Quiero dirigirme a aquellos que predican la palabra: “El principio de tus palabras alumbra; hace entender a los simples”. Todas las ventajas y los privilegios que pueden ser multiplicados para vuestro beneficio, a fin de que seáis educados y preparados, arraigados en la verdad, no serán una verdadera ayuda para vosotros personalmente a menos que la mente y corazón estén abiertos de tal manera que la verdad encuentre entrada, y hagáis una entrega concienzuda de todo hábito y práctica, y de todo pecado que le haya cerrado la puerta a Jesús. Que la luz de Cristo escudriñe todo rincón oscuro del alma; con fervorosa determinación adoptad la conducta correcta. Si os aferráis a un proceder erróneo, como muchos de vosotros hacéis ahora; si la verdad no obra en vosotros con poder transformador, de manera que la obedezcáis de todo corazón porque amáis sus puros principios, estad seguros de que para vosotros la verdad perderá su poder vitalizante, y el pecado se fortalecerá.

Esta es la razón por la cual muchos no son agentes eficientes del Maestro. Están constantemente haciendo provisión para agradarse y glorificarse a sí mismos, o albergan sensualidad en el corazón. Cierto es que aceptan la ley de los Diez Mandamientos, y muchos enseñan la ley en teoría, pero no albergan sus principios. No obedecen el mandato de Dios de ser puros, de amar a Dios sobre todas las cosas, y a su prójimo como a sí mismos. Mientras viven constantemente una mentira, ¿pueden los tales tener fuerza, pueden tener confianza, pueden los tales llegar a ser obreros eficientes para Dios?

El Salvador oró por sus discípulos: “Santifícalos en tu verdad: tu palabra es verdad”. Pero si el que recibe el conocimiento bíblico no hace ningún cambio en sus hábitos o prácticas para corresponder a la luz de la verdad, ¿qué ocurre entonces? El espíritu está luchando contra la carne, y la carne contra el espíritu; y uno de éstos debe vencer. Si la verdad santifica el alma, el pecado es odiado y resistido, porque Cristo es aceptado como un huésped honrado. Pero Cristo no puede compartir un corazón dividido; el pecado y Jesús nunca están en sociedad. El que acepta la verdad con sinceridad, el que come la carne y bebe la sangre del Hijo de Dios, tiene vida eterna. “Las palabras que yo os he hablado —dijo Jesús—, son espíritu y son vida”. Cuando el que recibe la verdad coopera con el Espíritu Santo, se sentirá cargado con la preocupación de impartir el mensaje a las almas; nunca será un mero sermoneador. Entrará de corazón y de alma en la gran obra de buscar y salvar lo que se ha perdido. Al practicar la religión de Cristo, realizará una obra en la salvación de las almas.

Una obligación ante Dios

Todo creyente tiene la obligación ante Dios de ser un hombre espiritual, que se mantiene en el canal de luz, para permitir que su luz brille ante el mundo. Cuando todos los que se hallan empeñados en la sagrada obra del ministerio crezcan en gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador, odiarán el pecado y el egoísmo. Una renovación moral se está realizando constantemente; al continuar mirando a Jesús, se conforman a su imagen, y son hallados completos en él, no teniendo su propia justicia, sino la justicia que es en Cristo Jesús Señor nuestro.

La gran ventaja de las asambleas ministeriales no es ni medianamente apreciada. Son ricas en oportunidades, pero no realizan ni la mitad de lo que debieran, porque los que asisten a ellas no practican la verdad que es presentada ante ellos con claros contornos. Muchos que están explicando las Escrituras a otros, no han rendido consciente y cabalmente su inteligencia, su corazón y su vida al dominio del Espíritu Santo. Aman el pecado y se aferran a él. Se me ha mostrado que prácticas impuras, orgullo, egoísmo, glorificación propia, han cerrado la puerta del corazón, aun de aquellos que enseñan la verdad a los otros, de manera que el enojo de Dios está sobre ellos. ¿No será posible que algún poder renovador se posesione de ellos? ¿Han caído como presa de una enfermedad moral que es incurable, debido a que ellos mismos rechazan ser curados? ¡Ojalá que todos los que trabajan en palabra y en doctrina presten oídos a las palabras de Pablo: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro racional culto”!

¡Cuánto se regocija mi corazón por aquellos que andan con humildad de mente, y aman y temen a Dios! Poseen un poder mucho más valioso que el conocimiento y la elocuencia. “El temor de Jehová es el principio de la sabiduría”; y su amor y temor son como un hilo de oro que une el agente humano con el divino. Así todos los movimientos de la vida son simplificados. Cuando los hijos de Dios están luchando contra la tentación, batallando contra las pasiones del corazón natural, la fe une el alma con el único que puede dar ayuda, y resultan victoriosos.

Quiera el Señor obrar en los corazones de los que han recibido gran luz, para que se aparten de toda iniquidad. Contemplad la cruz del Calvario. Ahí está Jesús, quien dio su vida, no para que los hombres continuaran en el pecado, no para que tuvieran permiso para quebrantar la ley de Dios, sino para que por medio de su infinito sacrificio fueran salvos de todo pecado. Dijo Cristo: “Yo me santifico a mí mismo para, que también ellos sean santificados”, por la perfección de su ejemplo. ¿Se santificarán a sí mismos por la verdad los que predican la verdad a otros? ¿Amarán al Señor con el corazón y la mente y el alma, y a su prójimo como a sí mismos? ¿Alcanzarán el nivel de la más elevada norma del carácter cristiano? ¿Son sus gustos elevados, sus apetitos controlados? ¿Están albergando sólo sentimientos nobles, fuerte y profunda simpatía, y propósitos puros, para que puedan ser en verdad obreros juntamente con Dios? Debemos tener el Espíritu Santo para que nos sostenga en el conflicto; “porque no tenemos lucha contra sangre y carne; sino contra principados, contra potestades, contra señores de este mundo, gobernadores de estas tinieblas, contra malicias espirituales en los aires” (Testimonios para los Ministros, págs. 157-160).