El sexto capítulo del libro de Hechos se refiere a un progreso notable en el desarrollo de la iglesia cristiana primitiva. Los sucesos de los primeros días de esa comunidad son bien parecidos a la experiencia moderna. La iglesia acababa de recibir grandes bendiciones y revelaciones maravillosas, y estaba enriquecida con extraordinarios dones.
Es curioso verificar que cuando la gente tiene que encarar una gran empresa o una calamidad, queda perpleja por algún tiempo. No sabe dónde está ni qué le pasa; tampoco se organiza para enfrentar el futuro. Hay que apartarse un poco del regocijo o de la tristeza para trazar un plan de acción conveniente. Eso fue precisamente lo que sucedió con los apóstoles desde el momento cuando se dio el Espíritu Santo hasta la elección de los siete diáconos.
Estamos tan acostumbrados a pensar en los apóstoles como gente inspirada, que nos olvidamos que la inspiración no modifica el carácter de las personas. Los mismos apóstoles se sintieron perplejos frente a los extraordinarios eventos que presenciaron. Buscaban y recibían la orientación del Espíritu Santo, pero no hicieron planes para desarrollar un sistema de doctrinas, ni de enseñanza ni de organización.
Dios, sin embargo, tiene su plan. El Señor resucitado les había hablado acerca del establecimiento de su reino. Pero ellos, sujetos a las mismas pasiones y debilidades que nos aquejan hoy, no podían comprender plenamente el tema de la predicación del evangelio ni el del desarrollo del cristianismo. Los primeros días se caracterizaron por lo que podríamos llamar un caos divino, a partir del cual la iglesia se fortalecería bajo la dirección del Espíritu.
El relato de los cinco primeros capítulos de Hechos es ciertamente impresionante. Los últimos años de la vida de Pilato, gobernador de Judea, estuvieron llenos de tiranía y hechos absurdos. El Sanedrín intentó reprimir a los apóstoles, pero se lo disuadió por fin de llevar a cabo ese plan sanguinario gracias a la intervención de Gamaliel. Después de eso dejaron que los apóstoles siguieran su curso sin ningún impedimento.
La complejidad del ministerio
El capítulo 6 de Hechos nos ofrece una vislumbre de la vida íntima de la iglesia primitiva: “En aquellos días, como creciera el número de los discípulos, hubo murmuración…” (6:1). Hay aquí una clara lección para la iglesia. El aumento del número de miembros no siempre significa que aumenta la felicidad, el regocijo, la devoción y la verdadera vida espiritual. Con el crecimiento también vienen las dificultades, crisis, murmuraciones y el descontento. Dios, en su sabiduría, envía ambas cosas: el crecimiento, que le trajo alegría a la iglesia apostólica, y las dificultades, para que su pueblo se mantuviera humilde. Mientras el hombre viva en el mundo, su alegría siempre estará mezclada con tristeza.
Precisamente cuando la iglesia crecía, y el corazón de los apóstoles estaba lleno de regocijo, se levantó la crítica de los conversos helenistas contra los de Jerusalén.
Cuando consideramos a la distancia estos hechos, tanto en el espacio como en el tiempo, pensamos en una iglesia apostólica sin problemas, unida, llena de fe y amor. Pero el relato de Lucas pone en evidencia que en el mismo comienzo los primeros cristianos también tuvieron que enfrentar luchas internas. Las pruebas que provienen del exterior son beneficiosas para la iglesia: le ayudan a mantenerse unida, fervorosa, laboriosa y triunfante. Pero las pruebas que proceden del interior son desmoralizadoras y tienden a eliminar la presencia de Dios en el corazón humano.
“Hubo murmuración…” Esos conversos vieron el poder de los milagros y presenciaron la manifestación del don de lenguas, pero se entregaron a la murmuración. Las costumbres cambian, pero el hombre sigue siendo el mismo. La iglesia actual no difiere de la apostólica. Se puede hacer todo correctamente, pero siempre habrá quienes estén listos para quejarse y condenar. Los apóstoles no escaparon a la acusación de favoritismo y a la crítica, mientras trataban de hacer lo mejor posible.
Eso nos lleva a la conclusión de que la iglesia primitiva no era una comunidad ideal, sino una sociedad llena de sentimientos, flaquezas y descontentos humanos, una situación muy parecida a la que existe hoy.
¿En qué se basaba esa murmuración? Se trataba de que los “helenistas” murmuraban contra los “hebreos”. Estos eran los nativos de Palestina, que hablaban ara- meo. Los que habían vivido en el mundo mediterráneo, fuera de Palestina, hablaban griego, y en algunos casos no sabían nada de arameo. Se los llamaba “helenistas”. Muchos de esos judíos de la diáspora regresaron para vivir en Jerusalén, y algunos de ellos se convirtieron y se unieron a la iglesia.
Surgió entonces una discordia entre los cristianos que hablaban griego (los helenistas) y los que hablaban arameo (los hebreos), porque aparentemente había favoritismo en la distribución de los alimentos para las viudas. Pero detrás de eso estaban implícitas las costumbres, la raza, temas sociales y principalmente lingüísticos.
Siempre hubo disensión entre los judíos y los samaritanos, a pesar de que ambos adoraban al mismo Dios y se referían a la misma revelación. De forma parecida, los judíos de nacimiento vivían en constante discordia con los gentiles, aunque adoraran en el mismo templo y pertenecieran a la misma nación.
Los judíos de Palestina se consideraban puros, eran conservadores y menospreciaban a los judíos de la dispersión. Despreciaban en especial a los de Alejandría, por haber difundido el judaísmo entre los paganos, adoptando su idioma y sus costumbres. En los escritos talmúdicos encontramos lo siguiente: “Maldito sea quien le enseñe griego a su hijo”.
En Jerusalén había cerca de quinientas sinagogas divididas proporcionalmente entre hebreos y helenistas. Con la evangelización de los apóstoles vinieron a parar a la iglesia de Cristo —que en ese tiempo se llamaba “el Camino” (Hech. 9:2; 19:23; 24:14)—, judíos-judíos y judíos-griegos. Estos conversos trajeron sus costumbres, idioma, celos y antiguas diferencias. Hechos de los Apóstoles es una especie de espejo de la historia de la iglesia, que muestra las diferencias que existen entre judíos y romanos, entre católicos y protestantes, entre blancos y negros. Y el escándalo continúa hasta el día de hoy, en Jerusalén, entre judíos y mahometanos, entre israelíes y palestinos.
Cómo se encaró el problema
Los apóstoles necesitaban establecer un principio para llegar a una solución racional y razonable. Entonces concluyeron que en la iglesia hay diversidad de funciones y trabajos: existe el ministerio de la Palabra y están los que sirven en las mesas. Ninguna clase debería absorber todas las funciones, porque si así se lo hiciera, se perjudicarían mucho funciones tan importantes como la oración y el ministerio de la Palabra. Muchos cismas se habrían evitado en la historia de la iglesia si la membresía hubiera tenido siempre la oportunidad de hacer algo para el Maestro.
Se le ha causado daño al ministerio de la Palabra al acumular todo tipo de tareas en muy pocas manos. Hay muchos ministros que están sirviendo en las mesas mientras descuidan funciones más específicas para su cargo. Los miembros de las iglesias se quejan de la pobreza de los mensajes que están obligados a oír, porque sus pastores están sirviendo a las mesas, o en tareas puramente seculares. Durante la mayor parte de su tiempo están tironeados por las muchas cosas que deben hacer. Tienen que luchar contra sus propias frustraciones causadas por las incesantes presiones del trabajo, y al mismo tiempo tienen que darle satisfacción a sus superiores, atender a los miembros de la iglesia, a sus familias y a sí mismos.
La primera reacción del pastor joven frente a esta situación es la perplejidad, mientras procura agradar a todo el mundo, sin conseguir jamás hacer realmente todo lo que se propone hacer. Entonces lo asalta la tentación de sacrificar las horas de estudio, meditación y oración, con el consiguiente debilitamiento del ministerio de la Palabra.
Los ministros son los profetas del Señor, los atalayas en los muros de Sion. Necesitan tiempo para hacer la gran obra que se les ha confiado, a saber, explicar la voluntad del Señor, traducir las ideas de la Biblia al lenguaje moderno, aplicar los principios divinos de la doctrina y la disciplina bíblicas a las exigencias de nuestra compleja civilización. Necesitan tiempo para leer, meditar, estudiar, pensar en cómo encontrar los principios eternos en el Libro sagrado y explicárselos a los oyentes hambrientos de la verdad.
Los apóstoles enfrentaron la crisis y establecieron una ley para lograr el verdadero desarrollo de una sociedad divina. Determinaron la creación de una nueva organización para atender las nuevas necesidades de la iglesia. Convocaron al pueblo para que les ayudara a resolver el problema. Trazaron el plan más eficaz que encontraron para eliminar las dificultades que habían surgido, y convocaron a la congregación para que participara en la solución del problema.
La iglesia, desde sus comienzos, demostró claramente que su gobierno no debe ser un despotismo clerical absoluto, sino un sistema donde el clero y el pueblo, reunidos en consejo, resuelven juntos sus problemas. Los apóstoles instalaron el principio de los derechos mutuos de los ministros y los laicos (sigo esta distinción según la clasificación adoptada corrientemente por la gente).
Establecieron los principios prácticos de la organización. Sabían qué se debía hacer, pero no impusieron su voluntad. Consultaron al pueblo, y como resultado de ello, resolvieron rápidamente las dificultades que habían surgido, y las que surgirían después.
Si siempre siguiéramos ese ejemplo, resolveríamos muchos problemas muy fácilmente. Aunque el ser humano tenga naturalmente la costumbre de resistir cualquier ley que se le imponga desde afuera, está dispuesto a acatar y practicar incluso algunas cosas que no le gustan tanto, siempre y cuando pueda participar en la formulación de la ley, y si ésta le resulta razonable.
Las acciones autoritarias del ministro, por más que tengan que ver con cosas pequeñas, generalmente destruyen la unidad y la armonía en la congregación. Promueven raíces de amargura que arruinan la influencia y el éxito del ministerio. Un poco de tacto, sabiduría y condescendencia con los sentimientos humanos generalmente sirve para ganar una batalla. Lo contrario provoca una vigorosa resistencia.
Finalmente, los apóstoles enunciaron los principios que guiarían a la iglesia en la selección de sus dirigentes, especialmente cuando se tratara de lidiar con los asuntos temporales de la comunidad.
La solución
“Buscad, pues, hermanos, de entre vosotros a siete varones de buen testimonio…” fue la salida que encontraron. Ya se hicieron muchas tentativas para explicar la razón en virtud de la cual la cantidad de diáconos se fijó en siete. Hay quienes piensan que se trata de un número sagrado, símbolo de perfección; e incluso que había siete mil conversos en Jerusalén. Tal vez la razón principal sea que ese número es conveniente y práctico. En caso de que haya diferencias de opinión, se puede asegurar la mayoría, y se evita la formación de bandos.
Los siete diáconos escogidos debían ser personas “de buen testimonio”, es decir, de buena reputación. Puesto que estaban por asumir funciones públicas, estarían sujetos a críticas y murmuraciones. Por eso debían disponer de la confianza de todos. Pero, especialmente, debían ser hombres “llenos del Espíritu Santo y de sabiduría”. La piedad, como virtud, no alcanza. Debían ser además hombres sabios y prudentes y tener buen discernimiento. Debían estar dirigidos por principios religiosos, por verdades bíblicas. Debían estar movidos por el amor divino y sustentados por el Espíritu, cuya gracia y bendición son indispensables para todos los que ejercen responsabilidades en la iglesia.
Se dice que “agradó la propuesta a toda la multitud”. Aparentemente, todos tuvieron la oportunidad de expresarse. El proceso de selección de estos siete hombres sorprende por la ausencia de política, para lo cual necesitamos estar tan atentos hoy. No es espiritual la actitud de alguien que desee dominar o controlar la situación. Y, entre los apóstoles, no encontramos esa clase de comportamiento. “Buscad (escoged)… de entre vosotros” dijeron ellos. Alguien incluso podría haber sugerido: “Vamos a nombrar tres hebreos y tres helenistas, y dejemos que ellos elijan al séptimo”. Pero no fue así. Cuando se presentó la propuesta delante de la iglesia, los miembros reunidos escogieron a los siete. Todos los elegidos eran helenistas, porque todos los nombres mencionados en el relato son griegos: Esteban, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Parmenas y Nicolás. Este último tampoco era judío. Se trataba de un gentil que había sido prosélito del judaísmo y que se había convertido al cristianismo. En lugar de nombrar una comisión mixta, formaron una comisión enteramente compuesta por personas del mismo grupo que había elevado las quejas. E hicieron bien.
Los ministros no deberían cargar sobre sus hombros todos los problemas sociales de la iglesia, para convertirse en héroes y mártires. En los días de los apóstoles la obra del pastor en el Oriente era relativamente sencilla. Alimentaba, guiaba y protegía al rebaño. Eso se debe seguir haciendo hoy. Alimentar con la “predicación de la Palabra”, guiar por medio del consejo pastoral y proteger defendiendo la verdadera fe.
Pero el transcurso del tiempo y las modificaciones introducidas en la organización de la iglesia han aumentado y complicado en gran medida los deberes del pastor moderno. Como administrador, se espera que sepa supervisar los negocios y las finanzas de la iglesia. Debe ser especialista en el arte de recaudar fondos. Debe saber no solamente dónde están los medios, sino cómo conseguirlos.
Como organizador, debe ser apto para desarrollar y supervisar el funcionamiento de los numerosos departamentos de la iglesia. Puesto que también es maestro, le debe dar orientación a los aspectos educacionales y enseñar en las clases de la escuela sabática y en las reuniones de maestros. Como sacerdote administra los ritos de la iglesia, dedica bebés, bautiza, aconseja matrimonios, celebra casamientos y lleva al sepulcro a los miembros de la comunidad que han fallecido. Como pastor ofrece dirección espiritual y social para la vida doméstica de su congregación. Visita, aconseja, atiende a los enfermos y ayuda a resolver problemas. Se espera que tenga soluciones para todas las dificultades.
Si la cantidad de sus feligreses excede la cifra de 500, su trabajo supera los límites de la capacidad humana. A medida que su congregación crece, disminuye proporcionalmente el cuidado pastoral personal del rebaño. Pero el pastor también es predicador —ministro de la Palabra—-, y tiene la sagrada misión de transmitir el mensaje de los Cielos para llevar a los creyentes a una íntima comunión con Dios y con sus semejantes.
La congregación espera que su pastor sea predicador, administrador, organizador, amigo y consejero, y todo eso dentro de los cánones de la más alta calidad. La comunidad espera que sea un ciudadano ejemplar que contribuya a mejorar la sociedad de la que forma parte. El campo espera que alcance los blancos, sea un ganador de almas y un buen administrador. Él mismo quisiera alcanzar la excelencia como predicador, maestro y consejero. Su Señor espera que alimente y guarde el rebaño, busque a los perdidos, visite a los enfermos y a los huérfanos y que le dé libertad a los prisioneros del pecado.
Ese hombre que se consagra “al ministerio de la Palabra” necesita tener la fe de Abraham para abandonar su comunidad, su país y su familia, con el fin de trasladarse de un campo al otro. Debe disponer del espíritu de sacrificio que caracterizó a Isaac, aunque él mismo sea el único carnero trabado de la zarza que esté a la vista. Debe cargar el yugo con toda gracia, con la paciencia de Job. Debe presidir las comisiones con la sagacidad de David y la visión de Daniel. Debe tener la sabiduría de Salomón para resolver los numerosos problemas de la iglesia. Necesita del amor y la comprensión de Juan para aconsejar al rebaño. Debe poder predicar como Jeremías. Debe reunir y administrar bien los recursos de la iglesia, tal como lo hicieron los siete diáconos. Debe luchar “por la fe que una vez fue dada a los santos” como lo hizo Pablo, aunque sea “azotado cuarenta veces menos una”. Debe atraer conversos como lo hicieron Pedro y otros apóstoles durante el Pentecostés.
Si logra sobrevivir, tendrá una iglesia próspera y una corona de vida con muchas estrellas. Tendrá un lugar con los patriarcas, profetas y apóstoles, junto al trono de su Señor.
Hay que delegar responsabilidades
¿Cómo se puede hacer todo eso? Tal como lo hicieron los doce: delegando responsabilidades, distribuyendo deberes. Al principio eso le puede parecer difícil al joven ministro, pero tiene que guiar a los miembros hacia el servicio. Debe enseñarles a apreciar la obra del Señor, sentir la satisfacción de desempeñar la parte que les corresponde y resolver sus propios problemas. Si no están ocupados en la obra del Señor, Satanás los mantendrá ocupados en la suya. Y entonces el pastor no tendrá tiempo ni posibilidades de concentrarse en las funciones que deben constituir su primera responsabilidad: la oración y el ministerio de la Palabra.
Originalmente, la idea expresada por el texto bíblico es la de alguien que se entrega constantemente, una aplicación intensa y persistente a una cosa. Significaba que los apóstoles debían dedicarse totalmente “a la oración y al ministerio de la Palabra”, de tal forma que ningún cuidado de la vida, y ni siquiera las necesidades temporales propias y de la iglesia pudieran desviar su atención de ello.
No nos estamos refiriendo a los ministros que cultivan lo que se llama side lines, es decir, actividades personales paralelas, al margen de su ministerio. Los que lo hacen están completamente equivocados. Nos preocupamos por los pastores que se comprometen con diversas actividades de la iglesia, de tal manera que debilitan el ministerio de la Palabra. Sus sermones son resúmenes que se basan en recortes de diarios, en estadísticas áridas y frías, en artículos leídos en alguna revista religiosa o en citas de Elena de White.
Nuestras congregaciones no necesitan muchas disertaciones acerca de problemas sociales o ensayos relativos a la situación religiosa del mundo. No se interesan en las declaraciones de los eruditos, de los hombres de reputación y fama. Tampoco se interesan en la situación política del mundo, ya sea que tengamos un profundo conocimiento de ella o no. Nuestros hermanos, y los que no pertenecen a la iglesia, quieren saber qué piensa Dios. Desean que se les diga en forma enfática lo que dice Dios en su Palabra. No encuentran satisfacción en ninguna otra cosa.
El Dr. Ralph Sockman, pastor metodista de la Iglesia de Cristo en Nueva York, declara lo siguiente: “La misión docente del ministro debe ser comprendida y reafirmada si queremos disipar la crasa ignorancia de nuestro tiempo. Estos esfuerzos significan que usaremos más nuestra Biblia. Parece que muchos jóvenes tienen miedo de usarla en el púlpito. Se necesita un reavivamiento de la predicación, de la exposición de la Palabra” (Best Sermons [Los mejores sermones], pp. 14,15).
La teoría es solamente el esqueleto de la verdad profética, y nunca llevará a las fuentes de aguas vivas a los corazones sedientos de la verdad. El predicador que alimenta su mente y su corazón con el mensaje de la Biblia nunca necesita preocuparse por lo que va a predicar.
Al delegar responsabilidades, el pastor tendrá el tiempo y la posibilidad de desarrollar siempre su capacidad intelectual. Nunca disminuirá sus esfuerzos. “La mente cultivada es la medida del hombre”. Los diplomas y títulos significan poco, a menos que la mente esté progresando continuamente. Como dice Elena de White: “Vuestra educación debe proseguir durante toda la vida; cada día debéis aprender algo y poner en práctica el conocimiento adquirido” (El ministerio de curación, p. 399). Hay una declaración que tiene muy buen sentido, y que también se aplica a la física: “De la nada no puede salir nada”.
Evidentemente, el que nada leyó, nunca estudió, ni jamás aplicó su inteligencia a aprender algo; el que pasó la vida entera cantando como la cigarra, cuando tiene que dar un mensaje musita banalidades y ofrece disculpas. Habla mucho y dice poco. Está lleno de palabras pero vacío de pensamientos; carece de poder. Puede ser elocuente pero no es convincente. Argumenta pero no lleva a la decisión. Hace demostraciones de fuerza pero nadie se persuade. Enseña pero no cautiva. Predica bastante pero produce poco. La gente va y viene, tal vez interesada o divertida, pero no se postra en penitente entrega a los pies del Señor.
El ministro de Dios necesita celosa y sistemáticamente destinar tiempo a sus estudios, sus meditaciones acerca de la Palabra de Dios y la oración. En medio de las cargas y sobrecargas de las tareas y responsabilidades urgentes de su ministerio, el pastor necesita defender sus horas de tranquilidad y soledad, sin permitir la más mínima interferencia o intromisión, para consagrarse “a la oración y al ministerio de la Palabra”.
Recibiendo para dar
Estamos tentados a correr siempre y a medir nuestra productividad en función de nuestra prisa, en una incesante dispersión de energías y asombrosa multiplicación de intereses que no dejan tiempo ni fuerzas para la comunión con Dios. Pero jamás podremos hacer algo bien hecho si no nos consagramos a la oración. El descuido de la comunión espiritual es sinónimo de fracaso en el cumplimiento de la tarea total del ministerio.
Cierto pastor, al dar una mirada retrospectiva a sus numerosos años de trabajo, confesó humildemente: “Nunca dejé de estudiar, nunca dejé de visitar, nunca dejé de escribir y meditar. Pero fallé en la oración. A veces porque no quería; otras, porque no me atrevía, y aun otras porque tenía otras cosas que hacer. Es difícil encontrar a un pastor que ora”.
No hace falta que nos refiramos al ejemplo de Jesús. Basta recordar que en medio de un fárrago de actividades Pablo no dejaba de orar: “Orando de noche y de día con gran insistencia” le dijo a los cristianos de Tesalónica refiriéndose a sí mismo (1 Tes. 3:10). Por eso les pudo recomendar: “Orad sin cesar” (1 Tes. 5:17).
Sí, no es tan fácil encontrar pastores consagrados a la oración. Los ministros cuyos corazones se elevan y se refinan gracias a las horas dedicadas a la sublime comunión, lo ven todo “desde lo alto” y no “desde abajo”. El problema de muchos pastores es justamente éste: encarar su obligación a partir de niveles inferiores, de ángulos vulgares, de puntos de vista comunes. Y así van al púlpito. Y por eso hablan de lo que no les interesa a los oyentes, y dejan a sus ovejas en la aridez del desierto o en las franjas de tierra donde el forraje es escaso e insatisfactorio, en vez de llevarlos junto a los “delicados pastos” o las “aguas de reposo” de la Palabra de Dios.
Los apóstoles se dedicaron intensamente a la oración como una forma de prepararse para la predicación pública. El ministerio de la oración y el de la predicación son dos almas gemelas que nunca se deben separar. No se pueden divorciar sin causar graves perjuicios.
El ministro, por la gracia de Dios y el poder del Espíritu Santo, debe establecer la regla de no hablar nunca con los hombres antes de hablar con Dios. No hacer nada con las manos antes de ponerse de rodillas; no leer cartas, ni diarios, ni revistas ni libros seculares antes de leer una porción de las Escrituras. La tarea de predicar comienza cuando el predicador se pone en comunión con su Dios. Y el público necesita sentir en el sermón la presencia del “cazador celeste” que busca las personas en los parajes más ocultos, persiguiéndolas mediante el ministerio de la salvación, para llevarlas de la muerte a la vida más abundante, “de gracia en gracia”, “de fuerza en fuerza” y “de gloria en gloria”.
El pastor que se consagra “a la oración y al ministerio de la Palabra” no ocupa el púlpito para deleitar la imaginación. Ni siquiera para informar la mente, estimular las emociones o ejercer influencia. Su único objetivo es mover la voluntad, encaminarla hacia otro rumbo, acelerarle el paso y lograr que se regocije “en los caminos de Dios”. Ese predicador ocupa el púlpito para poner en sintonía la voluntad de los hombres con la de Dios. Para él el púlpito deja de ser “un tiesto lleno de cenizas”, y el sermón será, como lo dice Rus- kin, “treinta minutos capaces de resucitar muertos”.
De todas las carreras que se pueden elegir, ciertamente la más privilegiada es la del ministro de la Palabra. Recorre los caminos de esta vida llevando consigo todo lo que necesitan los desfallecientes peregrinos, los heridos y los quebrantados, que confían plenamente en Dios. Es una santa vocación. Es una obra difícil. Pero servimos a un Salvador poderoso. Y “la alegría del Señor es nuestra fuerza”.
Sobre el autor: Es doctor en Ministerio y profesor de Teología jubilado, Reside en São Paulo, Brasil.