Septiembre es el mes de la primavera, pero en la Iglesia Adventista es también el mes de la juventud. Esa fecha se ha hecho tradicional en Sudamérica para el bautismo de primavera, el bautismo de la juventud. Ha sido tal el impacto causado por este acontecimiento que la Asociación General lo ha adoptado como un plan para todo el mundo. Grandes victorias se han logrado en los años precedentes y sin duda algunas mayores aún se lograrán en el futuro.
Recordamos una declaración hecha hace ya varios años por un líder de la juventud adventista: “Si ganáramos y conserváramos a todos los jóvenes y niños de los hogares adventistas, la iglesia obtendría un beneficio que superaría con creces el fruto que producen en la actualidad todos los esfuerzos de evangelismo combinados” (E. L. Minchin, La Revista Adventista, noviembre de 1957, pág. 19).
Estamos conquistando para la iglesia a un verdadero ejército de jóvenes, que constituyen SU fuerza para el futuro. Pero también estamos perdiendo muchos, que son arrastrados por la marea de incredulidad y de indiferencia. El mundo es demasiado complejo, y la juventud de 1971 demasiado inquieta y con exceso de protesta en el corazón. Eso trasciende, aunque en escala muy ínfima, a los círculos interiores de la iglesia. Lo hemos visto ya visitando iglesias y colegios a través de toda América del Sur.
Es innegable que algo tenemos que hacer para poder mantener una juventud consagrada en un tiempo como el presente. Y ese algo tiene que ser extraordinario, fuera de lo común. ¿Qué será? No lo sabemos con exactitud, o por lo menos no lo podemos expresar claramente aquí. Debemos empezar por pensar seria y profundamente. No ganaremos a la juventud con sermones o reprimendas solamente; tampoco prohibiendo minifaldas, criticando, disciplinando melenas, patillas y pantalones. El problema tiene raíces más profundas. Aquellos son simplemente síntomas exteriores.
Nos hallamos ahora frente al bautismo de primavera, el bautismo de la juventud. Está el desafío: ganar a los jóvenes para Cristo, y que se conviertan y defiendan la verdad. Por otro lado está la realidad: es una tarea más y más compleja cada día. Pero volvemos a la base firme de nuestro mensaje: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Heb. 13:8). Su mensaje satisface o puede satisfacer a la juventud de hoy tanto como pudo satisfacer al joven Daniel (un universitario del siglo VII AC) o al joven Timoteo, o a Melanchton, o a tantísimos hombres y mujeres jóvenes de todas las edades. Pero lo que debemos tal vez tener en cuenta es que la misma verdad, los mismos principios, deben ser presentados con ropaje un tanto diferente ahora que el que tenían en el siglo I o en el siglo XIII. ¿No estaremos presentando en 1971 el mensaje con el enfoque que fue apropiado en 1940 pero que no lo es ahora? No debe ser una nueva verdad sino la misma —el Evangelio eterno que satisface a todos, pero con un sabor adaptado a las necesidades e inquietudes de hoy.
Como predicadores debemos analizar nuestra carpeta de sermones de vez en cuando a la luz de esta realidad. Debemos revisar la programación que trazamos para las semanas de oración MV, los consejos e ideas que damos a los directores de la sociedad de jóvenes; debemos investigar cómo marchan las clases de la escuela sabática de jóvenes. Y todo ello debemos hacerlo con dedicación, teniendo presentes las necesidades e inquietudes de la juventud. Estamos convencidos de que la necesidad mayor de la juventud actual es su conocimiento personal de Dios y de Cristo. Por eso los hippies tienen ritos pseudorreligiosos para llenar el vacío que hay en su corazón. Vimos en los Estados Unidos hace algunos meses a un sacerdote de Satanás parado en una esquina ofreciendo publicaciones. Usaba barba y cabellos largos, y en su sotana, en vez de un crucifijo, ostentaba una figura del diablo bordada en hilo rojo… Miles y miles de jóvenes de aquel país se están volcando al culto de Krishna, el dios de la irresponsabilidad, y lo adoran vestidos de mantos largos, con la cabeza afeitada y muchas veces drogados. ¡Necesitan adorar a alguien! El Dios de los mayores ya no los satisface, ha muerto. Pero la necesidad permanece y necesita ser satisfecha. ¡Dios ha muerto! Ha muerto porque se lo representa mal. La imagen de Dios del cristianismo moderno que se ha presentado ante la juventud es tan borrosa que se ha desvanecido. Los jóvenes, ante la profunda necesidad, buscan sustitutos. Puede ser un dios con visos de espiritualidad como los mencionados, o simplemente una droga, una ametralladora, el sexo y tantos otros dioses modernos que llevan a su adorador a la angustia, al vacío o a la frustración final.
¿Cuál es la imagen de Dios que nosotros como pastores presentamos a la juventud? ¿Es teórica o experimentada en la vida? Un joven llegó al pastor y le pidió: “¿Qué debo hacer para tener a Cristo como la fuerza suprema de mi vida?” Mientras el pastor abría su Biblia para darle un estudio bíblico el joven lo interrumpió diciendo: “No, pastor, no quiero que lea versículos; cuénteme cómo lo encontró Ud.”. No quería teorías, sino experiencia personal con el Maestro.
¿Será esto lo que necesitamos como pastores? ¿Están viendo los jóvenes a ministros realmente convertidos que expresan convincentemente la alegría de cristianos que demuestra que su vida es plena en Cristo?
La carta de una joven que insertamos en este mismo número de El Ministerio debe ser leída con oración por cada ministro. También por cada padre. Allí está la necesidad profunda y real de la juventud. Allí está el desafío.
El bautismo de primavera está a las puertas. Muchos jóvenes “están en los umbrales del reino, esperando ser incorporados en él”. Como predicadores, trabajemos y oremos para llevar la mayor cantidad posible de jóvenes a los pies de nuestro Salvador Jesucristo.