Cuando terminó la oración, las lágrimas le corrían por el rostro. Dijo suavemente: “Nadie había hecho esto antes por mí”. 

Claro que lo hago -contestó mi colega en el ministerio-. Oro por los homosexuales como grupo. Además, oro por personas específicas. 

– ¿Qué tipo de oraciones eleva usted? 

– Bueno, veamos. Oro para que Dios los convenza de que la homosexualidad es una práctica abominable. Le pido que reprenda al enemigo que está obrando tan fuertemente para engañar a la gente a fin de que acepten el estilo de vida homosexual como normal. Y los reclamo para Cristo Jesús. 

– ¿Cómo reaccionan ellos cuando usted eleva una oración tal? 

– No lo sé. No creo que haya estado por allí alguna vez un homosexual para oír mis oraciones. 

– Muy bien, pero ¿qué tal si hubiera una persona homosexual allí a su lado  mientras usted ora? ¿Cómo oraría entonces? 

– Creo que oraría en forma general. Es la verdad, y tengo que decirlo. Quizá si oyeran mis oraciones les haría algún bien. 

Una visita muy triste 

Nuestra conversación tuvo algunas intermitencias y finalmente murió. Los recuerdos me llevaron de vuelta a un hospital donde había servido una vez como capellán. Un querido amigo yacía flácido y pálido en una cama. El dolor lo había atormentado cruelmente durante los años que había atendido a su amigo que estaba muriendo de SIDA. Y ahora, exhausto por la muerte de su amigo, había comenzado a perder su propia salud. 

Yo lo había visitado casi diariamente. A veces hablábamos de los asuntos de la vida diaria, otras de su lucha contra la enfermedad, de su peregrinación espiritual y finalmente de la muerte. Y sin embargo nunca habíamos orado juntos. Siempre que le preguntaba si quería orar, algo cambiaba en él. Se ponía a la defensiva. Luego sonreía y decía: “Por lo menos diga algunas buenas palabras en mi favor en algún momento de hoy”. ¿Le atemorizaba la oración porque pensaba que sería de la clase de oraciones que mi colega me había descrito en nuestra conversación? 

Un día enfoqué el asunto de una manera distinta: -Juan, hemos hablado de muchas cosas buenas y muy importantes durante un buen tiempo. Me siento muy conmovida de que me hayas permitido escucharlas y las hayas compartido conmigo. Yo sé que lo que voy a pedirte ahora es muy personal, y tiene que ver contigo. Y respetaré absolutamente lo que tú digas. ¿Te parecería bien que hiciéramos una oración juntos? 

Guardó silencio durante un largo tiempo, y luego mirándome con un gesto un tanto confuso, dijo: -Creo que me gustaría, pero yo no sé cómo orar. 

– ¿Qué te parecería si yo digo las palabras en voz alta y tú las vas repitiendo mentalmente? 

– Está bien, hagámoslo. 

Le ofrecí a Juan mi mano y él la tomó suavemente. Juntos cerramos los ojos, y dije: “Querido Dios, nuestro amigo que estás en los cielos, gracias por Juan. Gracias por habernos unido para compartir estos momentos. Señor, sólo deseo presentarte a mi amigo y pedirte que lo tomes bajo tu cuidado. Tú sabes cuán solitario y temeroso se siente a veces. Por tanto, Señor, por favor, quédate con él y sé también su amigo. Por favor, llena su corazón de esperanza y alivia su dolor. Señor, lo pongo en tus manos porque eres digno de confianza y te preocupas por él. Gracias por amar a Juan. Amén”. 

Cuando terminé de orar, Juan me miró con los ojos llenos de asombro, un asombro casi infantil. Pronto las lágrimas asomaron a sus ojos y fluyeron por su rostro. Entonces me dijo suavemente: “Nadie había hecho esto antes por mí”. 

Sobre la autor: Es directora y fundadora de Asociados para el Cuidado Pastoral de Utah.