“¿Y quién sabe si para esta hora has llegado al reino?” (Est. 4:14).

Encontramos en el Libro de Dios diversas historias de mujeres que se encontraron frente a tiempos de crisis. A veces el personaje femenino juega un papel restringido a su experiencia personal. Otras veces la situación en que le toca estar asume las dimensiones de una crisis nacional. Estas historias de interés humano, relatos verdaderos, históricos, se escribieron para nuestra admonición porque estamos por enfrentar el momento más crítico de la historia del mundo.

La experiencia de Cristo en la cruz fue una crisis para sus discípulos, incluyendo María de la cual él había echado siete demonios. Osadamente esta mujer se quedó con su Señor en el Gólgota. Ella fue la última en abandonar la escena del Calvario, pero fue la primera en la tumba la mañana de la resurrección. Su imperecedero amor por Jesús la mantuvo cerca de su Señor en la vida y en la muerte.

En la crisis de Israel, cuando Jerjes era rey de Persia, las mujeres no fallaron. La reina Ester llegó a ser el instrumento de Dios para la liberación del pueblo elegido. Fue un tiempo de crisis para ella cuando Mardoqueo dijo: “¿Quién sabe si para esta hora has llegado al reino?” Con oración y ayuno ella y otras mujeres buscaron al Señor. “Entraré a ver al

rey”, dijo “…y si perezco, que perezca”. Ella enfrentó valientemente la crisis. Fue al rey y éste le extendió el cetro de oro. Sus oraciones fueron oídas. Ester, persona admirable, hermosa en carácter y en apariencia, enfrentó audazmente la crisis.

Dejando a un lado el aspecto espiritual de la experiencia crítica de Ester, está el hecho de que ella usó mucho de la perspicacia femenina, conocedora de la psicología del hombre. Mi secretaria, que es una mujer casada, me hizo notar: “¿Se dio cuenta Ud. que Ester le dio de comer dos veces al rey antes de pedirle el gran favor? Siempre es bueno hablar con un hombre después de haberle dado de comer”.

Débora fue líder y juez de Israel. Esposa de Lapidot, ella moraba bajo la palmera entre Ramá y Betel en el monte de Efraín, y los hijos de Israel venían a ella para oír juicio. La crisis de su pueblo era también su crisis personal. En ese tiempo Jabín era rey de Canaán. Reinaba en Hazor y envió a Sisara con un ejército para pelear contra Israel. Débora enfrentó la crisis con valor y sabiduría. Amonestó a Barac, capitán del ejército de Jehová. Le dijo: “¿No te ha mandado Jehová Dios de Israel, diciendo: Ve, junta a tu gente en el monte de Tabor, y toma contigo diez mil hombres de la tribu de Neftalí y de la tribu de Zabulón?” (Juec. 4:6).

Pero el hombre Barac tembló. Le dijo a la mujer Débora: “Si tú fueres conmigo, yo iré; pero si no fueres conmigo, no iré”. Y Débora le dijo: “Iré contigo; mas no será tuya la gloria de la jornada que emprendes, porque en mano de mujer venderá Jehová a Sisara”.

No fue a la verdad Barac quien ganó la batalla ese día. Fue Débora y una mujer llamada Jael. Uds. saben lo que ocurrió. Es cierto, Barac derrotó los ejércitos de Sisara, pero éste escapó con vida. Providencialmente cayó en las manos de una mujer prudente. Jael, mujer de Heber ceneo, recibió cordialmente a Sisara y lo llevó a su tienda. Le dio alimento y lo hizo acostar. Era un soldado cansado, fatigado. En la crisis que enfrentó, Jael tenía que decidir qué hacer. Así que mientras Sisara dormía ella mató al enemigo de su pueblo.

Así que dos mujeres ganaron la victoria —Débora y Jael. Barac, como predijera Débora, no se llevó la palma. Los honores tocaron a las damas. Pero Débora era un alma humilde. Ella sabía que Dios había ganado la victoria y compuso un cántico de triunfo. “Por haberse puesto al frente los caudillos en Israel, por haberse ofrecido voluntariamente el pueblo, load a Jehová. Oíd, reyes; escuchad, oh príncipes; yo cantaré a Jehová, cantaré salmos a Jehová, el Dios de Israel” (Juec. 5:2, 3).

“Yo cantaré”, ella dijo. Esas eran las palabras de una mujer que entonaba un canto de alabanza a Dios que le había dado la victoria. Dios ha dado a muchas mujeres la victoria —mujeres que no fallaron en tiempos de crisis.

Las mujeres dieron prueba de tanto coraje como los hombres y a veces más que los hombres en tiempos de crisis. La Iglesia Adventista del Séptimo Día —al igual que los habitantes del mundo en que vivimos— está justamente por enfrentar la crisis más grande. Una mujer que tuvo mucho valor y enfrentó y resolvió muchas crisis, movida por la inspiración, dijo del tiempo en el cual vivimos y de sus propios días:

“La época actual es de interés abrumador para todos los vivientes. Los gobernantes y estadistas, los hombres que ocupan puestos de confianza y autoridad, los pensadores de ambos sexos y de todas las clases, tienen la atención fija en los sucesos que ocurren alrededor nuestro. Observan las relaciones tirantes y llenas de inquietud que existen entre las naciones. Observan la intensidad que toma posesión de cada elemento terrenal, y reconocen que está por ocurrir algo grande y decisivo, que el mundo está al borde de una crisis estupenda” (La Educación, pág. 175).

Elena G. de White escribió esas palabras allá en 1902. Si el mundo estaba en el borde de una crisis hace más de seis décadas, ¿qué diría ella hoy en día?

Para los adventistas del séptimo día la crisis vendrá “cuando los que honran la ley de Dios hayan sido privados de la protección de las leyes humanas”. Entonces Se convendrá en dar una noche el golpe decisivo, que reducirá completamente al silencio la voz disidente y reprensora” (El Conflicto de los Siglos, pág. 693).

La verdadera crisis del mundo no será de carácter político sino moral. Estará en juego la ley de Dios. ¿La obedeceremos o no? La batalla final del mundo no será un conflicto militar en lugares como Corea, Vietnam, Chipre o Israel, sino que se reñirá en el corazón humano. Será asunto de fidelidad a Dios o de deslealtad hacia él.

Una razón por la cual deberíamos aprender cómo hacer frente a las pequeñas crisis en el hogar, la oficina o el taller —enfrentarlas de buen ánimo con fe y con valor— es que nuestra actitud hacia la gran crisis futura habrá sido cristalizada en el espíritu de Cristo, aprendido mediante la experiencia diaria. “Si corriste con los de a pie, y te cansaron, ¿cómo contenderás con los caballos? Y si en la tierra de paz no estabas seguro, ¿cómo harás en la espesura del Jordán?” (Jer. 12:5).

Todos habremos de hacer frente a enfermedad y aun muerte en la familia. La mujer sirofenicia —griega, no judía— tuvo que enfrentar una crisis en su hogar. Fue a Jesús pidiéndole que sanara su hija. Jesús aprovechó la ocasión para probar a sus discípulos, que estaban afectados por el prejuicio hacia los gentiles. En efecto, le dijo a la mujer: “No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos”. Los discípulos pensaron que era una buena afirmación. El Señor tenía perfecta razón; ¡el conceder favores a los gentiles despreciados no era una cosa buena! El alimento en la mesa del Señor era para los judíos, no para esos perros llamados gentiles.

Dijo la mujer sirofenicia —y ésta era su hora de crisis— “Sí, Señor; pero aun los perrillos, debajo de la mesa, comen de las migajas de los hijos” (Mar. 7:28). Señor, ¡dame algunas migajas para mi hija necesitada!

“Por esta palabra, ve”, dijo Jesús, “el demonio ha salido de tu hija” (vers. 29).

La mujer enfrentó su hora de crisis. Resistió la prueba y volvió a casa encontrando sana a su hija. ¡Qué glorioso encuentro habrá sido el de la hija preciosa que fue saltando y danzando de gozo a abrazar a su madre!

Recordemos a la viuda importuna en la parábola que relató Jesús. Ella fue al juez injusto para ser vengada de sus enemigos, y me imagino que también para tener en regla su título de propiedad. El juez no estaba interesado en la crisis de esa mujer. Sin embargo, ella insistió con sus pedidos legítimos y correctos ante ese tribunal. El juez finalmente le dio lo que demandaba para librarse de ella. En su tiempo de crisis ella venció. Las mujeres tienen un notable poder de perseverancia. Los tiempos de crisis parecen intensificar esta característica. La perseverancia es una virtud. Será necesaria en la crisis final. Es necesario “orar siempre, y no desmayar” (Luc. 18:1).

Pensemos también en la ocasión cuando Jesús en Capernaum se dirigía a la casa de Jairo, principal de la sinagoga. Allí yacía agonizante la hija de Jairo; en realidad ya había muerto. Jairo estaba tan deseoso de que Jesús no interrumpiera su viaje que se olvidó por un momento de que estaba en la compañía del Ser divino. La enfermedad no era un obstáculo para Jesús —ni lo era la muerte.

En viaje hacia la casa de Jairo una mujer que había sufrido de un incurable flujo de sangre por doce años se abrió paso a través de la muchedumbre. Estando Jesús tan cerca, ésta era su única esperanza, su crisis. Decía: “Si tocare solamente su manto, seré salva” (Mat. 9:21). Así que se puso al alcance del Maestro: ¡allí estaba la falda de su manto! ¡Se estiró hasta tocarlo! Y fue sanada. Jesús se detuvo. Preguntó: “¿Quién ha tocado mis vestidos?” (Mar. 5:30).

“¿Cómo? todo el mundo te está tocando y apretando”, le contestaron los discípulos.

Pero Jesús sabía distinguir la diferencia entre el toque de fe y el contacto casual de la muchedumbre. El vio a la mujer entre el gentío. La conoció. Su amor la había traído hasta él. Ella cayó a sus pies. Reconoció lo que había hecho y expresó su esperanza de que no había hecho nada malo. “Hija”, dijo Jesús, “tu fe te ha hecho salva; ve en paz, y queda sana de tu azote” (vers. 34). Ella quedó sana, instantáneamente curada. En el momento de crisis tuvo fe y fue recompensada. Se le devolvió la salud. Si se hubiera despreocupado del problema y entregado a las lágrimas y la desesperación, habría muerto de su enfermedad.

La fe de las mujeres de la Biblia me causa una emoción viva. Me gusta pensar que Eva —la última de las obras creadas en el Edén hace tanto tiempo— representaba lo mejor de la creación de Dios. Y así ha sido a través de las edades. ¿Qué sería el mundo —en cuanto a carácter— sin las mujeres? No solamente las grandes mujeres bíblicas, sino Clara Barton, la de la Cruz Roja; Susan B. Anthony, la del voto femenino; sí, aun Carrie Nation con su hacha, destrozando tabernas, hachando, demoliendo, limpiando de borrachos; Elena G. de White con su pluma inspirada y su divino consejo. Y Kate Lindsay, Mary McReynolds, Alma McKibbin, Sarah Peck, Matilda Andross, y todas ustedes.

El mundo todavía no ha visto a todas sus mejores mujeres. La Iglesia Adventista producirá muchas de ellas. Estamos en vísperas de la más grande de las crisis, y necesitamos a las mejores mujeres —grandes en fe, fuertes en valor, generosas en su amor y afectividad, con mentes amplias y profundas, con corazones inflamados del amor por las almas; mujeres que amen a Jesús como María, mujeres valientes como lo fue Ester, mujeres de fe como lo fueron Débora y Jael. Necesitamos mujeres como ésas hoy en la iglesia. Tenemos tales mujeres, pero sus mejores obras aparecerán tan sólo en los tiempos de crisis que nos esperan.

El tiempo en que nos toca vivir es decisivo. Y parece que las mujeres soportan el clima de una decisión mejor que los hombres. Ellas tienen menos úlceras. Un anuncio insertado en un boletín de iglesia decía:

“Los cristianos necesitan de la excitación. Así estamos hechos. Nosotros la anhelamos. Y si no la encontramos en la iglesia, la buscaremos afuera. Pero queremos tenerla. El testificar para Cristo es una aventura en potencia. Puede traer más excitación en la vida de uno de lo que podría ofrecerle cualquier otra cosa del mundo”.

El cristianismo rutinario no es realmente interesante o atractivo, ¿verdad? Si sacáramos las reuniones del programa de la iglesia moderna, poco perderíamos. La iglesia del Nuevo Testamento vivía de la excitación del poder de Dios. Una emoción tras otra sacudía la iglesia primitiva al ser testigo del poder del Espíritu Santo.

¡Movidas por el amor de Cristo! Cristo impulsa a las mujeres. Pero no se trata de las mujeres hechizadas de hoy. Se trata de mujeres cristianas estimuladas por Jesús y que están llenas de entusiasmo por su amistad —bellas personas que el mundo admira, más que a las chicas que exhiben sus encantos físicos al mundo pero que no tienen carácter. Ya lo dijo el sabio: “Como zarcillo de oro en el hocico de un cerdo es la mujer hermosa y apartada de razón” (Prov. 11:22). Pero una mujer prudente con un carácter hermoso, ¡qué testimonio para el mundo! Yo creo que todas las mujeres adventistas que están enamoradas de Jesús son hermosas. Pero el valor para las crisis —eso es algo diferente. Es algo que no conseguimos naturalmente. Necesitamos orar y ayunar pidiendo valor y fe. Nos esperan tiempos de prueba en el mundo. Tenemos que permanecer firmes frente a esas pruebas. = (Concluirá en el próximo número.)