podría justificar. De todos modos, hoy los laicos están mucho más interesados en quién es el ministro que en qué hace. La mayor satisfacción de la experiencia del laico en la iglesia está íntimamente entretejida con la amistad y los sentimientos que lo unen con el pastor. Las congregaciones que crecen son entusiastas en cuanto a su fe, su iglesia y su pastor. Es difícil mantener ese entusiasmo si el pastor cambia de distrito cada dos o tres años.

Hoy en día el oficio de pastor es un asunto que está siendo objeto de estudios especiales. Un grupo de investigación que analizó el tema, definió un pastorado largo como el que dura diez años o más.[4] Fue una apreciación arbitraria, influenciada de alguna manera por la investigación de Levinson, según la cual en los varones se produce un punto de transición cada diez años. Levinson discute también la dificultad de mantener un ideal por más de seis a ocho años.[5] Algunos consideran que el período óptimo para que un pastor permanezca al frente de una congregación es de ocho años, y cinco el mínimo.

Es obvio que un pastorado prolongado beneficia al clérigo y a la congregación por igual. El pastor que permanece más tiempo en una misma iglesia asegura un ministerio estable en un mundo inestable y en continuo cambio. A fin de que puedan producirse cambios más significativos y duraderos en la congregación, y que los mismos logren afianzarse, es necesario que el pastorado dure más tiempo.

Recientemente un pastor hizo una presentación en clase explicando el proceso y los resultados de un proyecto para el doctorado en ministerio llevado a cabo en su iglesia durante los dos últimos años. Consistía en ayudar a la congregación a diseñar e implementar su propio ministerio corporativo, apuntando a blancos definidos. El proyecto requería una amplia participación de los miembros para identificar y articular una declaración de propósitos conjuntos, al igual que blancos específicos para lograrlos. De acuerdo con este pastor, está emergiendo un nuevo estilo de vida congregacional: nuevas normas, nuevas expectativas y una nueva relación pastor-laico. Los miembros están asumiendo cada vez más responsabilidad con respecto a su vida colectiva y a su propio destino. Si se consideran valiosos los cambios que ahora están en proceso de institucionalización, sería realmente desafortunado que el pastor, que está en su cuarto año de permanencia en la iglesia, fuera trasladado antes de que terminara de escribir este capítulo. Y éste no se habrá completado en tanto la congregación no esté en condiciones de encarar un cambio de pastor sin abandonar por ello estos logros específicos.

Sería saludable que los pastores pensaran en su pastorado en un mismo lugar en términos de capítulos en lugar de años. Por ejemplo, en la última iglesia que atendí, el primer capítulo se completó después de unos quince meses, cuando todas las familias de la iglesia habían sido visitadas, se había cumplido un ciclo del año eclesiástico en ella y habíamos entrado con un nuevo equipo de oficiales en el siguiente período. El segundo capítulo implicaba remodelar en forma total la nave del templo y construir un centro recreativo, dos puntos que estaban en primer término en la agenda de la iglesia cuando me hice cargo de ella. El tercer capítulo, potencialmente el más fructífero para el crecimiento y desarrollo de la iglesia, nunca se escribió porque fui trasladado al seminario.

Los pastorados más largos benefician tanto al ministro como a la congregación. Además, al evitar la tensión que representa para él y su familia el período de transición, el pastor descubre que un ejercicio más largo le impone la necesidad de estudiar y desarrollarse constantemente, que puede evitarse en un ministerio de duración corta. Dada la natural inercia del ser humano, la tentación de repetir la rutina de la iniciación (y de los sermones) en una congregación tras otra, es demasiado fuerte y acarrea consecuencias desafortunadas.

Los pastores y la hermandad necesitan tiempo para aprender a trabajar en medio de situaciones de tensión y conflictos. Cuando las frustraciones se acumulan y nuestros recursos para hacerles frente se agotan, es natural que centremos nuestras energías en la posibilidad de reubicarnos más bien que en vérnoslas con lo que está pasando aquí y ahora. Es cierto que los cambios periódicos y las situaciones nuevas son importantes, pero el concepto al que queremos dar énfasis aquí es la necesidad de que el pastor aumente constantemente su capacidad de trabajar con una nueva manera de ver las cosas y con nuevas expectativas frente a cualquier congregación. Esto es imposible para un ministro cuya carrera profesional revolotea ágilmente sobre una sucesión de pastorados.

Hay cada vez una conciencia más definida con respecto a los efectos debilitantes que producen los frecuentes traslados de los pastores. Algunas denominaciones en las que esos cambios se manejan por vía de la administración, están actualmente limitando muchísimo esos movimientos, especialmente los traslados de una asociación a otra. Mientras los administradores luchen en la oficina por conseguir pastores competentes que están más allá de los límites de una asociación con pocas restricciones, y mientras los pastores vean, equivocadamente, esos traslados como escalones hacia el éxito, las iglesias y los pastores seguirán pagando un elevado precio, ¡mucho más que el costo de la mudanza!

Sobre el autor: Amold Kurtz es profesor de Dirección y Administración de Iglesia en el Seminario Teológico de la Universidad Andrews, Estados Unidos.


Referencias

[1] Roy M. Oswald, The Pastor as Newcomer (Washington, DC; Alban Instituto, 1977), pág. 1.

[2] Lyle Schaller, Assimilating New Members (Nashville; Abingdon, 1978), pág. 53.

[3] Ibid, pág. 55.

[4] Oswald, op. cit., pág. 1.

[5] Daniel Levinson et. al., The Seasons of a Man’s Life (New York; Alfred A. Knopf, 1978).