Cuando yo era niño, mis padres vivían en un pueblito que distaba más de cien kilómetros de la iglesia adventista más cercana. En ese tiempo Ja gente viajaba en coches y en caballos, y no se aventuraba a salir muy lejos de su hogar.
Un pastor solía visitarnos una vez por año, o cada dos años; y esas visitas constituían acontecimientos memorables. Hablábamos de este piadoso hombre durante semanas después de su partida comentando sus palabras y sus modales, y el profundo interés que manifestaba por nosotros. También comenzábamos a contar los días que faltaban para su próxima visita.
Posteriormente, un pastor se trasladó a nuestro pueblo y comenzó a dar una serie de reuniones de evangelismo. Por cierto que nosotros asistimos a todas. “Nuestro pastor”, como lo llamábamos, y su esposa, eran personas abnegadas. Hablaban de sacrificio y lo practicaban en sus vidas.
Todos apreciaban a nuestro pastor, excepto los predicadores de otras denominaciones, que habían perdido algunos de sus miembros recibidos en nuestra iglesia. Comenzaron a censurarlo, y a ridiculizar a los adventistas. Todo esto afectó mi vida, porque asistía a una escuela pública, ya que nuestra iglesia carecía de escuela. Nuestro predicador nos decía las palabras adecuadas para aliviar el dolor de nuestros corazones y animarnos a ser fieles frente a las burlas y desprecios de los compañeros de estudio.
Desde entonces he analizado el carácter de nuestro pastor, que me bautizó y desempeñó una parte tan importante en mi vida cristiana al animarme a ser fiel. En primer lugar, amaba al Señor. No se necesitaba pasar mucho tiempo en su compañía para darse cuenta de esto. Daba todo lo que podía para la causa: su corazón y todo el dinero que podía economizar después de atender a sus necesidades más urgentes. Él y su esposa vivían con sencillez y frugalidad, no sólo porque se lo exigía su sueldo limitado, sino también porque querían entregarle al Señor lo más posible para ayudar a terminar su obra.
Nuestro pastor amaba a la gente y en cada persona veía un alma por quien Cristo había muerto. Trabajaba incansablemente, visitando y orando con todos los que deseaban escucharlo. No se ocupaba de otras cosas, sino que se dedicaba plenamente a su obra evangélica y pastoral. Estoy seguro de que su lema era: “Una cosa hago”.
En su casa se veía la luz encendida hasta tarde mientras él estudiaba y oraba. Predicaba sermones prácticos que nos ayudaban en nuestra vida diaria. Sus predicaciones siempre estaban en el campo de la realidad —la realidad de Cristo, la realidad del pecado, la realidad del perdón, la realidad de la tierra nueva, etc. Cristo era el tema de todos sus sermones, y bien recuerdo cómo nuestros corazones se encendían cuando nos hablaba de Mateo 24:14, y expresaba su fe en que la obra de Dios sería terminada de acuerdo con su plan. Es verdad que en aquel tiempo nuestra feligresía era limitada. Teníamos unos pocos cientos de hermanos en el mundo, pero él tenía una firme confianza en que el Evangelio conquistaría el mundo.
Impresionó a sus oyentes en forma profunda y duradera, porque vivía lo que predicaba. Nunca lo oí discutir con la gente acerca de la verdad que proclamaba. Lo desafiaban a discutir, especialmente en torno al sábado, pero él decía que no se ganaba nada con las discusiones, porque la gente quedaba enojada y resentida. Sin embargo, estoy seguro de que de haber aceptado el desafío habría ganado el debate, debido a su firme personalidad y a su sólido conocimiento de la Biblia.
Nuestro pastor no era elocuente, en el sentido en que nosotros entendemos la elocuencia, pero cuando predicaba lo hacía con poder, y la gente pensaba que les hablaba a cada uno personalmente. Ganaba almas para Cristo por su sinceridad y conocimiento de la Palabra. Hay una elocuencia más poderosa que las palabras en la vida serena y consecuente del cristiano verdadero. Lo que un hombre es, tiene más influencia que lo que dice. La elocuencia puede ser un don, o puede adquirirse. Si un predicador tiene este don y es humilde y consagrado, y lo utiliza para la gloria de Dios, con toda seguridad puede llegar a ser un poderoso instrumento en las manos de Dios para proclamar el mensaje. Por otra parte, si un predicador no ha sido bendecido con el don de la elocuencia, pero se ha dedicado de corazón a la obra de Dios, y es consagrado y sincero, el poder de Dios descansará sobre él, y tendrá éxito en la ganancia de almas.
Nuestro pastor tenía un programa bien equilibrado. Predicaba la Palabra, estudiaba con las personas, las ganaba para el mensaje, las bautizaba, y las animaba a ser fieles y a ganar a otros. Además, les hacía comprender la responsabilidad financiera que tenían, de sostener la obra con sus diezmos y ofrendas. Ponía en nuestras vidas la alegría de vivir, y los miembros comprendían sus deberes y privilegios en lo que concernía a devolver al Señor una parte de lo que les había confiado, y daban abundantemente y de buena voluntad.
Satanás trabaja continuamente para apartar las mentes del pueblo de Dios de la responsabilidad de respaldar los esfuerzos evangélicos de la iglesia y la terminación de la obra en todo el mundo, lo que logia dirigiendo su atención a las cosas materiales de la vida. Algunas veces los pastores, si no están alerta y vigilantes, caen en las redes del tentador.
Es animador seguir el progreso de nuestra obra a través de los dedicados esfuerzos de nuestros ministros dé todo el mundo. Están trabajando en casi todos los países del globo, entre gente que habla cientos de idiomas y dialectos. Hemos alcanzado el estado de una organización madura, con más de cien años. Nuestra feligresía ha aumentado rápidamente, particularmente en los últimos años. Lo que demoró 73 años en realizarse, hablando de nuestra feligresía entre los años 1863 y 1927, volvió a efectuarse en sólo cinco años, entre 1950 y 1955; y la feligresía prosigue creciendo, a tal punto que ya ha sobrepasado el millón de miembros.
Es cierto que estamos trabajando en casi todos los países del mundo, pero la tarea que debemos cumplir dentro de esos países es gigantesca. En las grandes ciudades hay miles de personas que no han oído el mensaje del fin. Como pueblo, todavía nos queda una gran obra que realizar.
En mi juventud supe que la denominación adventista había adoptado el plan bíblico del diezmo. Nuestro predicador conocía muy bien ese plan, y lo puso en práctica en nuestra iglesia. El plan era notable, porque todo el dinero que ingresaba en la tesorería se dedicaba a sostener la obra del ministerio. Los pastores de muchas denominaciones reconocieron —y todavía lo reconocen— el valor de este método del diezmo, pero no han podido obtener el consentimiento de sus congregaciones, que se niegan a pagar la décima parte de sus entradas. Nuestros ministros no tienen necesidad de recurrir a rifas y kermesses para conseguir dinero para sus sueldos.
Las ofrendas que se reciben a través de la escuela sabática, el dinero de la Recolección y otras -ofrendas especiales-, se envían a la tesorería de la Asociación General. Este organismo, en sus sesiones del Concilio Otoñal, distribuye los fondos para la obra mundial. A medida que se añaden nuevos miembros a la iglesia, ingresan fondos adicionales que permiten una asignación mayor a cada campo, lo que les ayuda a fortalecerse y expandir su obra. Nuestro sistema de financiación ha demostrado ser una gran bendición a través de los años.
Por lo que he observado, creo que nuestros miembros dan con amor su dinero a la causa. Una vez oí a un pastor expresar su temor de que sus miembros se empobrecieran si daban demasiado, y que por lo tanto debían ser protegidos contra lo que él denominó “una dadivosidad excesiva”. Todavía no he tenido noticias de alguien de nuestro pueblo que haya padecido necesidad a causa de su contribución a la causa de Dios.
Los pastores tienen una responsabilidad muy grande respecto del cumplimiento de la comisión evangélica: el Señor ha puesto sobre sus hombros una pesada carga. Son los cuidadores de la grey. Poseen un mensaje maravilloso que alcanza a cada país, no conoce límites, ha llegado a cientos y miles de hogares y ha conmovido y convertido los corazones, y los ha ganado para Cristo, porque este mensaje es el poder de Dios para la salvación.
Quiero tributar honor a mis hermanos en el ministerio. Su lealtad y devoción a esta causa y al deber han sido de inspiración para nuestro pueblo. Nuestro mensaje ha progresado con tanta rapidez debido a sus esfuerzos consagrados y a las bendiciones que Dios ha derramado sobre su obra.
Sobre el autor: Tesorero de la Asociación General.