Para llenar la necesidad de una declaración referente al alto llamado al ministerio y las cualidades que debiera reunir el candidato antes de ser ordenado, los dirigentes de la Asociación General presentaron una recomendación, la cual, con algunas modificaciones, fué aprobada como sigue:
Recomendamos que se adopte la siguiente declaración como guía en la ordenación de los ministros:
Apartar hombres para la sagrada obra del ministerio debiera considerarse como una de las más vitales preocupaciones de la iglesia. El crecimiento espiritual del pueblo de Dios, su desarrollo en las virtudes de Cristo, y la relación mutua como miembros de su cuerpo, están íntimamente ligados con la espiritualidad, eficiencia y consagración de aquellos que ministran en lugar de Cristo, y en muchos respectos dependen de éstas.
La voluntad del Señor con respecto a las cualidades para el ministerio está claramente revelada en las Escrituras. En la antigüedad el ministro era conocido como “el varón de Dios,” y a veces “el varón en el cual hay Espíritu.” Moisés recibió instrucciones detalladas en cuanto a las cualidades necesarias para el sacerdocio, la vestimenta del sacerdote y su conducta, destacando su discernimiento espiritual. Además, para recordar continuamente a la congregación la alta vocación de aquellos que servían en el tabernáculo, el sumo sacerdote llevaba en su mitra* las palabras “Santidad a Jehová.”
En el Nuevo Testamento este cuadro tiene la misma nitidez. El apóstol Pablo habla de sí mismo como “siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, apartado para el Evangelio de Dios.” (Rom. 1: 1.) El mismo Señor le hizo bien claro este asunto de la separación para el ministerio cuando, apareciéndole en el camino a Damasco le dijo: “Para esto te he aparecido, para ponerte por ministro . . . librándote del pueblo . . . a los cuales ahora te envío, para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios.” (Hech. 26:16-18.) Fué librado o separado del pueblo y* luego, como representante de Dios, fué enviado nuevamente al pueblo para ser el vocero del Señor y para abrir sus ojos a las maravillas del Evangelio. Más tarde, al escribir en cuanto a la labor del ministro, la llama “soberana vocación.”
El espíritu de profecía dice:
“Un hombre no puede tener mayor honor que el ser aceptado por Dios como ministro apto del Evangelio.”—”Los Hechos de los Apóstoles,” pág. 238.
En la epístola a los Hebreos leemos: “Nadie toma para sí la honra, sino el que es llamado de Dios.” (Heb. 5:4.)
Las pruebas de la vocación divina de un hombre deben ser claramente evidentes antes de que la iglesia lo aparte por medio de la ordenación.
“Los ministros deben ser examinados especialmente para ver si tienen una comprensión inteligente de la verdad para este tiempo, de modo que puedan dar un discurso bien encadenado acerca de las profecías o de cualesquiera temas prácticos. Si no pueden presentar claramente los temas bíblicos, necesitan oír y aprender todavía. A fin de poder enseñar la verdad bíblica, deben escudriñar con fervor y oración las Escrituras, y familiarizarse con ellas. Todas estas cosas deben considerarse con cuidado y oración antes de mandar a estos hombres al campo de labor.”—”Obreros Evangélicos” pág. 454.
“Un verdadero ministro hace la obra del Señor. Siente la importancia de su trabajo, comprendiendo que mantiene con la iglesia y con el mundo una relación similar a la que mantenía Cristo… Los que lo oyen saben que se ha acercado a Dios mediante la oración ferviente y eficaz. El Espíritu Santo ha reposado sobre él y su alma ha sentido el fuego vital del cielo, y es capaz de comparar las cosas espirituales con las espirituales… Los corazones son quebrantados por su exposición del amor de Dios, y muchos son inducidos a preguntar: ‘¿Qué es menester que yo haga para ser salvo ?’ “—”Los Hechos de los Apóstoles,” pág. 238.
“La conversión de los pecadores y su santificación por la verdad es la prueba más poderosa que un ministro puede tener de que Dios lo ha llamado al ministerio. La evidencia de su apostolado está escrita en los corazones de sus conversos, y testificada por sus vidas renovadas… Un ministro es fortalecido grandemente por estas pruebas de su ministerio.”—Id. pág. 237.
Para tal obra un hombre debe ciertamente ser llamado por Dios y dar claras evidencias de su vocación.
Acerca del examen de los candidatos al ministerio, el consejo que nos da el Señor es claro:
“Ha habido demasiado poco examen de los ministros; y por esta razón las iglesias han recibido las labores de hombres ineficientes, no convertidos, que arrullaron a los miembros en el sueño, en vez de despertarlos e impartirles mayor celo y. fervor en la causa de Dios. Hay ministros que vienen a la reunión de oración, y elevan las mismas antiguas oraciones sin vida una y otra vez; predican los mismos áridos discursos semanas tras semanas y mes tras mes… La única manera en que podemos corregir este difundido mal, consiste en examinar detenidamente a todo aquel que quiera enseñar la Palabra. Aquellos a quienes incumba esta responsabilidad, deben conocer su historia desde que profesó creer la verdad. Su experiencia cristiana y su conocimiento de las Escrituras, la manera en que sostiene la verdad presente, todas esas cosas deben ser comprendidas. Nadie debe ser aceptado como obrero en la causa de Dios, antes de que haya puesto de manifiesto que posee una experiencia real y viva en las cosas que pertenecen al reino de Dios.”—”Obreros Evangélicos” págs. 452, 453.
Este consejo implica una obligación definida que recae sobre los que están a cargo de un servicio de ordenación. Los planes para el examen de los candidatos debieran ser hechos de tal manera que este importante procedimiento no sea algo superficial o rutinario, sino que dé la oportunidad para valorar correctamente las aptitudes del candidato. Debiera disponerse de bastante tiempo, especialmente en los casos en que deban examinarse a varios candidatos. Siempre que sea posible, el candidato debiera tratar de que su esposa esté presente en el examen, comprendiendo que la ordenación afecta no sólo al individuo sino a la familia entera.
Se ha notado a veces un apresuramiento indebido al recomendar candidatos para la ordenación. Por otra parte, en otros casos ha habido demoras indebidas que se extendieron hasta veinte o más años. Ambas actitudes son erróneas. Si bien es cierto que no debiera obligarse a nadie para que reciba la ordenación es de mucha importancia que cuando alguien esté preparado para ser apartado de ese modo, no se demore innecesariamente el servicio. A veces los obreros se han visto en situaciones embarazosas por ser incapaces de realizar ciertas importantes responsabilidades ministeriales. Sin embargo, el hecho de que un nuevo ministro haya estado en el campo cuatro, cinco o aun ocho años, no es en sí mismo una garantía de que esté preparado para su ordenación. Los que tengan menos habilidad para la predicación evangélica o que revelen menos aptitudes que otros en ciertos aspectos de la obra ministerial y pastoral, tardarán naturalmente más tiempo en desarrollarse. Puede ser también que quizá algunos nunca estarán capacitados para la ordenación. Aquellos que no revelan talentos ministeriales especiales ni una definida aptitud para dirigir la iglesia, debieran ser animados a desarrollarse en la, obra personal, reconociendo que su vocación es para otra tarea no tan netamente ministerial.
Los presidentes de las asociaciones y misiones, y las juntas directivas, debieran reconocer que tienen la responsabilidad definida de fomentar el crecimiento de los ministros más jóvenes y debieran velar para que los tales tengan oportunidades para desarrollar al máximo sus facultades ministeriales. Debe descartarse todo plan que aparte a estos futuros ministros de su verdadera preparación y crecimiento. A veces se han cometido injusticias al pedir a ministros jóvenes que tenían habilidades manuales que sirvan por largos períodos en otros puestos, descuidando así su desarrollo ministerial. Un plan tal puede ahorrar dinero a la asociación, pero retarda el desarrollo del ministro.
Cuando una asociación da una licencia misionera a un joven, los dirigentes de esa asociación debieran reconocerla como una promesa de su parte de fomentar el crecimiento de ese joven. Y cuando alguien acepta una licencia ministerial, debiera considerarla como una promesa de su parte de realizar el mayor esfuerzo de que sea capaz. Tal licencia, sin embargo, no implica una obligación de parte de la asociación de asegurar la ordenación en última instancia. Sólo proporciona la oportunidad para que el poseedor de la licencia demuestre su vocación. Aunque no todos puedan tener las mismas condiciones para desarrollarse hasta ser ministros maduros, el que es llamado por Dios revelará su vocación por su manera de vivir y por la preocupación que siente por aquellos que todavía están en la prisión del pecado. En algunas circunstancias es difícil crear las condiciones en las cuales se puede llevar a cabo el evangelismo público como tal; pero el que es llamado por el Señor podrá dar pruebas de su vocación, de su aptitud para el ministerio como la ocupación de su vida.
En algunas regiones del campo mundial las posibilidades educativas son algo limitadas. En este caso, naturalmente el ministro tardará más tiempo en estar listo para la ordenación. Por lo tanto, considerando la diversidad de condiciones, es imposible especificar un determinado lapso como período de preparación del ministro. El hecho de que un ministro con licencia sea destinado al extranjero no debiera demorar su ordenación por más tiempo del que hubiera transcurrido si hubiera quedado en su patria. Su registro de servicio debiera transferirse al nuevo campo y recibir una valoración adecuada al reconocer su desarrollo. En algunos casos convenientes puede ordenarse antes de su partida a un ministro que se estaba aproximando a su ordenación cuando fue llamado al extranjero.
Antes de la imposición de las manos sobre un obrero, éste debe haber dado pruebas de:
- a. Experiencia en diversas clases de responsabilidad ministerial.
- b. Una vocación definida al ministerio como la ocupación de su vida.
- c. Una consagración completa de su cuerpo, alma y espíritu.
- d. Estabilidad espiritual.
- e. Madurez social.
- f. Un entendimiento claro de la Palabra de Dios.
- g. Aptitud como maestro de la verdad.
- h. Capacidad para guiar a las almas del pecado a la santidad.
- i. Resultados en almas ganadas para Cristo.
- j. Una actitud de cooperación y confianza en la organización y funcionamiento de la iglesia.
- k. Una vida de conducta cristiana ejemplar y consecuente.
- l. Una familia ejemplar.
Debe evitarse la ordenación de hombres que no han dado clara evidencia de su vocación como ministros ganadores de almas. Siempre será cierto que con el tiempo, algunos hombres preparados en otros ramos de servicio darán pruebas de su vocación divina a esta sagrada obra del ministerio, y la iglesia, reconociendo esto, se sentirá llamada a apartarlos por medio de la ordenación. Pero esos casos serán excepciones. El solo hecho de que alguien ocupe una posición de responsabilidad en la obra organizada no debe considerarse como título suficiente para su ordenación.
Hay ciertos ramos de trabajo en la denominación que no se consideran como estrictamente ministeriales, pero que proporcionan experiencia para algún desarrollo en ese sentido. El director de un colegio superior o secundario, por ejemplo, con jóvenes bajo su cuidado, lleva la responsabilidad no sólo de su desarrollo intelectual sino también de su bienestar espiritual. En cierta forma, por lo tanto, es su pastor, y en relación con el profesor de Biblia está haciendo verdadera obra ministerial. Sin embargo, la vocación a aquella responsabilidad no es base suficiente para su ordenación. La posición que ocupe un hombre en esta causa, por sí sola, no debiera influir sobre ninguna junta a fin de apartarlo para la santa obra del ministerio, a menos que haya dado pruebas definidas de sus aptitudes y su madurez espiritual y de que tiene una convicción en su corazón de que Dios lo ha llamado para el ministerio como la obra de su vida.
Los obreros en otros puestos, tales como redactores, secretarios tesoreros de asociaciones y directores departamentales, también pueden llegar en su servicio al punto de que su ordenación sea conveniente; sin embargo, en estos casos, como en cualesquiera otros, la vocación divina al ministerio debe ser clara ante la iglesia que, actuando como representante de Dios, los separa para el ministerio del Evangelio. Tales obreros, como todos los candidatos a las credenciales ministeriales, debieran tener la convicción personal de que Dios los ha llamado al ministerio, debieran dar evidencias de su vocación y dones ministeriales, y debieran ser ampliamente conocidos por su piedad y aptitud como ganadores de almas, antes de que se recomiende y decida su ordenación.
La ordenación nunca debe llegar a ser simplemente una recompensa por un servicio fiel o ser considerada como una oportunidad de añadir título o prestigio a un obrero. Ni tampoco es un honor que deba perseguir un individuo, o su familia y amigos en su favor. Actitudes y tácticas tales disminuyen grandemente la santidad del ministerio ante los ojos de la iglesia.
El ministerio no es meramente una profesión; es una vocación. No es una ocupación temporaria hasta que otra más atractiva llame a un hombre, sino que es la ocupación de toda la vida. Habiendo puesto la mano al arado, no se está en libertad de mirar atrás sin hacer peligrar el alma. El apóstol Pablo, como los profetas de la antigüedad, sentía que le era “impuesta necesidad” y clamaba: “¡Ay de mí si anunciare el Evangelio!” (1 Cor. 9: 16.) El que es ordenado para la sagrada obra del ministerio debiera sentir la misma responsabilidad que el apóstol. Y la asociación que lo emplea debiera sentir una responsabilidad definida de velar para que pueda hacer libremente la obra que le fué señalada por Dios.
El sencillo relato de la ordenación de los apóstoles es impresionante: “Y subió al monte, y llamó a sí a los que él quiso; y vinieron a él. Y estableció doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar.” (Mar. 3:13, 14.) La primera ocupación del que es ordenado para el ministerio es estar con Dios. Únicamente entonces está capacitado para salir a predicar a los hombres la Palabra de Dios. El que así se consagra y goza de comunión constante con el Señor se regocijará en el privilegio de rendir un servicio completo, rehusando enlodarse en negocios para obtener ganancias personales y otras cosas de este mundo, para que, con la gracia de Dios, pueda dedicarse con entera devoción a la causa que ama. Aun cuando llegue a los años de su retiro de la obra activa, debiera sentir la invitación de Dios al mismo nivel de vida que tenía en sus años de mayor actividad: “Porque el ministerio nuestro no sea vituperado.” (2 Cor. 6:3.)—Acuerdos del Concilio Otoñal, 1954, págs. 3-10.