Acabamos de aterrizar en una pequeña pista de césped en un avión Cessna de cuatro asientos. Estamos con tres horas de atraso en la programación. La razón es que la lluvia abundante, típica de la región de la selva peruana, no nos permitió iniciar el vuelo a tiempo. Tuvimos una larga espera antes de iniciar el viaje, hasta que se nos informó que el temporal había amainado y teníamos condiciones de visibilidad para el aterrizaje.
Así, salimos de Pucalpa con destino a Tucache. Entre las dos ciudades está la Cordillera Azul. Ya había hecho ese viaje antes, en un día soleado, sin nubes. íbamos en dos avionetas y era divertida la sensación de ir entre las montañas. Pero, esta vez fue diferente. Después de subir, percibimos que no había muchas brechas entre las nubes. De repente, no había un claro para pasar entre aquellas espesas y cargadas formaciones. La fuerza del agua que golpeaba contra el fuselaje del pequeño avión hacía un barullo terrible. La turbulencia nos obligaba a asirnos firmemente de cualquier cosa que pareciera firme a nuestro alrededor.
Cada vez que salíamos de dentro de una nube, venía una sensación de alivio. Era el único pasajero, sentado detrás de los dos pilotos, Alberto Marin y Aholiab Lozano, misioneros de “Perú Project”. Aprovechaba los momentos de alivio para sacar algunas fotos; pero, por poco tiempo, porque pronto entrábamos en otra nube, y con ella la turbulencia, la lluvia y el ruido. Percibí que los pilotos conversaban entre sí con palabras y gestos que me hacían entender que necesitábamos subir más. La cordillera estaba frente a nosotros.
No sé cuál fue exactamente la dimensión del peligro que corríamos en ese viaje. Tampoco quise preguntar a los pilotos, por dos razones. Primero, para no aparentar que estaba con miedo y, segundo, porque creo que no estarían dispuestos a admitirlo ante mí en el primer día de una “Caravana de la Esperanza” que duraría ocho días. Probablemente no querrían que me asustara desde el comienzo. Pero voy a describir la sensación que tuve.
Cada vez que se abría un espacio entre las nubes, podíamos divisar la silueta de las montañas muy cerca de nosotros. Los pilotos señalaban hacia un lado y el otro, escogiendo un lugar para pasar. Seguíamos subiendo, pero la lluvia parecía impedir el proceso de subida. La mayor parte del tiempo estábamos dentro de las nubes, sin ninguna visibilidad. Mi sensación: “¿Nos iremos a chocar con una montaña?” Toda esta historia duró aproximadamente una hora y media, hasta que finalmente atravesamos la cordillera y descendimos debajo de las nubes. No había más lluvia; la visibilidad era buena y aterrizamos con toda seguridad.
Estoy escribiendo al otro día. Estamos de regreso en Pucalpa, para mudarnos del Cessna a un pequeño hidroavión, en el que seguiremos dentro de algunos minutos en nuestro viaje misionero. La experiencia de ayer describe con mucha precisión mi propia vida y mi ministerio. Puedo recordar tantas ocasiones en que me vi cercado por montañas de obstáculos, pero la conducción y el cuidado de Dios fueron tan evidentes y claros que la sensación de estar entre montañas no me asustaba ni me hacía desanimar.
Pero también recuerdo las veces en que me sentí cercado de nubes y sin visibilidad alguna. Algunas veces sufrí fuertes turbulencias en mi vida personal, familiar y espiritual. Todo lo que pasaba por mi mente, en algunas de esas situaciones, era que debía aferrarme a algo que pudiera darme firmeza, pero nada en esas ocasiones parecía lo suficientemente fuerte. Entonces, el miedo: “¿Chocaré contra una montaña? ¿Acabará todo?”
Creo que sabes de lo que estoy hablando, pues probablemente hayas sentido lo mismo. Cercado por nubes negras, lo único que sabemos es que necesitamos subir más. Y, por más que nos esforcemos, parece que no hacemos ningún progreso. La oración, el alimento de la Palabra y la comunión con Dios se convierten en una obligación casi imposible de ser cumplida en ciertos momentos de la vida. Así, exactamente en las situaciones más peligrosas y de desánimo del ministerio, cuando más necesitamos subir y subir, sencillamente no tenemos
fuerzas. Entonces, viene el miedo a chocar contra las montañas, a descender, a que sea el fin del sueño… de la pérdida del ministerio. Y, aun así sigues. La respiración contenida. Una pregunta que no logra irse de la mente: “¿Voy a chocar contra las montañas?”
Querido pastor, no eres el primero ni serás el último en pasar por esta experiencia. Y ahora quiero hablarte realmente de corazón a corazón, como un testimonio personal de quien ya vivió algunas tempestades: Dios no te abandonará a ti ni a tu ministerio tan fácilmente. Va a agotar los últimos recursos para que pases seguro por la tempestad, por las montañas y por las nubes negras. Aun cuando no veas nada a tu alrededor, tienes que saber algo: tú y tu ministerio están en las manos poderosas del Creador. Confía y descansa en su cuidado.
Sobre el autor: Secretario ministerial asociado de la División Sudamericana.