Un libro que alcanzó popularidad hace algunos años se titulaba La Arqueología Prueba la Biblia. Fué un título desacertado, porque la arqueología no pretende probar que la Biblia sea verdadera, y ni tiene recursos para tanto. Estrictamente hablando, sólo se puede probar un concepto en el campo de las matemáticas. Fuera de esta esfera, al estudioso le compete solamente reunir evidencias que favorezcan ésta o aquélla opinión; y naturalmente, la evidencia preponderante se acepta como conclusiva, esto es, por lo menos hasta que nuevas y mejores evidencias obliguen a revisar la conclusión lograda. Luego, en rigor, la arqueología no prueba la Biblia, como tampoco la historia prueba que Julio César fué asesinado en Roma en 44 AC.
Además de esto, debemos recordar que el hecho más importante acerca de la Biblia es que se presenta como una revelación divina especial. Como tal, apela a la fe, y por fe aceptamos sus admirables declaraciones como verdaderas. Ninguna ciencia tiene derecho a penetrar en (4 atrio de la fe. Si no hay fe en el corazón del estudioso, no es la arqueología la que puede generarla, sino sólo el Espíritu Santo.
Con esta restricción en mente, nos preguntamos: ¿Cuál es la contribución de la arqueología al estudio comprensivo de la Biblia? Puede proporcionar evidencia de que las declaraciones históricas y geográficas de la Biblia son auténticas, y que corresponden a la realidad hasta donde é-ta puede ser conocida. Pero la Biblia es mucho más que un conjunto organizado de declaraciones históricas. Es también una revelación de Dios y una confesión de fe, y, como tal, trasciende a la investigación científica.
Otro hecho que se olvida con frecuencia es que de las muchas declaraciones históricas contenidas en la Biblia, la arqueología ha corroborado sólo una fracción de ellas. Digamos de paso que esa fracción aumenta de día en día. Nada se ha dicho hasta hoy, por ejemplo, acerca de la presencia de José como primer ministro de la corte de los faraones, sobre Ester en la corte de Asuero, o respecto de Darío, el medo, que habría ejercido el gobierno del Imperio Medopersa, según Daniel 5:31. Pero el relato bíblico ha sido vindicado en tantos puntos otrora controvertidos, que es de suponer a priori que también lo será en los que hemos mencionado.
Ya pasó a la historia el día en que los críticos de la Biblia, entronizados en sus cátedras universitarias, podían rehacer el texto bíblico y la historia sagrada a su gusto. Como afirmaba con frecuencia el Dr. W. F. Albright, respetado internacionalmente como una de las mayores autoridades en arqueología de Palestina y países adyacentes, ya no es el creyente en la autenticidad de la Biblia quien debe estar a la defensiva, sino el crítico. En vez de abordar las afirmaciones históricas de la Biblia como probablemente erradas —tal era la actitud de ciertos círculos hace 50 años—. en la actualidad la única actitud correcta consiste en acercarse a la Biblia con el respeto debido a una fuente de información habitualmente auténtica.
La arqueología ha hecho algo más que confirmar las afirmaciones bíblicas relativas a ciertos hechos históricos. Ha puesto en claro muchas costumbres que nos parecían extrañas y oscuras. Ilustremos este punto. ¿Por qué Raquel hurtó Jos ídolos de su padre y los ocultó con tanto cuidado? (Gén. 31:34). Hoy sabemos que, de acuerdo con las costumbres de la época, la posesión de los ídolos de la casa del suegro garantizaba al yerno el derecho de recibir su parte de la herencia de la esposa, que de otra manera le podría ser negada. Eso explica el celo con que Raquel se apropió de los ídolos paternos. Conviene recordar que las excavaciones hechas en Jericó y otros lugares aclaran que estos ídolos hechos de terracota podían ser bien pequeños; a veces tenían apenas un palmo de altura. Los arqueólogos los denominan “figurillas”.
Según el Dr. E. A. Speiser, de la Universidad de Pensilvania, documentos hititas y otros hallados en Ur, muestran claramente que los de aquella época protegían solemnemente a la esposa que también era hermana, como en el caso de Sara. En estas condiciones, era considerado un crimen doblemente grave privar a un hombre de su esposa. Esto aclara el interés de Abrahán en destacar este aspecto de su casamiento con Sara cuando viajaban por tierras extranjeras.
Las tablillas desenterradas por Andró Parrot y otros arqueólogos en los archivos de Mari, situada en el ángulo del Éufrates, muchas de las cuales revelan la influencia de Ur (1600 AC), aclaran que entre los habitantes de Ur al padre le era permitido dar la primogenitura a quien él quisiese, independientemente de la edad de los hijos, y que la última voluntad paterna era inapelable. Tales testamentos comenzaban con las palabras: ‘‘Ahora estoy viejo…”, lo cual nos recuerda la declaración de Isaac al escoger la fecha para dar la primogenitura a uno de sus hijos (Gén. 27:2).
Decíamos que la arqueología no ha encontrado nada que confirme la actuación de José en la corte de los faraones; ninguna declaración específica de la presencia de los israelitas en Egipto. Sin embargo, recordemos que las inscripciones monumentales de Egipto no buscaban registrar la historia corriente, como es el caso de los “anales” de los reyes de Asiria, sino simplemente glorificar al faraón reinante. No era costumbre mencionar en estas inscripciones las derrotas o hechos que desmerecieran a la casa real. Eso explica que, por ejemplo, no contengan ninguna referencia al éxodo de los israelitas. No obstante, de vez en cuando ven la luz pequeños hechos que confirman la verosimilitud de la historia bíblica. Veamos el siguiente, extraído del libro de W. F. Albright, From the Stone Age to Christianity:
“Ambos nombres de las parteras mencionadas que habrían servido a las israelitas en el tiempo del nacimiento de Moisés, Shiprah y Puah, han sido probados (1954) como buenos nombres norte-semíticos de mujer en el segundo milenio antes de Cristo. Es apenas un detalle, pero toda vez que algunos eruditos eminentes declaraban ficticios tales nombres, esto es significativo” (págs. 13, 14).
Otra declaración útil:
‘“Sabemos por una inscripción egipcia que un nombre formado con Shaddai, que según la tradición bíblica ha sido el nombre patriarcal de Dios antes que el de Jahveh (Jehová) fuera introducido, fué empleado por los semitas que vivían en Egipto antes del éxodo” (Id., pág. 15).
Las evidencias indirectas como éstas obligan a los eruditos a tratar el texto bíblico con mayor consideración. El escepticismo gratuito, como era la moda hace algunos años, está siendo sustituido por un saludable respeto a medida que la pala del arqueólogo va sacando a luz los restos de las civilizaciones antiguas.
Ahora tenemos confirmación directa de la veracidad de la deportación de Joaquín a Babilonia, donde permaneció prisionero durante 37 años (compárese Jer. 52:31 con 2 Rey. 24:8-15). El relato de su perdón y de que recibió un lugar en la mesa del rey era puesto en duda por los críticos. Cuatro tablillas encontradas en Babilonia no sólo mencionan su nombre, sino también las raciones exactas acordadas a su familia.
Otra confirmación directa que llegó a ser clásica es la de Belsasar como corregente de Babilonia con su padre Nabonido. Ningún historiador griego registraba su nombre. La Biblia estaba sola en su afirmación, y estaba en lo cierto.
Lo mismo es verdad en cuanto a la declaración de Isaías 20: 1 referente a Sargón como general asirio y eventualmente rey. La historia ignoraba la existencia de Sargón. Tan rápida fué la desaparición de Nínive después de su ruina en 612 AC, que cuando Jenofonte pasó por ese lugar doscientos años después en la célebre retirada de los diez mil, ni siquiera reconoció las ruinas de los palacios de Sargón y Asurbanipal. Se necesitó la pala del padre Botta y de otros excavadores para aclarar la realidad histórica de Sargón. En este caso los monumentos corrigieron a los críticos que negaban la validez de la referencia bíblica a Sargón como personaje histórico. Pero cuando en un monumento Sargón se presenta como conquistador de Samaría, es la Biblia la que debe corregir a Sargón, porque no fué él, sino Salmanasar V (2 Rey. 18:9) quien conquistó a Samaría en 722/21 AC. Tal es la honrosa posición que la Biblia ocupa en la actualidad.
Repetimos que en un tiempo los críticos pretendían corregir la Biblia. Posteriormente los monumentos pasaron a corregir a los críticos. Hoy es la Biblia la que corrige a los propios monumentos cuando éstos contienen declaraciones de algún rey jactancioso, como en el caso de Sargón. Es de esperar que esta posición de respeto que ocupa la Biblia en el presente entre las autoridades competentes que la juzgan como fuente histórica, se consolide todavía más con el progreso de las investigaciones arqueológicas.