“Pero pida con fe, no dudando nada; porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra. No piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor” (Sant. 1:6, 7).
Era una tarde tranquila en el Seminario Teológico de Zaokski, en Rusia. Un estudiante -futuro pastor- pidió hablar conmigo. Buscamos un rincón tranquilo y esperé con expectación que el joven comenzara. Después de un largo silencio, me hizo esta confesión: no estaba seguro de su vocación. No sabía si debía seguir o no una carrera pastoral. Se veía desanimado. Una palabra mía bastaba para que abandonara el seminario para siempre.
Eso ocurrió hace algunos años. Hoy ese joven es el pastor de una gran iglesia. Los miembros de la misma lo aman por su fervor y sinceridad. Lo aprecian como pastor. Se sienten seguros de ir a él con sus problemas. Y se deleitan en escucharlo predicar todos los sábados. Sé que ha encontrado su vocación.
¿Ha tenido alguna vez dudas acerca de su llamamiento? ¿De su vocación para el ministerio? ¿De su fe? ¿De su familia? ¿De usted mismo? ¿Cuán serias son las dudas de un pastor respecto de tales cosas?
Considere a Juan el Bautista, descrito por Jesús como uno de los mayores hombres “nacidos de mujer” (Luc. 7:28). En la soledad de la mazmorra de Herodes, sus dudas casi lo abrumaron. Envió a sus discípulos a preguntarle a Jesús: “¿Eres tú el que había de venir, o esperaremos a otro?” (vers. 20). Este era el mismo Juan que había bautizado a Jesús, que lo había proclamado como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” y había dedicado toda su vida a preparar el camino para su venida. Este mismo Juan había dicho de Jesús: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:30). ¿Cómo podía una duda tan grande penetrar en el alma de un hombre que poseía convicciones tan profundas?
Cuando entra la duda
La duda no necesariamente significa no creer en la existencia de Dios. Lucifer no duda de la existencia de Dios. Tampoco Job dudaba. Ni Juan el Bautista. Ni nuestro estudiante del seminario. El problema de la duda es mucho más complejo.
Para comenzar, las dudas aparecen, muchas veces, cuando no llevamos nuestros problemas a Dios. Tratamos de encerrarlos en un remoto rincón de nuestros corazones. Descuidamos el estudio de la Palabra de Dios. Difícilmente oramos. Es posible que admiremos y amemos la obra pastoral o seamos administradores muy capaces, que cumplimos nuestros deberes perfectamente, obteniendo niveles óptimos, y sin embargo es posible que en lo más profundo del alma exista un vacío, el cual comienza a manifestarse en dudas e incluso desaliento. “Al aumentar la actividad, si los hombres tienen éxito en ejecutar algún trabajo para Dios, hay peligro de que confíen en los planes y métodos humanos. Propenden a orar menos y a tener menos fe. Como los discípulos, corren el riesgo de perder de vista cuánto dependemos de Dios y tratar de hacer de nuestra actividad un Salvador”.[1]
Conozco un pastor que estaba muy enojado consigo mismo porque sentía que no tenía un verdadero interés en el estudio de la Biblia. “El estudio de la Biblia no es más que un deber para mí”, me dijo en confianza. “Establezco un tiempo para el estudio, pero siempre parezco encontrar algo más interesante que hacer”.
¿Le suena familiar esta declaración? ¿Pueden asaltamos las dudas mientras proclamamos las buenas nuevas de salvación? ¿Podemos predicar y sin embargo no experimentar más que tristeza? Tome, por ejemplo, las buenas nuevas de la segunda venida de Jesús. Durante más de 150 años hemos estado proclamándolas. ¿Estamos cansados de esperar? ¿O nunca en realidad, como personas, esperamos? ¿En algún rincón de nuestro corazón hay una pequeña duda acerca del segundo advenimiento? ¿Se han convertido las buenas nuevas para nosotros en tristes noticias?
Las dudas asaltan cuando luchamos por comprender los detalles más profundos de la doctrina. Los teólogos adventistas difieren en su comprensión de las creencias fundamentales de la iglesia. Hay diversas interpretaciones de la redención, la perfección cristiana, la inspiración, la naturaleza de Cristo, la función del espíritu de profecía, etc. Y algunos pastores se preguntan: “¿Y qué en cuanto a mí? ¿A dónde voy? ¿Qué es la verdad y cuál es mi futuro?”
Las dudas pueden ser también de naturaleza personal. Sólo faltan dos horas para que el pastor se dirija a la iglesia. Hojea por última vez su sermón y medita en los detalles del mismo. Justo en ese momento alguien de la familia dice algo fuera de tono o erróneo. El pastor reacciona, quizá con dureza. Ahora las dudas cuestionan su derecho a predicar. ¿Bendecirá Dios su sermón? ¿Será en realidad apto para pastor?
Cómo vencer la duda
¿Es posible evitar las dudas en nuestra experiencia cristiana? ¿Es posible evitar las fluctuaciones, las luchas internas, y las incertidumbres? La respuesta es no. Pero si bien las dudas y la ansiedad son inevitables, no tenemos por qué caer en sus garras. Podemos vencer la duda. Podemos ministrar sin desalentamos.
Observemos a Jesús en el Getsemaní. Escuchémosle orar. “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mat. 26:39)- Las luchas internas de Jesús apenas habían comenzado. Pocos días antes, cuando un grupo de griegos quería verle, él reveló algo acerca de la tormenta que sentía en su interior. “Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora” (Juan 12:27). Y más tarde, en sus momentos finales, exclamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué…?” (Mat. 27:46). Elena de White comenta acerca de su lucha en el Getsemaní: “Sintiendo quebrantada su unidad con el Padre, temía que su naturaleza humana no pudiese soportar el venidero conflicto con las potestades de las tinieblas. En el desierto de la tentación, había estado en juego el destino de la raza humana… Frente a las consecuencias posibles del conflicto, embargaba el alma de Cristo el temor de quedar separada de Dios. Satanás le decía que, si se hacía garante de un mundo pecaminoso, la separación sería eterna. Quedaría identificado con el reino de Satanás, y nunca más sean uno con Dios”.[2]
Las dudas y el desaliento son el método preferido de Satanás para desviamos del camino de la fe. Lo probó con Jacob, Moisés, Job, David, Elias y Juan el Bautista. Y no hay duda de que lo probará con nosotros también. Pero el punto importante es que podemos vencer la duda si nos apoyamos en Dios, y si le miramos a él.
Volvamos a Juan el Bautista. Cuando, hundido en el desaliento, envió a los mensajeros para probar la autenticidad de Jesús, el Maestro no dijo nada al principio. Mientras los mensajeros esperaban la respuesta, Jesús, en vez de hablarles directamente, hizo algo. “En esa misma hora sanó a muchos de enfermedades y plagas, y de espíritus malos, y a muchos ciegos les dio la vista” (Luc. 7:21). Los mensajeros no escucharon sino vieron. Vieron al Señor en acción. Vieron a Dios. Y podían comunicárselo a Juan. Lo que vieron fue el bálsamo sanador en acción para las dudas de Juan. Y él lo aceptó con alivio y gratitud.
Cuando Jacob, bajo la presión de la culpa y el temor, dudaba de su futuro, su remedio fue la escalera, encima de la cual estaba Dios mismo. Cuando Job buscó una explicación para sus sufrimientos, Dios no le dio una respuesta. Le dio más bien, una poderosa descripción de sí mismo. Y Job comprendió. Cuando las tinieblas rodeaban a Isaías, su esperanza renació en una fresca visión de Dios.
Por supuesto, no siempre veremos una escalera que llega al cielo donde Dios está para hablamos. Sin embargo, la Biblia nos presenta el cuadro de un Dios que se preocupa por sus hijos, que los ama, y que nunca los deja solos. En su fortaleza podemos encontrar la victoria sobre las dudas.
Si tomamos tiempo para estar con Dios; si tenemos comunión con él en el estudio de su Palabra; si aprendemos a hablar con él y escucharle, tendremos fortaleza para soportar nuestra peregrinación y terminarla con éxito. Su fortaleza será nuestra. Nunca tendremos todas las respuestas a nuestras preguntas. Porque ahora sólo vemos “por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara” (1 Cor. 13:12). Mientras llegue ese día, es importante que aprendamos a vivir con preguntas no contestadas. No puede ser de otro modo. Mientras tanto, hemos de caminar en la luz que ya tenemos. “Dios da luz para guiar a aquellos que desean honestamente luz y verdad; pero no es su propósito quitar todas las causas para el cuestiona-miento y la duda”.[3] “La fe crece en el conflicto con la duda”.[4]
Referencias:
[1] Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, pág. 329.
[2] Id., págs. 637, 638.
[3] Testimonies for the Church, tomo 5, pág. 303.
[4] Sons and Daughters of God, pág. 191.