Un hombre le preguntó a su pastor:

–Si Jesús sabía que Judas lo iba a traicionar, ¿por qué lo llamó, en primer lugar?

El pastor respondió:

–No lo sé, pero alguna vez me hice una pregunta más difícil: “¿Por qué me llamó a mí?”

En el llamado está la quintaesencia del ministerio personal. Al fin y al cabo, entendemos que no se puede ser pastor sin haber recibido un llamado de Dios a este ministerio, sea cual fuere la forma que puede haber tomado en la experiencia personal de cada uno. Sin embargo, en muchas ocasiones, tendemos a centrar el llamado en nuestra propia experiencia, como si lo más importante no fuera la misión a la que fui llamado, sino que, en última instancia, Dios me llamó a mí.

No podemos estar más equivocados.

Como Mark Driscoll dijo alguna vez: “La diferencia entre tus habilidades y tu llamado yace en la gracia de Dios”.

Nuestro ministerio será más significativo y satisfactorio si comprendemos que estamos aquí para una misión. Juan 15:16 lo deja claro: “No me escogieron ustedes a mí, sino que yo los escogí a ustedes y los comisioné para que vayan y den fruto, un fruto que perdure. Así el Padre les dará todo lo que le pidan en mi nombre” (NVI). Desglosemos algunos elementos significativos de este versículo para nuestro llamado.

El llamado siempre es iniciativa divina. Este es el punto que tratamos de enfatizar en la introducción a este artículo. No hay nada especial en nosotros. Dios, en su inmensa gracia, nos llamó a formar una parte importante en su plan de salvación. No por quiénes seamos o lo que hayamos hecho, sino por quién es él y lo que hizo en Cristo Jesús.

El llamado proviene de Dios. No es la iglesia la que nos llama. Tampoco es un administrador. Dios mismo nos elige y, en ese sentido, nos debemos a él. Luego vendrá el reconocimiento de ese llamado por parte de la iglesia, pero siempre es un segundo paso que ratificará, en todo caso, la iniciativa divina.

Hemos sido comisionados. El llamado y la misión están íntimamente ligados. No existe llamado sin misión, porque el llamado es a la misión. El llamado no es una distinción, ni un cargo, ni un puesto honorífico. Fuimos llamados a la misión; cuando dejemos de cumplir esa misión, nuestro llamado tampoco tendrá efecto.

El llamado es a llevar fruto. Nuestra misión es predicar el evangelio, pero esa predicación debe llevar fruto. La multiplicación es el deseo de Dios. Así, nuestra misión es el discipulado: hacemos discípulos para el Reino mediante nuestras influencias, fuerzas, habilidades y tiempo. Además, ese fruto debe “perdurar”, y esto no se logra al dar una serie de estudios bíblicos a las apuradas, bautizar a la persona y librarla a su suerte. El verdadero discipulado acompaña al discípulo en todas sus fases, hasta que es capaz no solo de perdurar en la vida cristiana, sino también de hacer otros discípulos.

Las bendiciones del llamado están supeditadas a la misión. El sentido del versículo que estamos analizando podría apoyar la idea de que, cuando vamos y hacemos discípulos, entonces “el Padre les dará todo lo que le pidan” en el nombre de Jesús. De igual manera, la presencia constante de Dios hasta el fin del mundo también está supeditada al hecho de ir y hacer discípulos a todas las naciones en Mateo 28:18 al 20.

Así, mirando y enfocándonos en la misión más que en nosotros mismos, podremos tener un ministerio significativo y satisfactorio.

Sobre el autor: Editor de la revista Ministerio, edición de la ACES.