Es tradicional en muchas personas, al fin y al comienzo de un año, ponerse a evaluar el pasado y a considerar las posibilidades del futuro. Una práctica tal no deja de tener su mérito. Le da al individuo la oportunidad de reconocer cuánto ha avanzado en la vida, cuál es el lugar donde se encuentra y cuál es el rumbo que lleva. Al llegar a este punto es necesario que se hagan algunas decisiones importantes. ¿Se debe continuar por la misma ruta? ¿Se debe cambiar de dirección? Nadie puede permanecer estático. Si el rumbo del hombre es bueno y recto, debe avanzar por él, aunque posiblemente tenga que hacerlo con mayor rapidez. Si está avanzando en dirección equivocada, el hombre sensato y honrado retrocederá sobre sus pasos o los invertirá por completo, pero siempre estará en movimiento, hasta hallar la debida dirección. No necesitamos hacer comentarios en cuanto a los resultados finales de aquellos que avanzan por una dirección equivocada.

Sin embargo, al hacer un inventario, no volvamos a vivir en el pasado, así éste haya sido bueno, indiferente o malo. Esto no entra en el plan de Dios. El ayer ya pasó. Puede haber estado lleno de gozo y de éxito, de tristezas y fracasos, pero no deja de ser asunto del pasado. Por lo tanto, debe echarse para siempre en el olvido. No tratemos de revivirlo; lo que el Señor quiere es que vivamos el día de hoy.

Algunos de los pasajes de las Escrituras más alentadores para los cristianos fueron escritos por el apóstol San Pablo cuando dijo: “Olvidando ciertamente lo que queda atrás.” (Fil. 3:13.) Todos recordaremos que su pasado estaba repleto de odio y persecución. Había manchado sus manos con la sangre inocente de los cristianos. Había sido enemigo del Maestro y de su pueblo. No había nada placentero o noble que recordar, pero tampoco traía esas cosas a su memoria para mortificar su alma. “Prosigo el blanco—dijo,—al premio de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús.” (Fil. 3:14.)

Pablo no permitió que su pasado lo redujere al silencio. Aceptó las promesas de Dios, que son las mismas que se nos hacen a nosotros: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados, y nos limpie de toda maldad.” (1 Juan 1:9.)

La base del perdón es simple y fácil. Es una cosa casi increíble. Nuestro pasado aparece tan espantoso que ni podemos imaginar siquiera una posible vía de escape. Sin embargo, contamos con la inequívoca promesa de Dios. En esa promesa está el poder para el perdón y la purificación; pero hay algo más aún. Cuando Dios perdona el pecado, no se acuerda más de él. ¿Por qué debemos recordarlo nosotros? Las personas que han sido perdonadas por Dios no quieren vivir en el pasado. Desean vivir la vida que Dios desea que vivan. El apóstol, como una criatura nueva y que había sido perdonada, se puso a la tarea de convencer a todos los hombres para que entregasen su corazón a Cristo.

Al mirar nuestros errores y fracasos del pasado, sería bueno que también nosotros confesáramos esas cosas; pero luego debemos aceptar las promesas de Dios, olvidar el pasado e implorar su gracia para vivir el día de hoy.

Todo cristiano, en especial aquel que está prestando sus servicios en el ministerio, tiene gloriosas oportunidades para ser útil y alcanzar el éxito en este día. Estas oportunidades serán eficaces mediante una vida que ha sido perdonada y que se ha dedicado al servicio y a la devoción del Maestro.