En Brasil, en 2010 eran 15.3 millones. Ciertamente, este año ya han superado la marca de los dieciséis millones. De entre los jóvenes de dieciséis a veinticuatro años, se estima que el 25% forman parte de este grupo. Aunque no tenemos estadísticas detalladas respecto a los otros países sudamericanos, se calcula que los porcentajes no son tan diferentes. De ser así, nos encontramos ante números expresivos que indican la magnitud del desafío que tiene la iglesia para alcanzarlos. Algunos los llaman los “sin-iglesia”, otros prefieren llamarlos “personas sin afiliación religiosa” o “no-religiosos”. En definitiva, es un sector creciente de la sociedad que no se vincula con instituciones religiosas.

Son muchas las causas de este fenómeno, que ciertamente se acentuó con la pandemia. La mentalidad posmoderna, la pluralidad religiosa en el hogar, la decepción con líderes o comunidades cristianas, las polarizadas posiciones de las organizaciones religiosas frente a las causas sociales y políticas, entre otras causas, permiten entender mejor por qué tantos están eligiendo alejarse de la iglesia, aun cuando la mayoría se sigue interesando por la espiritualidad y por muchos valores modelados por Jesús como la honestidad, la compasión, la fraternidad, la justicia y el amor.

James Emery White, reconocido experto en el fenómeno de los no religiosos, considera la posibilidad de que este movimiento sea una “semilla de renovación” para la iglesia cristiana (The Rise of Nones, p. 133). De hecho, fueron las crisis, a lo largo de la historia, las que han puesto a la iglesia en contextos propicios para el crecimiento. Y lo mismo puede ocurrir con este fenómeno de los no-religiosos.

Es interesante notar que la mayoría de este grupo no rechaza la existencia de Dios, pero tiene dificultad para aceptar que algunos discursos, estructuras y prácticas hechas en nombre de Dios reflejan realmente su voluntad. En cierto modo, esto es comprensible, ya que los medios nos exponen permanentemente a conceptos y actitudes reprobables de parte de todo tipo de líderes y usuarios religiosos. Para una generación hambrienta de autenticidad y consistencia, la lógica es simple: “¡Si esto significa ser cristiano, entonces me largo!”.

En esencia, una parte importante de las personas sin afiliación religiosa busca una experiencia de fe transparente, coherente, significativa y que haga la diferencia en un mundo marcado por la injusticia, el sufrimiento y la hipocresía. Elena de White hizo una observación que dialoga con esta expectativa cuando dijo: “Los incrédulos tienen derecho a esperar que los que profesan ser observadores de los mandamientos de Dios y de la fe de Jesús hagan más que cualesquiera otros para promover y honrar la causa que representan por su vida consecuente, su ejemplo piadoso y su activa influencia”. (Mensajes selectos, t. 1, p. 142). El problema aquí observado es que muchas veces “los profesos defensores de la verdad han demostrado ser los mayores obstáculos para su adelanto” (ibíd.).

Ante este escenario, la solución propuesta es “la de un reavivamiento de la verdadera piedad en nuestro medio” (ibíd., p. 142). En definitiva, nuestro contexto social tiene algunas similitudes con el que enfrentó la iglesia apostólica; y la forma en que los discípulos de Cristo afrontaron el desafío nos servirá –una vez más– de modelo. La comunidad cristiana fue fraterna, solidaria, eficaz y amorosa (Hech. 2:42-47), y esto impactó no solo en Palestina, sino en todo el mundo conocido (Hech. 17:6). Este testimonio dinámico y convincente de los seguidores de Jesús allanó el camino para que la Palabra fuera predicada a los paganos, resultando en el crecimiento explosivo del cristianismo. El Espíritu que estaba al frente de la misión en aquellos días está dispuesto a hacer lo mismo hoy. ¿Pero nosotros realmente creemos esto? ¿Estamos preparados para vivir este avivamiento?

Sobre el autor: editor de la revista Ministerio, edición de CPB