Demos gracias al Señor Jesús, que nos tuvo por fieles al colocarnos en el ministerio.

Hace un tiempo, me encontraba junto a un colega visitando en un hospital, a un bombero que había sido afectado por el fuego en su heroico accionar en medio de un incendio. Se encontraba en terapia intensiva; su situación no era grave, pero sí delicada. Después del saludo introductorio, y como intentando animarlo, decidimos felicitarlo por su valiente acción y su espíritu de servicio. Abriendo apenas sus ojos, con la mano levantada, con voz débil pero convincente, nos agradeció, pero destacó que no había nada para felicitar. Simplemente, nos dijo: “Para eso estamos”.

Pensé muchas veces en su sermón de tres palabras: para eso estamos. En realidad, un bombero no está para quemarse, ni dañarse; pero, en su servicio de proteger bienes y vidas, es necesario arriesgar la vida propia; y para eso están.

Y nosotros, pastores, ancianos, líderes, hijos de Dios, llamados especialmente por el Señor, ¿para qué estamos? ¿Estamos realmente para lo que tenemos que estar; custodiar, proteger, buscar, rescatar, ¿salvar y restaurar vidas?

San Pablo, al escribir a los Hebreos, en el capítulo 11 de su epístola destaca el papel de la fe y la fidelidad. Los dos matices están íntimamente ligados en todo el capítulo. Fue la fe lo que produjo hechos y personas fieles. Fue la comunión la que se expresó en una misión. Fue la relación la que se evidenció en resultados. Tanto la fe como la fidelidad están enraizadas en la esperanza; la suprema necesidad de los que esperan la venida del Señor.

Es este sentido relevante para la vida; los citados en el capítulo sabían para qué estaban, tenían claros la misión y el objetivo. Estaban para lo que tenían que estar. Vivieron para lo que tenían que vivir.

Abel percibió la promesa de un Redentor. Su ofrenda no tuvo un valor expiatorio, pero su fe en la promesa lo indujo a presentar el sacrificio que Dios le había ordenado. Abel hizo las cosas a la manera de Dios.

La traslación de Enoc mostró que, aun cuando el pecado separa al hombre de Dios, el plan del Señor es recuperar a sus hijos. Hay un camino abierto; Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida. Enoc se convirtió en amigo de Dios, caminaba a su lado y se fue a vivir con él. Todo aquel que, como Enoc, camina con Dios y vive para agradarlo tiene segura entrada en el paraíso de Dios.

No había ninguna evidencia de que pudiera suceder alguna vez una catástrofe como la del Diluvio. El hecho de prepararse para ese acontecimiento fue un acto de fe de parte de Noé. La construcción del arca fue un testimonio de la decisión de Noé contra el “mundo” y su manera de vivir. Su renuncia al mundo testificó de su fe en Dios. Noé no tuvo miedo al ridículo: aceptó la palabra del Señor y permitió ser guiado por voluntad divina.

Abraham y su familia “salieron para ir a la tierra de Canaán”. Esto no significaba necesariamente que al partir sabían cuál sería su destino. Sencillamente, “salieron para ir a [lo que resultó ser la] tierra de Canaán”. Es obvio que Dios los instruyó en cuanto a la dirección hacia la cual debían ir y la ruta que debían seguir. Abraham fue obediente a la ruta de Dios.

Sara tenía 90 años cuando nació Isaac. Su esterilidad hasta ese tiempo hizo que la concepción fuera un milagro sumamente impresionante. Desde el punto de vista humano, no había base para creer en la promesa de Dios de que ella daría a luz un hijo. El único camino era aceptar la promesa por fe. Sara la aceptó solo porque creía en Dios, y este acto testificó de su fe. Ella supo que Dios es el Dios de lo imposible.

José no tenía una evidencia concreta en la cual basar su esperanza en que la familia regresaría a Canaán y ocuparía el país. Su pedido de que lo sepultaran en la Tierra Prometida, cuando su familia volviera para vivir allí, se basaba en su fe en las promesas de Dios.

Moisés rechazó los honores, la jerarquía y el poder del momento debido a su confianza en el elevado destino que Dios les había señalado a él y a su pueblo. Según todas las apariencias, nada podía ser de menos valor que poner la esperanza en tales cosas, pues el pueblo hebreo estaba sometido a la más vil servidumbre en la nación más poderosa de la tierra. Solo la fe en las promesas de Dios pudo haberlo inducido a rechazar el trono de Egipto.

Moisés tenía que elegir entre el trono del imperio más grande del mundo o vincularse con una raza de esclavos y ser maltratado. Fue sometido a maltratos aun como caudillo del pueblo hebreo. Los israelitas eran irremediablemente duros de cerviz y rebeldes, y murmuraban siempre. Moisés escogió un destino que, desde cualquier punto de vista, muy poco le podía ofrecer. Tenía puesta la mirada en las promesas y los privilegios de la relación de pacto. Moisés, como Pablo quince siglos después, cambió voluntariamente la impresionante y brillante gloria y poder momentáneos por las menos aparentes, aun invisibles, promesas y privilegios del Pacto.

Incluso Rahab, pagana y además mujer de la vida pero convertida y refugiada en la sangre de Jesús, llegó a ser parte de la genealogía en Mateo, como uno de los honorables progenitores de Cristo.

¿Qué más puedo decir? El tiempo me faltaría, la lista podría alargarse indefinidamente, pero ya se han presentado suficientes ejemplos para mostrar el principio de que la fe y la fidelidad son la esencia de un vivir piadoso.

No es el propósito de Pablo hacer una lista de todos los fieles de Dios a través de los siglos, sino solo destacar el mensaje: que la fe y la fidelidad son esenciales para la paciente y comprometida espera de la venida del Señor y el cumplimiento de sus promesas.

Sabían para qué estaban, y en eso estuvieron; sin embargo, no recibieron lo prometido, a fin de que nosotros lo recibamos junto con ellos.

Demos gracias al Señor Jesús, que nos tuvo por fieles al colocarnos en el ministerio. Fieles en los caminos de la fe, fieles en la comunión, fieles en la misión, fieles en la esperanza; para eso estamos.

Es palabra de Dios la que nos dice que “Cristo dio a la Iglesia un cometido sagrado. Cada miembro debe ser un medio por el cual Dios pueda comunicar ni mundo los tesoros de su gracia, las inescrutables riquezas de Cristo. No hay nada que el Salvador desee tanto como tener agentes que quieran representar al mundo su Espíritu y su carácter. No hay nada que el mundo necesite tanto como la manifestación del amor del Salvador por medio de seres humanos. Todo el cielo está esperando a hombres y mujeres por medio de los cuales pueda Dios revelar el poder del cristianismo.

“La iglesia es la agencia de Dios para la proclamación de la verdad, facultada por él para hacer una obra especial; y si le es leal y obediente a todos sus mandamientos, habitará en ella la excelencia de la gracia divina. Si manifiesta verdadera fidelidad, si honra al Señor Dios de Israel, no habrá poder capaz de resistirla.

“Es privilegio de cada cristiano no solo esperar, sino también apresurar la venida del Salvador.

“Si la iglesia estuviese dispuesta a vestirse con la justicia de Cristo, apartándose de toda obediencia al mundo, se presentaría ante ella el amanecer de un brillante y glorioso día. La promesa que Dios le hizo permanecerá firme para siempre. La hará una gloria eterna, regocijo para muchas generaciones. La verdad, pasando por alto a los que la desprecian y rechazan, triunfará. Aunque a veces ha parecido sufrir retrasos, su progreso nunca ha sido detenido. Cuando el mensaje de Dios lucha con oposición, él le presta fuerza adicional, para que pueda ejercer mayor influencia. Dotado de energía divina, podrá abrirse camino a través de las barreras más fuertes, y triunfar sobre todo obstáculo.

“¿Qué sostuvo al Hijo de Dios en su vida de pruebas y sacrificios? Vio los resultados del trabajo de su alma, y fue saciado. Mirando hacia la eternidad, contempló la felicidad de los que por su humillación

obtuvieron el perdón y la vida eterna. Su oído captó la aclamación de los redimidos, escuchó a los rescatados cantar el himno de Moisés y del Cordero […].

“Por la fe podemos estar en el umbral de la Ciudad eterna, y oír la bondadosa bienvenida dada a los que en esta vida cooperan con Cristo” (Elena G. de White, Los hechos de los apóstoles, pp. 479,480).

Amén. Gracias a Dios, para eso estamos.

Sobre el autor: Secretario ministerial de la División Sudamericana.