Cuando nuestras congregaciones se reúnen para el culto, algunas de las partes del programa tienen como objetivo inducir a los fieles a ser conscientes de la presencia de Dios. Esto es esencial porque ellos necesitan prepararse para comunicarse con su Hacedor. Sus cuerpos están en la iglesia, pero sus mentes podrían estar en cualquier otro lugar.

    Si pensamos un poco en ello, nos convenceremos de que el momento más elevado del servicio de culto es el de la oración pastoral, pues allí estamos hablando con Dios, y quien se dirige al Señor debiera expresar en palabras las muchas necesidades de los adoradores.

    Aclaremos esto con una ilustración. Supongamos que acompañamos a un labrador al palacio de un rey. Se le ha encargado la responsabilidad de hacer un pedido en favor de una aldea castigada por la pobreza. El viaje hasta el palacio fue largo, pero el labrador llegó a la hora fijada. Luego de pasar los centinelas, es introducido finalmente en la sala del trono. Su alma se llena de reverente temor. Cada momento es precioso, y su corazón late fuertemente a causa de la solemnidad de la ocasión. Cuando está por comenzar a decir todo lo que cuidadosamente había meditado, he aquí que, en ese momento crucial, empieza a tocar un conjunto musical. Ahora le cuesta ordenar sus pensamientos, pues se distrae por la intromisión de la música. Pero hace un esfuerzo, presenta su petición al rey, y finalmente termina de hablar. Y entonces, para su asombro, también la música cesa. ¡De modo que no había sido una interrupción, sino un acompañamiento! No puede evitar, sin embargo, este pensamiento. “¡Cuánto más libre me hubiera sentido si hubiese habido un ambiente de silenciosa meditación!”

    Esta parábola puede ayudarnos a analizar una tendencia que parece estar creciendo en popularidad en ciertos lugares. ¿Necesitamos que nuestras oraciones tengan acompañamiento musical? Concedido que se trata de música suave, de carácter meditativo: pero, ¿no significa aun esto una distracción? Nuestros antepasados puritanos, que asumían posiciones extremas en algunas cosas, no permitían instrumento musical alguno en sus cultos. Si aquellos antiguos guerreros de la cruz rehusaban acompañar incluso los himnos con instrumentos musicales, ¿qué hubieran opinado acerca de las oraciones acompañadas musicalmente? Esta práctica, nos apresuramos a decirlo para seguridad nuestra, está lejos de ser generalizada; pero lo que nos preocupa es la tendencia que estamos notando, y por eso escribimos esta nota. ¿No hemos de cuidarnos de introducir en nuestros cultos cualquier cosa que dificulte a los fieles oír a Dios y hablar con él? En lugar de agregarle acompañamiento musical a la oración, ¿no sería mejor animar a la congregación a pasar unos momentos en silenciosa y reverente meditación precisamente antes que se pronuncie la oración? Si se lo estima oportuno, este período de silencio podría tener un suave acompañamiento de órgano. Pero la música debiera terminar antes del comienzo de la oración, para que no haya distracción alguna cuando el que ora presenta a Dios las peticiones de la congregación. Tal práctica produciría una atmósfera sagrada en la reunión y ayudaría a todos a sentir que hay un servicio de culto que es realmente el portal de entrada al cielo.