“¿Qué pérdida!” Según el diccionario, esta expresión se emplea cuando alguien se quiere referir “al hecho de que se ha perdido algo, o a sus efectos”, y también “a la privación de algo que se poseía”. Cuando nos referimos a la pérdida de un ser amado, inmediatamente nos invaden sentimientos de dolor, amargura, resentimiento, privación, angustia, rebeldía, sufrimiento e infelicidad, por los cuales pasamos sin falta en el transcurso de nuestra existencia.
Nos parece imposible seguir viviendo sin esos seres queridos que ya se fueron; pero, al mismo tiempo debemos seguir enfrentando la realidad y tratando de aceptar esa pérdida. Al pensar en la historia de mi vida y en la amargura y la infelicidad causadas por la invasión de la muerte en mi familia, decidí intentar contestar ciertas preguntas para las cuales todavía no tengo todas las respuestas, pero que, gradualmente, por la gracia de Dios, trato de hacerlo para apoyar a los que, como yo, enfrentan la angustia provocada por la constante pregunta acerca del porqué de esas pérdidas.
Convengo en que no es fácil consolar a nadie. Después de todo, yo misma paso por momentos de angustia a causa de esas pérdidas. Me acuerdo muy bien de aquel día, el 2 de abril de 1989, una mañana húmeda saturada del perfume de las plantas y del verdor de la selva, cuando en el cementerio de Flamboyant, en Campiñas, Sao Paulo, dejé a mi querido compañero Morency Arouca, padre de mis cuatro hijos, con quien viví un matrimonio de 35 años, sin contar los cuatro de cortejo y noviazgo.
Desde entonces el Señor me ha enseñado algunas cosas útiles para ayudarme a superar el vacío y el dolor de la separación.
Aceptación de la realidad
Quiero compartir en este artículo algunos de los aspectos de este aprendizaje.
Cada vez que recibía expresiones de pésame de parte de conocidos y amigos, mis preguntas eran: ¿Cómo voy a enfrentar las actividades de todos los días sin la presencia de mi marido? ¿Por qué me pasa esto? Entonces recibí el consejo de un tío sabio, que también había sufrido la pérdida de uno de sus hijos, quien me dijo que jamás debía preguntar a Dios el porqué de mi sufrimiento y de la pérdida de mi ser amado.
La vida no nos da garantías de nada. Aceptar sus limitaciones es una condición compleja pero necesaria para encarar el futuro frente a las frustraciones de la existencia.
En efecto, los momentos de felicidad que pasamos junto a nuestros amados no son permanentes. Pero al mismo tiempo Dios nos hace promesas maravillosas y consoladoras, como la que encontramos en el Salmo 85:10: “La misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron”.
¿Cómo puede enfrentar el cristiano la pérdida de sus seres queridos y cultivar al mismo tiempo un espíritu alegre y positivo? Por cierto nuestra vida jamás volverá a ser lo que era antes; la ausencia y el dolor son sentimientos que se mezclan y literalmente nos deshacen. Pero tenemos que seguir viviendo para trabajar y atender nuestros quehaceres domésticos y profesionales, y hasta planificar actividades recreativas para los demás miembros de la familia.
En su libro Cómo aprender a caminar en soledad, la consejera A. Trobisch afirma lo siguiente: “Dé un paso a la vez; acto seguido Dios nos muestra el paso siguiente”. Todo lo que podemos hacer es seguir viviendo, confiando en las promesas divinas, sin dejarnos dominar por las ansiedades y las tareas grandes que debemos enfrentar. Mientras aceptamos nuestra situación, en medio de la oscuridad de nuestro dolor, debemos dar gracias por los años felices que vivimos juntos, en los cuales aprendimos a conocernos y amarnos. En la gradual aceptación de los hechos encontraremos la paz.
Creceremos cuando podamos encontrar fuerzas para consolar “al alma afligida”; entonces, “en las tinieblas nacerá tu luz, y tu oscuridad será como el mediodía. Jehová te pastoreará siempre, y en las sequías saciará tu alma, y dará vigor a tus huesos; y serás como huerto de riego, y como manantial de aguas, cuyas aguas nunca faltan” (Isa. 58:10, 11).
Otro asunto importante y generador de consuelo tiene que ver con el hecho de que, como dice Trobisch, “cuando comencemos a escuchar el canto de las aves, sabremos que estamos llegando al final del túnel”. Incluso añade que para crecer, para renacer, debemos ser vulnerables y abiertos al amor, pero al mismo tiempo terriblemente conscientes de la posibilidad de seguir sufriendo.
Solidaridad
¿Cómo participa Dios en el proceso de superación de la pérdida en la vida del cristiano? Puesto que él promete que “enjugará… toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apoc. 21:4), no estaremos solos, sino que tendremos a nuestro lado a un gran Amigo: Jesús.
No importa cuán grande sea la crisis, sólo Dios, que lo ve todo y evalúa nuestras acciones, sabe perfectamente lo que es bueno para nosotros. Por lo tanto, no podemos rebelamos contra un Dios y Señor poderoso, justo y bueno, siempre listo tanto para curar nuestras heridas como para perdonar nuestra incredulidad frente a las circunstancias que alteran nuestra existencia. En mi caso particular, yo tenía antes al lado a mi compañero, el amigo que me ayudaba y me consolaba en el dolor, la enfermedad, los momentos difíciles de la educación de nuestros hijos y la solución de problemas personales, profesionales o domésticos. De repente me encontré sola preguntándome: ¿A quién acudo ahora para pedir ayuda?
Descubrí entonces, poco a poco, que Dios está siempre cerca, plenamente solidario con mi dolor y mi tristeza. Y de esa manera él, que ya formaba parte de mi vida antes, como un honorable y constante invitado a mi hogar, pasó a ser mi mejor Amigo y Confidente. Después de todo, él habita también “con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Isa. 57:15).
¿Cómo podemos ejercer una influencia cristiana y positiva, además de apoyar a alguien que se siente herido y deprimido? Confieso que no es fácil. Pero creo que, con mucha oración e íntima comunión con la Trinidad, podemos recibir paz y consuelo al compartir con los demás la solidaridad que recibimos de Dios.
Por más difícil que haya sido el camino recorrido, y aunque todavía no veamos la luz del final del túnel de la vida, vale la pena prestar atención al consejo que dice: Sed “gozosos en la esperanza; sufridos en la tribulación; constantes en la oración” (Rom. 12:12).
Solamente si buscamos y obtenemos el poder que sabemos reside en el Dios Trino y Uno, y si sentimos los efectos de su obra en nosotros, él nos devolverá tanto la seguridad como la confianza para enfrentar las luchas de todos los días.
Una visión positiva
“La vida está llena de rosas, aunque también hay espinas. Sucede que cuando aparece una espina pasamos muchos días con ella en la mano, hiriéndonos, lastimándonos, desesperándonos. Y dejamos a un lado las numerosísimas rosas, lindas, llenas de color y de perfume. Nos olvidamos de ellas, o no tenemos ojos para contemplarlas”. Así escribió una vez el pastor Tercio Sarli en la Revista Adventista.
No sólo hay tristezas en nuestra vida. También hay momentos de mucha alegría. Ha^ situaciones muy agradables como, por ejemplo, ver crecer a nuestros hijos, verlos convertirse en personas equilibradas, responsables y cristianas; también podemos llegar a conocer a nuestros nietos. La vida nos puede ofrecer muchos encantos mediante las ricas bendiciones de Dios. Aun si los inconvenientes nos sorprenden a veces, tenemos muchas razones para alabar y agradecer a nuestro Padre celestial.
Creo que la alegría y el pensamiento positivo deben ser nuestros objetivos primordiales. A pesar de todo, “somos más que vencedores por medio de Aquél que nos amó… ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rom. 8:37, 38).
Aunque en la vida haya sufrimiento, dolor y heridas, es indispensable cultivar pensamientos positivos y gozar de alegría en las oportunidades que nos ofrece la existencia. Sólo por medio de una actitud de permanente comunión con Dios es posible encontrar alivio para el dolor causado por una pérdida. En el espacio de dos años perdí a mi padre, a mi esposo, a mi suegra y a mi madre. Pero nuestros cuatro hijos, sus respectivas familias y yo misma, encontramos mucha seguridad y confianza en las preciosas e infalibles promesas de Dios.
Sobre el autor: Es profesora en el Unicamp y miembro de la iglesia de Campinas, São Paulo, Brasil.