El horizonte perdido, de James Hilton,[1] describe el accidente de un avión que, por falta de combustible, es obligado a posar de noche en las gélidas montañas tibetanas. Con el impacto del aterrizaje, el piloto muere, pero los cuatro pasajeros sobreviven y son conducidos por un grupo de tibe-tanos hacia el monasterio lamaísta de Shangri-La. En aquel lugar paradisíaco no existe el mal, la vida crece en amor y en sabiduría, y las personas son muy longevas. Ese romance utópico expresa una de las más profundas aspiraciones del ser humano: el anhelo de un mundo mejor, sin la presencia del pecado, del mal o de la muerte.

En contraste, la esperanza bíblica de “cielos nuevos y tierra nueva” (2 Ped. 3:13) se basa en la inmutable Palabra de Dios. A su vez, el apóstol Juan vio en visión profética el “cielo nuevo” y la “nueva tierra”, al igual que la Nueva Jerusalén, donde no habrá “muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor” (Apoc. 21:1-4).

Pero el acceso al cielo nuevo y a la Tierra nueva de felicidad perenne pasa por el camino estrecho de la cruz (Mar. 8:34); pues “solamente por la gracia inmerecida de Cristo alguien puede entrar en la ciudad de Dios”.[2] Sin duda, “la cruz es un puente, en realidad el único puente, que une el tiempo con la eternidad, y este mundo con la vida eterna”.[3]

Preparándose para el cielo

Cristo declaró a sus discípulos: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:32). Elena de White aclara: “Cristo debe ser revelado al pecador como el Salvador que muere por los pecados del mundo; y, cuando consideramos al Cordero de Dios sobre la cruz del Calvario, el misterio de la redención comienza a abrirse a nuestra mente y la bondad de Dios nos guía al arrepentimiento. Al morir Cristo por los pecadores, manifestó un amor incomprensible; y este amor, a medida que el pecador lo contempla, enternece el corazón, impresiona la mente e inspira contrición en el alma. […] El pecador puede resistir a este amor, puede rehusar ser atraído a Cristo; pero si no se resiste será atraído a Jesús. Un conocimiento del plan de la salvación lo guiará al pie de la cruz, arrepentido de sus pecados, que han causado los sufrimientos del amado Hijo de Dios”[4]

Por el poder de la cruz, el pecador es liberado del imperio de las tinieblas “y trasladado al reino de su amado Hijo” (Col. 1:13). Como ciudadano del Reino de gracia, él vive en este mundo sin ser del mundo (Juan 17:15,16), esperando, como Abraham, “una [patria] mejor, esto es, celestial” (Heb. 11:16). Su mayor placer es vivir “en Cristo” (2 Cor. 5:17) y tener la “mente de Cristo” (1 Cor. 2:16), y familiarizarse en esta vida con los héroes de Dios que serán sus compañeros en la eternidad. En realidad, aquellos que serán llevados al cielo “educan sus mentes para poder cantar los himnos del cielo”.[5] Ya están tan familiarizados con la atmósfera celestial que el propio cielo no les será un lugar extraño, pues los que quieren “ser santos en el cielo primero [deben] serlo en la Tierra”.[6]

Los justos de todas las épocas serán resucitados y se unirán a los justos vivos en un gran cortejo que ascenderá a la Nueva Jerusalén. “La ciudad de Dios abrirá sus puertas de oro para recibir a aquel que durante su permanencia en la Tierra aprendió a confiar en Dios para obtener dirección y sabiduría, consuelo y esperanza, en medio de las pérdidas y las penas. Los cantos de los ángeles le darán la bienvenida allá, y para él dará frutos el árbol de la vida”.[7]

Finalmente en el hogar

La filosofía griega generó una concepción dicotómica de la realidad, marcando un contraste entre la vida presente, en este mundo material y tangible, y la vida futura, en un supuesto mundo inmaterial y etéreo de las ideas. En contraste con el pensamiento griego, la inspirada Palabra de Dios describe el cielo y la Tierra nuevos desde una perspectiva tan real y concreta como el mundo en que vivimos, pero sin las limitaciones impuestas por la presencia del pecado. Allí, “en esas pacíficas planicies, junto a las corrientes vivas, el pueblo de Dios, por tanto tiempo peregrino y errante, encontrará un hogar”.[8]

Los redimidos vivirán en un ambiente perfecto, donde las flores no se marchitarán y los animales ya no serán feroces (Isa. 65:17-25). Allí “no habrá memoria, ni más vendrá al pensamiento” (vers. 17), no en el sentido de una amnesia absoluta, sino que los recuerdos negativos no podrán privarnos de la felicidad de los redimidos.

El cielo también es un lugar de socialización perfecta, donde “los redimidos conocerán como son conocidos”.[9] Aun sin casarse, los vínculos familiares y de amistad no serán deshechos entre ellos. Se nos asegura que, en la mañana de la resurrección, los niños serán llevados por los ángeles a los brazos de sus madres, y amigos que habían sido separados por la muerte se reunirán para nunca más separarse.

En el diálogo entre los redimidos, surgirán expresiones de gratitud hacia aquellos que los condujeron a la salvación en Cristo.[10]

Qué privilegio será convivir con las innumerables huestes angelicales y, especialmente, con el propio ángel que Dios nos asignó como ángel guardián.

Luego, “todo redimido comprenderá la obra de los ángeles en su propia vida. Qué sensación le producirá conversar con el ángel que fue su guardián desde el primer momento […]”.[11]

Ninguna estructura terrestre, por más bella y suntuosa que sea, puede ser comparada con el magnífico Santuario/ Templo celestial (Heb. 8:2; Apoc. 11:19), en donde está el propio Trono de Dios. El libro del Apocalipsis dice que los salvos adorarán “delante del trono de Dios, y le sirven día y noche en su templo” (Apoc. 7:15; cf. 21:22). Elena de White agrega: “/Oh, cuán felices seremos cuando nos reunamos junto al Trono, revestidos de las túnicas blancas de la justicia de Cristo/ No habrá más pesar ni separación, sino que moraremos en paz, felicidad y gloria por las edades sin fin de la eternidad”.[12]

Pero el supremo privilegio de los redimidos será ver a Dios cara a cara. El apóstol Juan afirma que, cuando Dios se manifieste, “seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Juan 3:2); y que los siervos de Dios lo servirán y verán su rostro (Apoc. 22:3,4). Cristo aseguró: “Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios” (Mat. 5:8). De acuerdo con Elena de White, “los de limpio corazón viven como en la presencia de Dios durante los días que él les concede aquí en la Tierra y lo verán cara a cara en el estado futuro e inmortal, así como Adán cuando andaba y hablaba con él en el Edén”.[13] “Y ¿en qué consiste la felicidad del cielo sino en ver a Dios? ¿Qué gozo mayor puede haber para el pecador salvado por la gracia de Cristo que el de contemplar la faz de Dios y conocerlo como Padre?”[14]

Explorando el universo

Los redimidos de Dios tendrán el privilegio de explorar en mayor detalle el universo infinito. En realidad, “todos los tesoros del universo se ofrecerán al estudio de los redimidos de Dios. Libres de las cadenas de la mortalidad, se lanzan en incansable vuelo hacia los lejanos mundos, mundos a los cuales el espectáculo de las miserias humanas causaba estremecimientos de dolor, y que entonaban cantos de alegría al tener noticia de un alma redimida. Con indescriptible dicha, los hijos de la Tierra participan del gozo y de la sabiduría de los seres que no cayeron. […] Con visión clara, consideran la magnificencia de la creación -soles y estrellas y sistemas planetarios que, en el orden a ellos asignado, circuyen el Trono de la Deidad”.[15]

Los misterios de la vida, tan difíciles de ser entendidos, serán estudiados con mayor profundidad. Pero el objeto de supremo estudio será el amor de Dios revelado por medio del plan de salvación. “La cruz de Cristo será (a ciencia y el canto de los redimidos durante toda la eternidad. […] Nunca olvidarán que aquel cuyo poder creó los mundos innumerables […] se humilló para levantar al hombre caído; que llevó la culpa y el oprobio del pecado, y sintió el ocultamiento del rostro de su Padre, hasta que la maldición de un mundo perdido quebrantó su corazón y le arrancó la vida en la cruz del Calvario”.[16]

Aún estamos en este mundo de pecado y de sufrimiento. Pero todas las evidencias demuestran que “el gran conflicto se está aproximando a su final. Las noticias de cada calamidad que ocurre en el mar o en la tierra son testimonios del hecho de que el fin de todas las cosas está cercano. Las guerras y los rumores de guerra así lo indican. ¿Hay algún cristiano cuyo pulso no se apresure al anticipar los grandes acontecimientos que se están desarrollando ante nuestros ojos? El Señor está por venir. Oímos los pasos de un Dios que se aproxima (…)”.[17]

Ante las señales que apuntan hacia el fin de todas las cosas y de las maravillas que Dios ha preparado para los que lo aman, nos corresponde preguntarnos: “Porque ¿qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Mar. 8:36). Sin duda, “el cielo es de mayor valor para nosotros que cualquier otra cosa, y si perdemos el cielo hemos perdido todo”.[18] Por lo tanto, la preparación para la eternidad “debería ser la primera y única ocupación real en la vida”.[19]

Sobre el autor: En el momento de escribir este artículo, se desempeñaba como rector del SALT y coordinador de Espíritu de Profecía en la División Sudamericana.


Referencias

[1] Ver James Hilton, Lost Horizon (Nueva York: William Morrow, 1933).

[2] Palabras de vida del gran Maestro, p. 325

[3] Alberto Timm, “O camino da cruz e a Palabra de Deus”, Revista Adventista (Tatuí: CPB) (febrero de 2001), p. 10.

[4] El camino a Cristo, pp. 25, 26.

[5] Testimonios para la iglesia, t. 2, p. 239.

[6] Eventos de los últimos días, p. 299.

[7] El discurso maestro de Jesucristo, p. 85.

[8] El conflicto de los siglos, p. 734.

[9] Ibíd, p. 735.

[10] Obreros evangélicos, p. 535.

[11] La educación, p. 30 5.

[12] Cada día con Dios, p. 333.

[13] El discurso maestro de Jesucristo, p. 27.

[14] El ministerio de curación, p. 328.

[15] El conflicto de los siglos, p. 736.

[16] Ibíd, p. 709.

[17] El evangelismo, p. 163.

[18] Hijos e hijas de Dios, p. 351.

[19] Testimonios para la iglesia, t. 2, p. 509.