El género al que pertenecemos es un don del amor de Dios, y no debería constituir un obstáculo para que nos realicemos en la vida.

El profesor de anatomía era un hombre enorme e impresionante, ¡de veras impresionante! Tenía un cabello gris plateado y ojos azules acerados que lo traspasaban a usted de lado a lado con más precisión que el escalpelo de un cirujano. Yo temblaba ligeramente. No se debía únicamente a la crudeza del frío de aquel día otoñal en el sur de Nueva Zelandia; tampoco al hecho de que yo estaba allí con mi padre para pedir que se me concediera el privilegio de faltar a clases los sábados a un hombre que se había negado a ‘tal simpleza’ durante muchos años. Era el hombre en sí el que me causaba aquel temblor.

Él escuchó atentamente mientras mi padre le pedía que nos permitiera a un joven y a mí faltar a clases los sábados. Él nos aseguró que ya se había aprobado este beneficio y que no tendríamos problemas. Sonrió magnánimamente, dio algunas palmadlas cariñosas en el hombro del joven y dijo: “Bienvenido a la escuela de medici.na, compañero”. Mi padre se apresuró a aclarar las cosas. “Profesor, mi hija también ha sido aceptada en la escuela”, dijo orgullosamente.

El profesor se detuvo y su sonrisa se desvaneció.

Levantó maquinalmente sus manos hasta la altura de su inmensa frente y casi rugió: “¡Oh, no! ¡No una mujer! ¡No otra mujer!”

Yo me ruboricé hasta ponerme como la grana, el joven sonrió, y en el rostro de mi padre se reflejó el dolor que la herida le había causado. De alguna manera logramos salir de aquel lugar sin que el profesor dijera ni una palabra más.

Eso ocurrió hace 27 años. Aquel exabrupto del profesor deshizo en el polvo el orgullo de mi corazón de 18 años de edad. Pero cuando el tiempo curó la herida llegué a agradecerle a aquel caballero (en mi corazón, por supuesto, porque nunca tendría el valor de enfrentarme con él otra vez), por haberme enseñado una lección muy valiosa: que antes de llegar ser una doctora en medicina, una secretaria, una maestra, yo era en primer lugar una mujer.

En el principio Dios creó a la raza humana a su imagen, varón y hembra los creó (Gén. 1:27). El género es una de aquellas cosas raras y hermosas cuyo origen se remonta al Edén. Dios pudo habernos hecho como gusanos, hermafroditas, autosuficientes, y monótonamente iguales. Pero no lo hizo. Decidió hacemos interdependientes y emocionantemente desiguales (o, diferentes, si lo prefiere).

Quizá la pista que nos conduzca a la razón para la existencia de esta diferencia se halla en la declaración de que Dios creó a los seres humanos a su imagen. Nuestro Dios es una Trinidad, cuya unidad de propósitos se expresa en una diversidad de funciones. Por eso el breve pero dramático papel que Jesús el Hijo desempeñó aquí en la tierra no es ni mayor ni inferior a esa función tan suave y gentil que realiza Dios el Espíritu Santo al buscarnos y capacitarnos espiritualmente. Pero esas funciones no son, en modo alguno, iguales, ni intercambiables. Así que Dios, al crear a la humanidad, no sólo compartió con nosotros su imagen, su poder de razonar, o su libertad, sino también su pluralidad. Parece, por lo tanto, que el género que nos distingue es algo que deberíamos considerar como un tesoro; ser hombre o mujer es pertenecer a algo misteriosamente divino.

El género, un don del amor divino

Si el género es un don del amor divino es importante que comprendamos la forma en que él quiere que usemos y desarrollemos este don. Decimos muy a menudo que el matrimonio y el sábado fueron las únicas dos “instituciones” que nos llegaron directamente desde el Edén, lo cual es cierto. Parece, sin embargo, que cuando reconocemos el origen divino del matrimonio no nos damos cuenta que éste se basa en el don previo del género, y que es posible cumplir el propósito divino sin estar casado. Lo que me gustaría explorar es si existe o no una teología de la diferencia de género.

Muchas mujeres cristianas, y yo entre ellas, pueden testificar que al aceptar de todo corazón el liderazgo de sus esposos en sus matrimonios han aumentado su propia felicidad y la de sus familias. Aceptar esto no es fácil, y muchas esposas sucumben con mucha frecuencia a la tentación de tomar ellas las riendas del reino, con resultados desastrosos. ¿Podríamos concluir, en base a esto, que las mujeres son menos aptas que los hombres o que los hombres son chauvinistas incurables?, o ¿hay alguna profunda verdad espiritual implícita a todas las mujeres casadas o no?

El hecho de que Dios creara a Eva de una costilla de Adán sugiere que ella era igual a él en valía, pero no prueba que era igual en función. Sabemos que ella fue creada específicamente para ser “ayuda idónea para él” (Gén. 2:18); pero, ¿en qué forma se suponía que lo ayudaría? Cuando el pecado entró Eva se dedicó básicamente a la tarea de dar a luz a los hijos y cuidarlos, mientras que Adán tenía a su cargo la obra más agresiva de luchar con su medio ambiente para sostener a su familia.

Siendo así, ¿la crianza de los hijos es la única tarea apropiada para la mujer, o quizá la más clara expresión de esa función es un ejemplo supremo? ¿Qué quiere decir Pablo cuando declara en 1 Timoteo 2:15 que una mujer “se salvará engendrando hijos, si permanece en la fe, amor y santificación, con modestia”? ¿Está sugiriendo que la mujer debe tener hijos para poder salvarse? Llegar a esta conclusión sería desvirtuar las firmes y frecuentes declaraciones del apóstol de que la salvación se obtiene únicamente por la fe en Cristo Jesús. Lo que quiere decir es que el cuidado de los hijos es una expresión superior de la femineidad que las otras dos formas mencionadas en el contexto de 1 Timoteo 2:9-15.

La primera de estas dos formas es el adorno exterior. Obviamente la industria de la moda estaba tan activa en los días de Pablo como en los nuestros, por lo cual amonesta que las “mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no con peinado ostentoso, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos” (1 Tim. 2:9). Un consejo similar se encuentra en 1 Pedro 3:3. El deseo de presentarse en forma atractiva es un impulso natural en la mujer. Muchas de las grandes mujeres de la Biblia fueron bellas. Sara era tan atractiva aun cuando ya era casi una anciana, que le causó problemas a su esposo. Ester ganó un concurso de belleza, y Rebeca y Raquel eran de hermosa apariencia y bello aspecto. Por tanto, es apropiado que una dama cristiana busque el mejoramiento de su apariencia física, pero no es el propósito principal de su sexo.

La segunda expresión femenina que preocupa a Pablo se halla en 1 Timoteo 2:11, 12: “La mujer aprenda en silencio con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio”. Esta declaración hace que se acelere el ritmo cardíaco y que se eleve la presión de la sangre hasta de la mujer más dulce y suave. Hay algunos grupos formados por sinceros cristianos que toman este pasaje muy literalmente. ¿Pero cuál es el cuadro completo que presenta la Biblia? Consideremos a la profetisa Ana. En Lucas 2:38 leemos que “presentándose en la misma hora, daba gracias a Dios, y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén”. Los versículos anteriores indican que ella no se apartaba del templo. Obviamente, por lo tanto, era allí donde hablaba, y es bastante claro que lo que hacía era enseñar.

¿Qué quiso decir Pablo, entonces, cuando dijo que las mujeres deberían guardar silencio? El apóstol se explica más adelante al discutir el pecado de Adán y el de Eva. El pecado de Eva no la condena al silencio. Lo que se enfatiza aquí es que ella debía reconocer la autoridad de Adán. Por tanto, el verdadero énfasis del mensaje de Pablo no es que las mujeres enmudezcan sino que reconozcan la autoridad de origen divino que tiene el hombre. ¿Qué autoridad tiene el hombre sobre la mujer? La misma que tiene Jesús sobre la iglesia: una autoridad hermosa, solícita, abnegada y que marca el camino a seguir (véase Efe. 5:22-28).

Dar a luz a los hijos y cuidarlos

Es posible que algunas mujeres se pregunten por qué Pablo menciona el dar a luz a los hijos y cuidarlos como la expresión suprema del papel femenino.

La encarnación del Hijo de Dios puede darnos luz al respecto. Cuando vino el cumplimiento del tiempo y Dios envió a su Hijo, podría haber organizado su llegada a esta tierra por medios y métodos espectaculares. Uno de estos métodos (que ya había usado y que habría enfatizado el papel inferior y subordinado de las mujeres de una vez por todas), podría haber sido elegir a un hombre, anestesiarlo, quitarle una costilla, y preparar con ella un cuerpo perfecto para el Hijo de Dios. Pero no, Dios decidió realizar el milagro en el cuerpo de una mujer joven, demostrando que todavía honraba la creación especial de la mujer. Al mismo tiempo Dios honró el papel masculino dándole un esposo a María, que no necesitaba en el sentido biológico, pero a quien se le confió el cuidado de ella, y a quien se le dio autoridad para hacer decisiones en su lugar, por ejemplo, en la necesidad de huir a Egipto. Fue a José, y no a María, a quien fue enviado el ángel con el mensaje de la necesidad de huir.

¿Cuál fue entonces el papel de María? Dios le confió a ella el cuidado y desarrollo de su Hijo en forma humana. En un sentido especial, ella hizo posible la obra de Jesús; hizo posible que Dios pudiera manifestarse al mundo.

Consideremos a otras grandes mujeres de la Biblia y veamos en sus vidas esta obra especial de “hacer posible” este ministerio que les permite desarrollar el potencial dado por Dios. Consideremos, por ejemplo, a Miriam. Gracias a su cuidado y prudencia salvó la vida del dirigente escogido por Dios. Más tarde la vemos en la orilla del mar Rojo cantando un himno de triunfo que ayudó a los israelitas a comprender más plenamente lo que Dios había hecho por ellos. Sin embargo, no satisfecha con esta función divina, aspiró al liderazgo, pero Dios declaró inmediatamente que eso no era posible.

Débora era tanto profetisa como juez. Vivió en tiempos muy difíciles, cuando Israel estaba bajo la opresión de los cananeos. Dios la capacitó para juzgar a Israel y hacer que su pueblo aprendiera a discernir entre lo correcto y lo erróneo. Cuando comenzó la guerra, ella llamó a Barac para que dirigiera la operación. Sin embargo, a petición de él, ella continuó desempeñando su papel de alentar y “hacer posible” yendo con él al campo de batalla. Ella pudo haber ejercido el liderazgo, pero decidió trabajar junto a un hombre.

El valor de Rahab y su rápida decisión permitió a los espías de Israel regresar con vida y también garantizó la salvación de su familia. La devoción y el amor de Rut fue lo que capacitó a Noemí y a las mujeres de Belén para preservar el linaje de Judá del cual nació Jesús. Josaba rescató valientemente al rey Joás y el valor de Ester salvó a toda la nación.

Proverbios 31 da una profunda descripción de la mujer ideal, enérgica, dinámica, solícita y responsable tanto con su familia como con la comunidad. Ella hace que su familia se sienta protegida, que su marido sea un líder entre los ancianos de su pueblo, que sus siervos trabajen bien y que sus hijos la amen. Y “abre su boca con sabiduría, y la ley de clemencia está en su lengua” (vers. 26). ¿No fue Elena G. de White ese tipo de persona, que “hizo posible” el desarrollo de un pueblo especial que se prepara para la segunda venida de Cristo? Quizá su papel nunca fue de carácter administrativo, pero fue decisivo y muy destacado.

Un ministerio capacitador

Este ministerio capacitador no es, en ningún sentido, de menor valor y de dignidad inferior. Me refiero otra vez al ministerio de la Trinidad. El Espíritu Santo es Consolador y Consejero. El glorifica a Jesús. Convence al mundo de pecado, de justicia, y de juicio. Él nos capacita para vivir vidas victoriosas y fructíferas. ¿Rebaja este ministerio capacitador, de algún modo, la dignidad e igualdad de la persona del Espíritu Santo dentro de la Trinidad?

Cuando las mujeres aceptan su ministerio capacitador imprimen una nueva dignidad y valor a su obra. Saben que al ayudar a sus esposos y a sus hijos a lograr el desarrollo de todo su potencial, están cumpliendo el propósito de Dios para sus vidas. ¿Podemos imaginar cuánto mejor sería el mundo si las mujeres dedicaran más tiempo a escuchar a sus hijos, a hablar con ellos para guiarlos y alentarlos?

Sin embargo, el matrimonio y la familia no son prerrequisitos esenciales para el desarrollo integral de la mujer. En realidad, si pudiéramos comprender la importancia capital que tiene el papel capacitador de las mujeres, desaparecerían muchas de las disputas y resentimientos en las discusiones sobre lo que ellas deberían y lo que no deberían hacer. Una maestra, iluminada y fortalecida por el Espíritu Santo, puede verse realizada en la obra de ayudar a sus discípulos a lograr el desarrollo de todo su potencial. Una jefa de enfermeras no se considerará gerente del personal de enfermería, sino como capacitadora de las enfermeras que están bajo su responsabilidad a fin de que funcionen eficientemente en el cuidado de los pacientes.

¿Y qué acerca de la ordenación? Una mujer no necesita luchar para obtener la ordenación como ministro porque se sienta capaz de exponer las Escrituras como cualquier hombre. Y tampoco es esencial la ordenación para la realización de la mujer como persona. Sin embargo, pueden producirse circunstancias especiales en las cuales una mujer, con temor y temblor como Moisés, Isaías, o Jeremías, puede sentir la necesidad de que se la ordene formalmente. Tales situaciones podrían darse, por ejemplo, en lugares como China, donde pocos hombres pueden entrar al ministerio evangélico. O quizá una mujer llamada al ministerio en las prisiones puede encontrar que las autoridades gubernamentales le exijan credencial ministerial. Para ella, en este caso, la ordenación sólo sería un reconocimiento, de parte de los demás, de su ministerio capacitador en las prisiones.

Dos mujeres me han inspirado grandemente. Ambas solteras y ambas de la India: Ida Scudder, de Christian Medical College (Facultad Cristiana de Medicina), en Vellore; y la Madre Teresa, de Calcuta. La Dra. Scudder se convirtió en médico para servir a las mujeres del Sur de la India, donde las barreras culturales impedían que los médicos varones las ayudaran. Ella no sólo ayudó a las pacientes que estaban a su alcance, sino que su visión de una escuela de medicina inspiró a millares de jóvenes, hombres y mujeres a entrar en el ministerio de curación. Ella era una persona verdaderamente femenina.

La Madre Teresa, que era originalmente una maestra monja de Yugoslavia, oyó el llamado de Dios a trabajar con los desposeídos de Calcuta. Escuchémosla expresar su visión de su sentido de realización: “Si usted en realidad está haciendo la obra que se le ha confiado, entonces debe hacerlo con todo su corazón. Y usted sólo puede salvar a otros siendo honesto y trabajando con Dios. No es tanto la cantidad que hacemos, sino cuánto amor, honestidad y fe impulsan nuestra obra. Lo que hacemos no nos diferencia. Yo no puedo hacer lo que usted hace, y usted no puede hacer lo que yo hago. Pero todos estamos haciendo lo que Dios nos encomendó que hiciéramos. Sólo de vez en cuando olvidamos esto y perdemos tiempo, mucho tiempo, observando a otros y deseando hacer otra cosa. Perdemos nuestro tiempo pensando en el mañana, dejando que pase el hoy y el ayer ya se fue?”.[1]

Sobre el autor: Elizabeth Ostring es médica en el Hospital Adventista Tsuen Wan, en Hong Kong.


Referencias

[1] Desmond Doig, Madre Teresa, su obra y su gente (Glasgow: Collins. 1980), pág. 138.