Mensaje devocional predicado ante la asamblea mundial el domingo 30 de junio de 1985

Todo el universo explotó en regocijo cuando Dios creó nuestra tierra. “Alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios” (Job 38: 7). Pero pronto oyeron las increíbles noticias de la caída de Adán y Eva. “La caída del hombre llenó el cielo de tristeza. El mundo que Dios había hecho quedaba mancillado por la maldición del pecado, y habitado por seres condenados a la miseria y a la muerte” (Patriarcas y profetas, pág. 48).

No hay solución humana para el pecado. La Palabra de Dios dice: “Aunque te laves con lejía, y amontones jabón sobre ti, la mancha de tu pecado permanecerá aún delante de mí, dijo Jehová el Señor” (Jer. 2: 22). Frente a esta impotencia humana surge la pregunta planteada por Job: “¿Cómo, pues, se justificará el hombre para con Dios?” (Job 25: 4). En este punto comienzan las buenas nuevas.

Buenas nuevas

“La Biblia nos presenta la inesperada noticia de que los tres poderes máximos del universo -el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo- se han unido en alianza para redimir a la humanidad, sin importarles la enormidad del precio a pagar” (Hans K. LaRondelle, Cristo nuestra salvación, pág. 15). “El Hijo de Dios, el glorioso soberano del cielo se conmovió de compasión por la raza caída… El amor divino había concebido un plan mediante el cual el hombre podría ser redimido… Cristo cargaría con la culpa y la vergüenza del pecado… Cristo descendería a la profundidad de la desgracia para rescatar la raza caída” (Patriarcas y profetas, pág. 48).

La Iglesia Adventista del Séptimo Día, y todos sus miembros, ha nacido para proclamar que la salvación no puede ser obtenida por el esfuerzo humano, porque es un regalo de la gracia de Dios. La humanidad creó el problema; Dios en su amor ha provisto la solución. A la ansiosa pregunta, “¿cómo, pues, se justificará el hombre para con Dios?”, contestamos: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” (1 Tim. 1: 15).

La salvación de eternidad a eternidad

El plan de salvación se extiende de eternidad a eternidad. Es como una fuerte cadena anclada en el cielo y que desciende hacia el hombre perdido en la tierra. Analicemos los diferentes eslabones de esta cadena redentora:

1. El plan de salvación: Somos salvados por los méritos del sacrificio de Cristo, “ya destinado desde antes de la fundación del mundo” (1 Ped. 1: 20). La Divinidad ha hecho provisión para nuestra salvación desde la eternidad.

2. El sistema de sacrificios: “El sacrificio de animales fue ordenado por Dios para que fuese para el hombre un recuerdo perpetuo, un penitente reconocimiento de su pecado y una confesión de su fe en el Redentor prometido” (Patriarcas y profetas, pág. 54).

3. El tabernáculo: Dios dio a Moisés la siguiente instrucción: “Y harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos” (Exo. 25: 8). El servicio diario tipificaba el sacrificio en la cruz y el ministerio de intercesión de Cristo, y el servicio anual simbolizaba el juicio en el cielo. Por medio de los sacrificios y los otros servicios que se realizaban en el tabernáculo, las generaciones pasadas expresaron su fe en un Redentor por venir.

4. La encarnación: “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley” (Gál. 4: 4). “Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote. • para expiar los pecados del pueblo” (Heb. 2:17). Por medio de su vida en la cual El “no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca” (1 Ped. 2: 22), demostró que es posible obedecer a Dios. Confrontó y derrotó a Satanás, porque “en nuestra humanidad, Cristo habría de resarcir el fracaso de Adán” (El Deseado de todas las gentes, pág. 91).

5. La muerte vicaria: “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom. 5: 8). El sacrificio de Cristo era necesario (Heb. 9:22). Fue voluntario (Heb. 9:14); Él era la ofrenda y el oficiante. Abarcaba a todos; “por todos murió” (2 Cor. 5: 15). Era sustitutivo (Isa. 53: 6); la muerte de Cristo en la cruz representaba a todos los pecadores y desviaba la ira de Dios, de ellos a sí mismo. Era expiatorio (1 Juan 2: 2). Era efectivo (cap. 1: 7). Era perfecto en su ejecución tanto como en sus logros eternos (Heb. 10:14). Cristo “exclamó ‘Consumado es’. La batalla había sido ganada… Como Vencedor, plantó su estandarte en las alturas eternas” (El Deseado de todas las gentes, pág. 706). El aspecto importante para usted y para mí es que Jesús tomó sobre sí mismo nuestros pecados, pagó nuestras deudas, murió en nuestro lugar, “habiendo obtenido eterna redención” (Heb. 9:12).

6. La resurrección triunfante: Tenemos un Salvador viviente que puede decir: “Yo soy… el que vivo, y estuve muerto; más he aquí que vivo por los siglos de los siglos… y tengo las llaves de la muerte y del Hades” (Apoc. 1:18). La resurrección de Cristo es un hito glorioso en el plan de salvación, uno de los pilares más fuertes de la historia y de nuestra fe. Un Salvador muerto no puede salvar a nadie. Sin la resurrección no habría salvación, no habría fe, no habría iglesia.

7. La ascensión gloriosa: Jesús descendió del cielo humildemente y retornó victorioso. El amor había conquistado. “La familia del cielo y la familia de la tierra son una. Nuestro Señor ascendió para nuestro bien y para nuestro bien vive” (El Deseado de todas las gentes, págs. 774, 775).

8. La intercesión efectiva: En el Santuario celestial Cristo continúa su obra salvadora, “viviendo siempre para interceder por ellos” (Heb. 7: 25). Como adventistas creemos que “hay un santuario en el cielo” donde “Cristo ministra en nuestro favor, para poner en disposición de los creyentes los beneficios del sacrificio expiatorio” (Manual de iglesia, Creencias fundamentales, N° 23). “La intercesión de Cristo por el hombre en el santuario celestial es tan esencial para el plan de la salvación como lo fue su muerte en la cruz” (El conflicto de los siglos, pág. 543).

9. El juicio vindicativo: La Biblia enseña que ocurrirá un juicio. Los hijos de Dios no están exentos de este juicio, “porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo” (Rom. 14:10). “Es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios” (1 Ped. 4: 17). En realidad, “en el gran día de la expiación final y del juicio, los únicos casos que se consideran son los de aquellos que hayan profesado ser hijos de Dios” (El conflicto de los siglos, pág. 534). Como adventistas, creemos que “el juicio investigador pone de manifiesto… quiénes de entre los muertos duermen en Cristo y por lo tanto se los considera dignos, en El, de participar de la primera resurrección. También quiénes están morando en Cristo entre los que viven… Este juicio vindica la justicia de Dios… Declara que los que permanecieron leales a Dios recibirán el reino” (Manual de iglesia, Creencias fundamentales, N° 23).

10. Los eventos finales: Los eventos finales serán gloriosos para los redimidos pero terribles para los perdidos. Cristo vendrá. El justo reinará y juzgará a los impíos durante el milenio en el cielo. Entonces la Santa Ciudad descenderá. En la presencia de los justos y los impíos Jesús exclamará: “¡Contemplad el rescate de mi sangre! Por estos sufrí, por estos morí, para que pudiesen permanecer en mi presencia a través de las edades eternas… Y… asciende el canto de alabanza: ‘¡ Digno es el Cordero que ha sido inmolado, de recibir el poder, y la riqueza, y la sabiduría, y la fortaleza, y la honra, y la gloria, y la bendición!’ (Apoc. 5:12)” (El conflicto de los siglos, pág. 729).

La maravillosa realidad de la salvación

Las buenas nuevas de que “el justo por la fe vivirá” (Rom. 1:17) trajeron paz a Lutero. A. G. Daniells escribió: “La justificación “por la fe es la forma que Dios tiene de salvar a los pecadores”.

La justificación por la fe abarca el pasado, el presente y el futuro. “La justicia por la cual somos justificados es imputada; la justicia por la cual somos santificados es impartida. La primera es nuestro derecho al cielo; la segunda, nuestra idoneidad para el cielo” (Mensajes para los jóvenes, pág. 32). La justicia imputada elimina nuestros pecados pasados. La justicia impartida nos capacita para vivir sin pecado en el presente. De esta manera, la justificación y la santificación se ven indisolublemente unidas y constituyen el proceso de la justificación por la fe.

La justificación: “Es la obra de Dios que abate en el polvo la gloria del hombre y hace por el hombre lo que éste no puede hacer por sí mismo” (Testimonios para los ministros, pág. 456). Somos justificados “no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho” (Tito 3: 5), sino “gratuitamente por su gracia” (Rom. 3: 24) y “por fe” (vers. 28). La justificación es un cambio de nuestro estatus ante Dios. Nos confiere perdón completo e inmediato de todos los pecados pasados (vers. 25). Spurgeon dijo: “El vasto mar de sacrificio y amor de Jesús es tan profundo que todas las montañas formadas por nuestros pecados pueden ser sumergidas en él” (For All by Grace [Para todos por gracia], pág. 32).

“Si te entregas a Él y lo aceptas como tu Salvador, por pecaminosa que haya sido tu vida, serás contado entre los justos, por consideración a Él. El carácter de Cristo toma el lugar del tuyo, y eres aceptado por Dios como si no hubieras pecado” (El camino a Cristo, pág. 62). Dios nos reconcilia consigo mismo (véase 2 Cor. 5:17, 18) y nos adopta como hijos e hijas (véase Gál. 4: 5).

El nuevo nacimiento: Jesús dijo a Nicodemo: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3: 3). Billy Graham explica: “Nuevo nacimiento no consiste en ser reformado, sino transformado. La persona recibe una nueva naturaleza y un nuevo corazón. Es convertida en una nueva creación” (Born into a New Life [Nacido a nueva vida], pág. 159).

El proceso del nuevo nacimiento es la obra del Espíritu Santo, y sus resultados deben ser evidentes: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Cor. 5: 17). “El poder regenerador que ningún ojo humano puede ver, engendra una vida nueva en el alma; crea un nuevo ser conforme a la imagen de Dios… Aman ahora las cosas que en un tiempo aborrecían y aborrecen las cosas que en otro tiempo amaban” (El camino a Cristo, págs. 56, 58).

El bautismo: En el Pentecostés, lleno del Espíritu Santo, Pedro urgió: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hech. 2: 38). Por medio del bautismo el creyente declara que acepta la salvación.

La santificación: Esta es la obra de Cristo, que imparte poder para vivir sin pecado. Es el crecimiento continuo hacia la madurez y la perfección espirituales. Es la experiencia de “ya no vivo yo, más vive Cristo en mí” (Gál. 2: 20). Es la salvación que produce frutos. Es hacer la voluntad de Dios como está manifestada en su santa ley, no como medio para obtener salvación, sino como resultado de haber nacido de nuevo. Es negarse a las obras de la carne y hacer lugar para el fruto del Espíritu (cap. 5: 19-24). A diferencia de la justificación, la santificación es la obra de toda la vida. Pablo resume el significado de la salvación diciendo: “Para mí el vivir es Cristo” (Fil. 1: 21).

La glorificación: Es el acto final de la redención, cuando después de la resurrección y traslación los redimidos compartirán la gloria de Dios. “Sabemos que cuando El se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Juan 3: 2).

Proclamación de las buenas nuevas

La salvación en Cristo es la doctrina más importante de la fe cristiana y de la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Nuestra misión más urgente es proclamar este mensaje a la iglesia y al mundo. Pero, ¿necesita la iglesia este mensaje? “Sé que nuestras iglesias mueren por falta de enseñanza acerca de la justicia por la fe y otras verdades” (Obreros evangélicos, pág. 316). Martín Lutero exhortaba: “Porque si descuidamos el tema de la justificación, lo perdemos totalmente. Por lo tanto es muy necesario… que enseñemos y repitamos continuamente ese tema” (citado por A. G. Daniels en Christ Our Righteousness [Cristo nuestra justicia], pág. 91).

La proclamación exterior: “Dios nos dio luz no sólo para nosotros sino para que lo derramemos sobre [todos los que no lo conocen]” (El camino a Cristo, pág. 80). En su sabiduría y amor, Dios cuenta con nosotros para proclamar el mensaje, “porque nosotros somos colaboradores de Dios” (1 Cor. 3: 9). Se nos ha confiado “el ministerio de la reconciliación; que Dios… nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación. Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros” (2 Cor. 5: 18-20). Pedro explica que somos “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Ped. 2: 9).

¿Quién ha de proclamar las buenas nuevas? Ese privilegio no pertenece sólo a los evangelistas. “La iglesia de Cristo es el medio elegido por Dios para la salvación de los hombres. Su misión es extender el Evangelio por todo el mundo. Y la obligación recae sobre todos los cristianos” (El camino a Cristo, pág. 80).

¿Y qué decir de los pastores? A todos los pastores Cristo confirió una misión evangélica y pastoral: “Apacienta mis ovejas”, y “por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones” (Juan 21: 17; Mat. 28: 19). Pablo exhorta a Timoteo: “Haz obra de evangelista, cumple tu ministerio” (2 Tim. 4: 5). Si un pastor no evangeliza, es infiel a uno de los aspectos esenciales del divino llamamiento. Otro error peligroso es que el pastor intente realizar toda la obra él mismo. “La diseminación de la verdad de Dios no está restringida a unos pocos pastores ordenados… Es un error fatal suponer que la obra de salvar almas depende solamente del ministerio” (Servicio cristiano, pág. 87).

No para unos pocos especialistas

¿Y qué decir de los miembros laicos? “La evangelización no es trabajo para unos pocos especialistas. La evangelización es la obra que Dios ha asignado a todos sus seguidores” (John Shuler, Public Evangelism [Evangelización pública], pág. 15). La temprana iglesia cristiana obtuvo sus triunfos a causa de la total participación de los laicos en la predicación del Evangelio. Dios tiene hoy el mismo plan para terminar su obra. “Cada verdadero discípulo nace en el reino de Dios como misionero… El que llega a ser hijo de Dios ha de considerarse como eslabón de la cadena tendida para salvar al mundo… El salvar almas debe ser la obra de la vida de todos los que profesan a Cristo” (Servicio cristiano, págs. 14, 16).

La obra de Dios nunca habrá de terminarse sólo por los pastores. “La obra de Dios en esta tierra no podrá nunca terminarse antes que los hombres y mujeres abarcados por el total de miembros de nuestra iglesia se unan a la obra y aúnen sus esfuerzos con los de los pastores y los dirigentes de las iglesias (Servicio cristiano, pág. 87). El real y único secreto para terminar la obra de Dios es que bajo la orientación del Espíritu Santo, los pastores recluten, entrenen y pongan a trabajar a la mayoría de los miembros laicos, y se ocupen en forma unida en la tarea de evangelizar su territorio.

Si hacemos una evaluación honesta, ¿dónde estamos en el cumplimiento de nuestra misión? Debemos admitir que estamos muy lejos. ¿Cuál es el problema? El enemigo usa dos tácticas para retrasar la obra de Dios: diversificar y diluir el potencial de la iglesia en múltiples actividades; hacer que la iglesia pierda de vista su misión más importante. Por esta razón es importante que definamos nuestras prioridades y hagamos primero lo que debe tomar precedencia. ¿Qué es lo que debería tener prioridad en la iglesia? “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mat. 28: 19). La evangelización es nuestra obra real (véase El evangelismo, pág. 16).

Somos los depositarios de las más maravillosas noticias. ¡Levantémonos y proclamemos!