Mensaje devocional predicado ante la asamblea mundial el martes 2 de julio de 1985

Recientemente estuve al lado de una de las queridas hijas de Dios que apenas unos meses antes había gozado la apariencia de buena salud, pero ahora, atacada por una enfermedad fatal, se estaba consumiendo lentamente -una escena desgarradora. Al arrodillarme junto a ella para orar y ofrecer algunas palabras de ánimo, el pensamiento de nuestra impotencia y de que nada es de valor perdurable en este mundo sino la esperanza que tenemos en Jesús, me abrumó. Aquí estaba un alma preciosa envuelta en una lucha contra fuerzas que escapaban a su control, pero cuya fe en Jesús trascendía su dolor. ¡Qué bendita esperanza de vida eterna es la suya!

La seguridad de que la vida eterna puede llegar a ser nuestra por fe en Jesús le fue dada a la Iglesia de Éfeso por medio de Pablo. “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efe. 2: 8, 9).

Nadie ha necesitado más esta certeza que los que viven en nuestro tiempo. Esta promesa de esperanza nos asegura que hay más significado en la vida que el que puede ser hallado en este mundo.

“Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os llama, el cual también lo hará” (1 Tes. 5:23, 24). Aquí hay seguridad de que todas las necesidades espirituales de la vida son satisfechas en Cristo. En Cristo cada parte de nosotros es santificada. El yo no es glorificado, sino que Cristo es exaltado. “El cual también lo hará”, declara Pablo.

Pero ¿cuál es el propósito fundamental de Dios para nuestras vidas? ¿Es la vida victoriosa una ilusión, o es una vida tal posible en Cristo? El ser santificados por fe en Cristo, ¿es algo registrado solamente en el cielo, o se relaciona con la manera como vivimos aquí en la tierra?

Nuestra generación ha perdido, en un extenso grado, un punto de referencia para su conducta. Los absolutos de la Escritura ya no parecen relevantes a muchos. El humanismo y el secularismo los han despojado de confianza en los mandatos de Dios para sus vidas, y en su lugar la mente humana está determinando por sí misma qué es bueno o malo. Algunos creen que la libertad humana es violada por los principios divinos de conducta. Los tales preguntan: “¿Existe un orden fijo en el mundo, un inmutable sistema de valores para la conducta, o hay valores relativos y desarrollados primordialmente por nosotros mismos?”

La conducta de la gente hoy en día no es tan diferente de lo que era en el pasado. Consideremos a Israel, el pueblo de Dios, como un ejemplo. La complacencia de deseos carnales que ya no estaban bajo el control de principios morales los llevó a la conducta más indecorosa. “Mas estas cosas sucedieron como ejemplo para nosotros, para que no codiciemos cosas malas, como ellos codiciaron. Ni seáis idólatras, como algunos de ellos, según está escrito: Se sentó el pueblo a comer y a beber, y se levantó a jugar” (1 Cor. 10: 6, 7). El juego al que se entregaron después de complacer el apetito incontrolado sólo puede ser descripto como una desenfrenada satisfacción de deseos carnales.

En el mundo griego y romano del Nuevo Testamento hallamos un espejo de nuestra propia época. Pedro se refiere a la experiencia del pasado cuando los receptores de su carta habían vivido como sus vecinos paganos: “Baste ya el tiempo pasado para haber hecho lo que agrada a los gentiles, andando en lascivias, concupiscencias, embriagueces, orgías, disipación y abominables idolatrías. A éstos les parece cosa extraña que vosotros no corráis con ellos en el mismo desenfreno de disolución, y os ultrajan” (1 Ped. 4: 3, 4).

Descripción apropiada

Si Pedro estuviera escribiendo hoy, no podría hallar lenguaje más apropiado para describir el estilo de vida de gran parte de nuestro mundo moderno. Los apetitos y las pasiones parecen irrefrenables, dando como resultado una sociedad en la cual diariamente se informa de los crímenes más horrendos y feroces. Mayormente como resultado de tal disipación, la muerte prematura acosa a la tierra a pesar de los heroicos esfuerzos de científicos y médicos para hallar remedios para la enfermedad.

Satanás rebaja el cuerpo y la mente al conducir a millones a la vida lasciva. “Porque de dentro, del corazón [o mente] de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, tos hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre” (Mar. 7: 21-23).

Una vida lasciva es una vida desenfrenada y libidinosa en la cual tos apetitos y las pasiones están fuera de control. La mente, que debería ser guiada por el Espíritu Santo, ya no es dueña del cuerpo. Pablo describe las obras intemperantes de la carne: “Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia” (Gál. 5: 19). Estas están en contraste con tos frutos del Espíritu, que incluyen la temperancia o el dominio propio.

La lascivia fluye de una mente no convertida, un corazón en rebelión contra la ley de Dios. Esta rebelión comenzó en el Jardín del Edén y envolvió al apetito. Dios dio a sus criaturas un estilo de vida que les traería gozo, felicidad y satisfacción. Las leyes que gobiernan la vida moral están entrelazadas con las que gobiernan la vida física. Cuando el apetito no es controlado la vida moral se ve afectada.

Dios tiene el propósito de restaurar a los pecadores el dominio propio, la libertad y la felicidad que resultan de una vida de obediencia a sus leyes. Pablo expone el principio a ser seguido en toda nuestra conducta: “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Cor. 10: 31).

Hoy muchos cristianos están tentados a adoptar el modo de vida secular y a permitir que la naturaleza carnal controle cómo comen, beben y viven. Necesitamos concentrarnos en un estilo de vida que esté en armonía con la voluntad de Dios. Este nuevo modo de vida comienza con el nuevo nacimiento. “Tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados” (Col. 1:14).

Nada hay tan dulce como la paz que viene del perdón. No podemos ganarla ni obtenerla por penitencia. Es nuestra por fe. Recuerdo que hace años, cuando era alumno del Union College, caminaba por las veredas durante una Semana de Oración, tratando de encontrar paz. Pero caminar no me la traía. La culpa se cernía sobre mí como una nube negra. La paz vino cuando confesé mi pecado tanto al Señor como a los que había herido. Fui liberado por esta promesa: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).

Perdón por el pecado y purificación del pecado están unidos. “Redención por medio de su sangre” incluye el poder purificador de Jesús que transforma el corazón o la mente pecaminosos y esclavizados. Dios se propone santificarnos para que podamos estar sin falta cuando El venga. ¿Entendemos lo que significa ser santos? ¿Estamos más complacidos en escuchar lo que Jesús hace por nosotros que lo que estamos en oír lo que él hace en nosotros? ¿Cuál es la relación entre el perdón del pecado y la obediencia a Cristo? ¿Son ambos un acto de fe en Jesús?

En la Biblia las palabras santo y santificar están relacionadas y significan “purificar”, ser “apartado”, “consagrar”. Santo se usa más de 220 veces en la Escritura y a veces se aplica a los creyentes cuyas vidas están consagradas a Dios. Israel era “un reino de sacerdotes, y gente santa” (Éxo. 19:6). Los seguidores de Cristo también han de vivir una vida santa. “Sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo” (1 Ped. 1:15, 16). Nuestro estilo de vida es modificado por el poder de Cristo. Debemos ser guiados en nuestra conducta por los valores del Cielo, no por los valores de la sociedad.

“La santidad no es arrobamiento: es una entrega completa de la voluntad de Dios; es vivir de toda palabra que sale de la boca de Dios; es hacer la voluntad de nuestro Padre celestial; es confiar en Dios en las pruebas y en la oscuridad tanto como en la luz; es caminar por fe y no por vista; confiar en Dios sin vacilación y descansar en su amor” (Los hechos de los apóstoles, pág. 42).

“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ella” (Efe. 2:8-10).

Los cristianos con esta fe se ocupan de su conducta, de cómo visten, cómo y qué comen y beben, cómo observan el sábado y qué hacen para entretenerse. Tienen principios por los cuales viven, absolutos que gobiernan su conducta. Jesucristo no solamente perdona el pecado, sino que crea nuevas criaturas que odian el pecado, que aman obedecer a Dios en todas las cosas. “Por tanto, de la manera que habéis recibido al Señor Jesucristo, andad en él” (Col. 2: 6). “Así también vosotros necesitáis del auxilio de Cristo, para poder vivir una vida santa, como la rama depende del tronco principal para su crecimiento y fructificación. Fuera de él no tenéis vida… Cuando Cristo habita en el corazón, la naturaleza entera se transforma” (El camino a Cristo, págs. 68-73).

Liberación de nuestros hábitos

Cuando seguimos a Cristo Él nos libera de hábitos perdurables, de la envidia, el orgullo, el egoísmo y la codicia. Él nos libera de la idolatría de posesiones innecesarias y costosas, y del adorno de nuestras personas; de la inmundicia de la concupiscencia revelada en la homosexualidad, el lesbianismo, la fornicación y el adulterio; de la lujuria del sexo y la violencia que se hallan en el teatro y en la televisión, y en libros y revistas pornográficos. Él nos libera de los ruinosos efectos de un apetito fuera de control.

“Cuando un alma recibe a Cristo, recibe poder para vivir la vida de Cristo” (Palabras de vida del gran Maestro, pág. 255). “Y si nosotros consentimos, se identificará de tal manera con nuestros pensamientos y fines, amoldará de tal manera nuestro corazón y mente en conformidad con su voluntad, que cuando le obedezcamos estaremos tan sólo ejecutando nuestros propios impulsos” (El Deseado de todas las gentes, pág. 621).

Estas seguridades no significan que habremos alcanzado un punto de conducta perfectamente impecable, pero sí significan que Cristo removerá la rebelión de nuestros corazones y de nuestra voluntad, por medio de su poder, guiándonos diariamente a una vida victoriosa. Amaremos su modo de vida y procuraremos seguirlo.

El amor es una poderosa motivación para obedecer a Dios. Recuerdo cuando vivía como pupilo en el hogar de un colegio secundario y recibí una sanción por una infracción menor de las reglas, sanción que consideré injusta. El preceptor, un hombre comprensivo, me dijo que esta vez pasaría por alto la infracción, con el entendimiento de que, si sucedía de nuevo, el castigo se aplicaría. Mi amor por él y mi admiración por su equidad aseguraron que no tuviera que preocuparse por mí de allí en adelante. El amor por Jesús hace que la obediencia a su ley sea deseable y que nuestros corazones estén dispuestos a obedecer.

La persona que edifica su vida sobre Cristo nunca se verá chasqueada. Recientemente recibí una carta de una de las cinco hijas de un matrimonio cristiano que había celebrado sus bodas de oro. Había sido mi privilegio bautizar a esta pareja 37 años atrás. La hija escribió: “El Señor nos ha bendecido a nosotras, las chicas, con una madre y un padre maravillosos. Ellos nos han enseñado a poner al Señor como cabeza de nuestros hogares, porque no existe mejor fundamento”

Dios llama a un pueblo cuyos miembros entregarán sus vidas a Jesús y edificarán sobre El, apartándose de la vida sensual y libidinosa, y aceptando su vida abundante, saludable, gozosa vida en su plenitud. Es importante que la reforma de vida incluya el apetito. “Los hombres y mujeres no pueden violar la ley natural, complaciendo un apetito depravado y pasiones concupiscentes, sin violar la ley de Dios… Hacer clara la ley natural e instar a que se la obedezca es la obra que acompaña al mensaje del tercer ángel, con el propósito de preparar un pueblo para la venida del Señor” (Joyas de los testimonios, t. 1, págs. 319, 320).

Dios es glorificado por la obediencia a su ley, incluyendo las leyes de la salud. Para responder al Espíritu de Dios, la mente debe estar libre del apetito sin control y de todo estimulante artificial. Esta es la razón por la cual las instituciones para el cuidado de la salud son parte de la iglesia y jamás deberán ser separadas de ella. Si nuestra atención de la salud se seculariza, habremos errado el camino, y nuestros esfuerzos chasquearán a nuestro Dios.

No tenemos de qué avergonzarnos en nuestro énfasis sobre el vegetarianismo, la abstinencia del tabaco, el alcohol, el té, el café y las drogas dañinas. En años recientes estas posiciones han sido justificadas por la investigación. La ciencia corrobora los cambios en el estilo de vida propugnados por la sierva del Señor hace muchos años.

El conocimiento sólo no es suficiente

Sin embargo, el mero conocimiento de las leyes de la salud puede no efectuar la necesaria reforma en la conducta. Para un cambio tal, es esencial lo siguiente: “En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos, y renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creados según Dios, en la justicia y santidad de la verdad” (Efe. 4: 22-24).

Nuestra generación enferma necesita este mensaje de esperanza y verdad que preparará a un pueblo, descripto en Apocalipsis 14 como el que guarda los mandamientos de Dios y tiene la fe (o constancia) de Jesús, para la gloriosa aparición de Cristo.

Recientemente visité Rochester, Nueva York, y reviví con la imaginación algunos de los años difíciles del Movimiento Adventista. Fui al cementerio Mount Hope y contemplé las tumbas de los que están sepultados allí. Vi el hogar de Hiram Edson y el campo de maíz que cruzó la mañana del 23 de octubre de 1844. Ese hombre humilde ayudó a bosquejar el mensaje del Santuario y sacrificó sus medios para hacer avanzar la causa de la verdad. Pensé en Jaime y Elena White, que soportaron la epidemia de cólera de 1852, cuando casi perdieron a su joven hijo Edson, y que vivieron en la extrema pobreza, resistieron arduos viajes y dieron todo lo que tenían para predicar la verdad que amaban tan entrañablemente. Pensé en J. N. Andrews, cuya esposa e hija Carrie, fallecidas prematuramente, yacen enterradas en Rochester.

¿Por qué estos jóvenes dirigentes soportaron tantas privaciones y sacrificios? ¿Qué los impulsó a proseguir y proseguir contra tales desventajas? La verdad de la Biblia tomó con fuerza sus corazones y los llenó con el profundo deseo de compartirla con otros. Estos jóvenes evangelistas dieron el mensaje de consuelo, salvación, esperanza y reforma de vida con gran poder. Alzaron su voz contra el pecado y señalaron el gozo de una vida de obediencia a la ley de Dios por medio del poder de Cristo viviente. Ahora el mensaje y la tarea son nuestros.

Puede ser que hoy estemos luchando, abrumados por la tentación, pero nuestro Salvador extiende su brazo poderoso y Él nos librará y nos restaurará a “la vida en su plenitud”. Y con esta redención y restauración, estaremos preparados para su venida.

Sobre el autor: Era uno de los vicepresidentes de la Asociación General y actualmente está jubilado. Este es un mensaje devocional presentado en la mañana del martes 2 de julio de 1985.