Los adventistas somos un pueblo amante de las estadísticas. Me parece que esto es natural, porque nuestra tarea es tan urgente y el tiempo es tan corto que debemos poseer algunos medios para medir nuestro progreso y para evaluar la productividad de nuestros esfuerzos. Estamos en lo correcto. Cualquier intento de mi parte por disminuir la validez de los datos publicados bajo mi dirección sería desafortunado. Nuestros datos estadísticos son exactos, útiles, y sobre todo, elocuentes, porque manifiestan el maravilloso poder de Dios obrando mediante sus instrumentos elegidos en este mundo de pecado.
Examinemos los dos lados de la moneda. Hace un tiempo preparé un estudio comparando el crecimiento de la población con el aumento de la feligresía de nuestra iglesia. Resultó satisfactorio. En 62 años, se duplicó la población mundial, mientras que nuestra feligresía se multiplicó 18 veces. Es cierto que el ritmo ha decrecido; en 1962 el aumento de población fue de 3,8 por ciento, mientras el aumento de nuestra feligresía alcanzó a 4,1 por ciento. Aún estamos a la cabeza, pero con un margen muy estrecho.
Leí en la revista The Ministry una declaración según la cual la población mundial crecía tan rápidamente que nuestra misión de amonestar al mundo no mantenía el paso con el índice de aumento. No se trataba de un estudio estadístico, por cierto, pero era una idea digna de tenerse en cuenta. ¿Es verdad que nuestra tarea inconclusa es hoy mayor que ayer y que la obra estaba más distante de su terminación en 1964 de lo que estaba en 1963? Si es así, ¿en qué quedan los datos estadísticos referentes a nuestra feligresía? ¿Están equivocados?
Consideremos más de cerca estos dos puntos de vista. La comparación entre los índices de aumento de la población y los de crecimiento de nuestra feligresía, son nada más que eso: comparación de índices. Es cierto que desde el comienzo del siglo XX nuestra iglesia ha crecido en proporción unas nueve veces más rápidamente que la población general, pero es igualmente cierto que actualmente hay millones y millones más de personas que están fuera de la iglesia de lo que había hace 60 años.
Por otra parte, ¿cuánta validez tiene la inferencia de que estamos quedando atrás en el cumplimiento de nuestra tarea? Aquí nos colocamos frente a frente con la parte imponderable de nuestra obra: ¿cuándo está “amonestada” una persona? Debemos ir a todo el mundo, para predicar el Evangelio a toda criatura y bautizar a todos los que crean. Podremos computar el número de personas bautizadas, y lo hacemos. Pero pienso que nunca podremos someter al cálculo estadístico los alcances de la enseñanza del Evangelio sobre quienes no han dado el paso fundamental.
En febrero recibimos en los Estados Unidos la ofrenda anual que ayuda a sostener la obra que se realiza por medio de la televisión mediante el programa Fe para Hoy. Anteriormente se había recibido una ofrenda similar para La Voz de la Profecía. Llevamos un registro de esas entradas, e igual cosa hacemos con las salidas: tanto para sueldos, tanto para radio y televisión, tanto para los cursos por correspondencia. Pero dudo que H. M. S. Richards o W. A. Fagal, por minuciosamente que conozcan sus departamentos y por más que experimenten la carga de la evangelización, se atrevan a establecer cálculos sobre las personas que han sido alcanzadas con el mensaje, que han sido enseñadas y que han sido amonestadas. Estas cosas yacen en el corazón del ser humano, un lugar donde nuestras pobres estadísticas humanas jamás llegarán. Y esta misma limitación es válida para los miles de sermones predicados en el mundo, los millones de páginas llenas de la verdad que se han distribuido, las incontables oraciones elevadas junto a los enfermos, en las aulas de clase y en otros lugares.
Oí un relato procedente de Yugoslavia. Un perro llegó cierto día a la casa de sus amos llevando en la boca un trozo de papel con manchas de grasa, que evidentemente había sido utilizado en el mercado local para envolver carne. Pero esa hoja de papel tenía un mensaje de verdad para esa familia, y hoy todos sus miembros pertenecen a la iglesia remanente. Si Dios puede utilizar un perro para ayudar a extender su mensaje, ¿quiénes somos nosotros para establecer límites a los alcances de su obra?
“El Señor actuará en esta hora final mucho más fuera del orden común de las cosas, y de una manera que será contraria a todos los planes humanos… Dios utilizará formas y medios por los cuales se verá que él está tomando las riendas en sus propias manos. Los obreros se sorprenderán por los medios sencillos que él utilizará para realizar y perfeccionar su obra de justicia” (Testimonios para los Ministros, pág. 305).
Una tremenda responsabilidad pesa sobre los obreros de Dios en estos últimos días: la responsabilidad de predicar, enseñar y amonestar. Dios ha dado a cada uno su obra, y debemos poner a contribución nuestras mejores capacidades para llevarla a cabo. Debemos trabajar, pero no debemos hacerlo recorriendo ciegamente los mismos viejos caminos y utilizando siempre los mismos gastados métodos. No debemos realizar el mismo trabajo en la misma forma descuidada y sin entusiasmo. Debemos explorar todas las posibilidades y utilizar todos los talentos para llevar a cabo nuestra tarea.
“Se exige de nosotros que ejerzamos mayor poder mental y espiritual. Es vuestro deber, y ha sido vuestro deber todos los días de la vida que Dios generosamente os ha concedido, usar los remos del deber, porque sois agentes responsables de Dios” (Id., pág. 183).
Después de haber dicho todo esto —reconociendo la carga que Dios ha colocado sobre nosotros, y aceptándola—, no caigamos en el error de David en nuestro intento por contar al Israel espiritual. Poseemos una vara de medir humana, y con ella debemos seguir midiendo, con todas nuestras limitaciones humanas, el progreso que Dios nos conceda en su misericordia. Pero Ezequiel y Juan vieron la vara de medir celestial, manejada por un ser celestial, fijando para toda la eternidad las dimensiones trascendentes de la santa ciudad y de su templo. ¡Gracias a Dios que esto es así!
“Como agentes humanos de Dios, hemos de realizar la obra que él nos ha dado. Él ha asignado una obra a todo hombre, y no hemos de permitirnos hacer conjeturas sobre si nuestros esfuerzos resultarán o no un éxito. De todo lo que nosotros como individuos somos responsables es de realizar incansable y concienzudamente el deber que alguien debe hacer; y si dejamos de hacer aquello que se coloca en nuestro camino, no podemos ser excusados por Dios. Pero una vez que hemos hecho lo mejor que podíamos, hemos de dejar los resultados con Dios” (Ibid.).
Sobre el autor: Secretario del Depto. de Estadística de la Asociación General