La crisis actual nos presenta la oportunidad de retornar a nuestros fundamentos y ponderar nuestras tradiciones, viejos hábitos y dogmas. Con un tratamiento adecuado y cuidados especiales, la crisis puede ser el punto de retorno hacia la recuperación.

¿Qué signo de puntuación sería más apropiado para este artículo? ¿Un punto? ¿un signo de interrogación, o uno de exclamación? Algo nos dice que un punto sería más apropiado. En los países altamente industrializados —tradicionalmente llamados cristianos— las iglesias principales, especialmente las protestantes, están desangrándose y a punto de morir. Centenares de miles de personas abandonan las iglesias cada año. Creer que la iglesia adventista es inmune a esta enfermedad es una ilusión.

Pero mi objetivo en este artículo no es señalar el cómo ni por qué se está gestando esta crisis en el segmento europeo y norteamericano de la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Ni definir la naturaleza y magnitud de la misma en la iglesia. Más bien, me interesa considerar cómo nos relacionamos con las situaciones que provocan esta crisis dentro de la iglesia en todos los niveles.

Consideremos brevemente la misma palabra crisis. ¿Qué nos sugiere este término cuando lo oímos? ¿La idea de un conflicto desesperado, de peleas sinfín, de declinación irreversible? La ciencia médica nos ofrece algunas valiosas ideas al respecto. En una enfermedad la palabra crisis significa que el paciente ha llegado a un punto crítico en el cual o puede mejorar o puede empeorar. Con un tratamiento adecuado y cuidados especiales, la crisis puede ser el punto de retorno hacia la recuperación.

¿Cómo manejamos las crisis dentro de la iglesia? Nuestras respuestas a las siguientes seis preguntas determinarán si nos estamos relacionando apropiadamente con ellas o no.

1. ¿Consideramos la crisis como una amenaza para el status quo, o como una oportunidad para crecer?

Debería ser claro para todos que el éxito o el fracaso en el manejo de una crisis dependerá de cómo la consideremos, si como una amenaza para la fe adventista misma, o como una oportunidad para comprender nuestra fe de un modo novedoso y con una mentalidad de reforma. Si consideramos una crisis en la iglesia como una amenaza a nuestra fe, tenderemos a temer y a responder agresivamente hacia quienes difieren de nosotros en la iglesia.

Afortunadamente, el adventismo se ha caracterizado desde el principio por su carácter reformador. Esta característica nos ofrece ayuda para la crisis que afrontamos hoy. Pero las pretensiones de ser un movimiento reformador deben basarse en un fundamento más firme que una mera reminiscencia de las acciones valientes y heroicas de nuestros pioneros, así como de las doctrinas religiosas de su tiempo. Tampoco el instruir simplemente a otras iglesias, en lo que deberían cambiar sus doctrinas y prácticas, constituye este fundamento. Sólo podemos ser un verdadero movimiento reformador si nos mantenemos abiertos a una nueva luz que brille sobre nosotros.

La crisis actual nos presenta la oportunidad de retornar a nuestros fundamentos y ponderar nuestras tradiciones, viejos hábitos y dogmas. Por ejemplo, la forma en que hemos entendido tradicionalmente el sábado no es de por sí sagrada, sino que debería ser expuesta a una reforma continua.

2. ¿Demandamos perfección de los dirigentes de la iglesia, o les permitimos experimentar, aunque ello signifique que a veces cometerán errores?

No importa qué pensemos acerca de la política de Gorbachev, una cosa es clara para sus antagonistas como para sus partidarios: ha tenido el valor de sostener sus convicciones. Yo pienso que este valor se muestra primeramente en la capacidad de tomar posiciones, en estar dispuestos a arriesgarse a cometer errores. Tomar una posición inspira respeto en nuestros antagonistas, mientras que la inconstancia o la vaguedad mental, que resultan del temor a cometer errores, molesta incluso a nuestros partidarios.

¿Por qué no son más valientes nuestras iglesias? ¿Estamos obligados, e incluso justificados, como pueblo redimido y libre, a conservar este temor a cometer errores? ¿Quién nos robó la libertad de equivocarnos? ¿Quién nos arrebató la libertad de admitir abiertamente los errores que cometemos? Pienso que ya es tiempo de que como cristianos, y particularmente los dirigentes de la iglesia, nos quitemos la máscara de infalibilidad —que, de paso, es más apropiada para la Iglesia Católica que para nosotros.

3. ¿Tratamos a los miembros de la iglesia como niños, o nos relacionamos con ellos como adultos maduros y responsables?

Mi participación en algunas comisiones de la iglesia me ha llevado a la conclusión de que con frecuencia se trata a los miembros como si fueran niños, menores de edad e inmaduros. He visto muchas veces que ideas nuevas y nada convencionales, que podrían haber sido muy útiles a la iglesia, se rechazan con una justificación parecida a esto: “Sí, creo que deberíamos probar estas nuevas ideas, pero algunos hermanos seguramente las malinterpretarán”. Luego, lejos de comunicar a los hermanos las nuevas ideas y arriesgarnos a una discusión, sepultamos todo el asunto.

Es muy interesante oír a miembros de la iglesia diciendo cosas que corresponden a las actitudes de los dirigentes: “Nos gustaría probar, pero los administradores de la iglesia…”. Así que, una y otra vez, los viejos métodos siguen prevaleciendo.

¡Extraño fenómeno! O, ¿será que esta incomprensión es el resultado de la obra de Satanás, el gran originador de desórdenes?

Al igual que otras iglesias, tendemos a considerar lo nuevo o desusado como alarmante en sí mismo, y los riesgos, sea cual fuere su naturaleza, como intolerables. Pero, si evadimos los riesgos, no podremos ni progresar ni aprender nada nuevo. Abrirnos paso constructivamente a través de los conflictos estimula el crecimiento. A fin de no impedir la efectividad de la iglesia debemos comunicarnos claramente unos con otros y tratar de hallar nuevos enfoques en nuestra obra.

Algunos citan la discusión paulina sobre los “débiles” y los “fuertes” (1 Cor. 8, 9) en apoyo a su posición de no asumir ningún riesgo. Pero Pablo no impidió que los “fuertes” discutieran los asuntos con los “débiles”, y de esa manera, posiblemente, convencerlos. De lo contrario, no habría preguntado unos versículos antes por qué habría de depender su libertad de la conciencia de otros (1 Cor. 10:29).

Por supuesto, hay, y siempre habrá, una tensión natural entre la consideración de los sentimientos de los “débiles” y el indispensable desarrollo de la iglesia. Sin embargo, esta tensión no nos excusa de la renuencia a asumir riesgos. La vida misma presenta riesgos y oportunidades, y sólo cuando los aceptamos podemos crecer. La alternativa es el estancamiento eterno de la iglesia.

El mensaje de Jesús era potencialmente ofensivo. Y al igual que nuestro Maestro, debemos tratar con esa posibilidad, no evadiendo los riesgos, sino relacionándonos siempre con los “débiles” en forma positiva y cálida, mientras les ofrecemos un fundamento mejor en el cual basar su fe.

Quizá los administradores de la iglesia deberían creer simplemente que los miembros son más responsables y más seguros de sí mismos de lo que los dirigentes están inclinados a creer; que la fe de los miembros es suficientemente fuerte como para resistir el manejo de nuevas ideas. Y si no es capaz, en vez de dejar a esos miembros en su débil condición, la iglesia debería proponerse seriamente hallar la forma de fortalecer su fe. Los creyentes serán (y deberían serlo) “fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu” (Efe. 3:16). Los miembros pueden desarrollar esta fortaleza manejando sus diferencias con madurez.

4. ¿Construimos hombres de paja, o afrontamos los problemas en forma real?

Uno de los mecanismos que ‘algunos usan en la iglesia para manejar los cambios que afrontamos es lo que yo llamo “defensa mágica por medios racionalistas”. A semejanza de las prácticas mágicas de las así llamadas tribus primitivas, proyectan los males que prevén en cierto asunto que puede ser atacado. Los miembros de las iglesias que están enraizados en la tradición puritana —como nuestra iglesia—, tienden a sospechar primero del lado subconsciente, emocional e instintivo de la vida, porque parece algo incontrolable. Pero la idea de que debemos controlar la naturaleza o ser vencidos por lo incontrolable no es más que una construcción intelectual cuyos orígenes pueden trazarse hasta los filósofos griegos, pasando por la Iglesia Primitiva y el Renacimiento.

Al dividir al ser humano en partes buenas y malas pierden de vista el hecho de que el aspecto racional y consciente de la vida humana no es menos susceptible al mal que el aspecto emocional. De ese modo nos arrulla una falsa seguridad. Al mismo tiempo, sobrestimar la susceptibilidad del sector emocional nos impide el uso pleno y el disfrute de nuestro ser entero.

Los intentos de relacionarnos con la crisis, usando la proyección, fracasarán con toda probabilidad. El medio más seguro requiere un cierto grado de confianza propia: debemos afrontar la realidad y relacionarnos con ella en toda su complejidad y diversidad. No debemos permitir que una manera de pensar afectada por lo que deseamos nos aleje de la realidad.

5. ¿Esperamos que los miembros nos sigan ciegamente, o les permitimos tener una lealtad crítica pero activa?

La iglesia ya no puede engañarse a sí misma esperando la lealtad ciega e incondicional de sus miembros. La amplia secularización de la sociedad ha hecho que esta expectativa sea ilusoria. Sin embargo, aun cuando la secularización ha producido una actitud más crítica hacia la religión y la iglesia, no significa necesariamente que este proceso no tenga un aspecto constructivo y fructífero.

Cualquiera sea el caso, la realidad muestra que los miembros de la iglesia disminuyen en la medida en que ella espera una lealtad ciega de parte de ellos. Los fundamentalistas tienden a considerar a los que salen como “apóstatas” que de todas maneras no estaban siguiendo al Señor fervientemente. Sugieren que quienes abandonan la iglesia están dejando a Dios mismo, y que aquellos que permanecen en la iglesia constituyen el remanente fiel. Los que tienen esta actitud no muestran ni pena ni se examinan a sí mismos cuando otro miembro deja la iglesia. ¿Podemos darnos el lujo de ser tan auto- complacientes?

Creo que todos los procesos seculares —y la crisis misma— pueden ofrecer oportunidades y no sólo amenazas. Pero el que las miremos como oportunidades depende de cómo nos definimos a nosotros mismos y de cómo definimos nuestra función en la sociedad. ¿Consiste nuestra función en categorizar a la gente como ovejas o cabritos —es decir, ejercer un poder judicial? ¿O deberíamos, más bien, dejar esta tarea al Señor? Hacerle frente a la crisis permitiendo la’ autocrítica y el autoexamen puede ofrecernos la oportunidad de desarrollar una mayor medida de humildad y humanidad. Pero cuando consideramos nuestro punto de vista religioso como más allá de toda discusión, nos erigimos en criterio de los demás.

Con frecuencia las iglesias tratan de obtener la lealtad incondicional intensificando las normas. El uso de normas estrictas, con la buena intención de fortalecer la identidad adventista, inicia un proceso de separación y, en consecuencia, se hace cada vez más notorio quiénes están “dentro” y quiénes “afuera”. Esta estrategia es dudosa en sí misma y no es bíblica, pero se hace aún más problemática cuando normas de importancia secundaria, tales como preferencias personales en el vestir, la música y la política, se usan como instrumentos de separación. Estas normas varían en diferentes contextos culturales e históricos. Cuando intentamos demostrar que derivan de la Biblia, añadimos el riesgo do atarnos a nuestros propios prejuicios culturales.

Pero surge otra pregunta interesante: ¿Por qué las normas en el campo de las preferencias personales se convierten tan a menudo en instrumentos de separación? Pienso que éstas se escogen porque su acatamiento puede ser fácilmente observado. Pero esta estrategia no alcanzará el blanco que se propone —lograr una verdadera lealtad. Puede ser que el grupo “remanente” cumpla estas normas mientras proclama que ellos sienten en sus corazones que no le importa a nadie más. Pero la lealtad y la identidad adventistas no se manifiestan ni en la observancia de normas externas, ni en el hecho de que todos los miembros se unan contra un enemigo exterior, sino en el compañerismo que se experimenta como resultado de la confianza de la administración en los miembros de la iglesia.

Algunos hermanos me han dicho que las objeciones y dudas que surgen simplemente por la forma novedosa y antitradicional en que ellos quieren hacer algo enfría sus deseos de trabajar a favor de la iglesia. Creo que debemos cesar de considerar a la tradición como un fin en sí mismo; necesitamos una lealtad crítica, edificada sobre la confianza y una apertura hacia la innovación.

6. ¿Consideramos mala la diversidad, o admitimos que hay diferentes modos de caminar en la misma dirección?

¡No necesitan los adventistas tener todos la misma opinión acerca de todo! Y sin embargo, a pesar de la sencillez de esta declaración, el término “diversidad” se señala una y otra vez como una amenaza.

Aquellos que consideran la variedad como una amenaza, lo hacen porque las opiniones que difieren de las nuestras pueden hacernos dudar de nuestras convicciones. La intensidad de nuestra reacción tiene que ver con nuestra autoaceptación: mientras menos seguros nos sintamos de nosotros mismos, más amenazadora nos parecerá la variedad. Pero Pablo nos advierte que no debemos juzgar la forma como otros sirven a Dios, porque son responsables ante Dios, no ante nosotros (Rom. 14:4).

Aceptar otras opiniones como legítimas no significa que nos convirtamos en gente totalmente insegura acerca de nuestras opiniones. Significa, simplemente, que tenemos que aceptar que todas nuestras percepciones de la realidad, tanto individuales como colectivas (incluidas las de la iglesia) son, en última instancia, limitadas. Como dice Pablo, “ahora conozco en parte” (1 Cor. 13:12).

Resumiendo, creo que podemos hacer de la crisis que afronta la iglesia una oportunidad para crecer. Lo único que necesitamos es afrontarla con valor:

• Valor para cambiar las tradiciones.

• Valor para cometer errores y admitirlos, y dejar que otros cometan sus propios errores.

• Valor para confiar en los miembros de la iglesia y su habilidad para crecer.

• Valor para ver los problemas en una forma realista sin permitir que nuestros deseos influyan sobre nuestra manera de pensar.

• Valor para soportar la crítica en vez de condenarla.

• Valor para admitir una variedad de opiniones.

Sé que éste es un llamado a ejercer mucho valor, pero creo que tenemos una buena fuente de donde obtener una abundante provisión de él.

Sobre la autora: es secretaria registradora y profesora asociada de Teología en el Seminario Marienhoehe, Darmstadt, Alemania.