La unidad no es una vaga ilusión ni un instrumento de la organización. Es la esencia misma y la dinámica de la vida cristiana.

Cuando nos reunimos en St. Louis para el 58° congreso de la Asociación General, lo hicimos con optimismo y entusiasmo. Nuestra feligresía ha sobrepasado los trece millones; nuestra obra está presente en mas de doscientos países alrededor del mundo. Con admiración, decimos: “¡Lo que ha obrado Dios!”

Pero, aun en medio de la euforia que nos produce lo que Dios ha hecho, tenemos preocupaciones. Algunas de ellas aparecieron en el congreso del año 2000, en Toronto.

La más desafiante de todas ellas es la unidad. ¿Es posible conservar la unidad en una organización tan grande y tan diversa? El pastor Jan Paulsen, presidente de la Asociación General, lo expresó en su sermón de clausura el último sábado en Toronto: “Nuestro mismo tamaño: internacional, cultural y político, y nuestra diversidad étnica, lanzan un formidable desafío a la unidad”.[1]

Otras organizaciones que trabajan en el mundo: iglesias, multinacionales, corporaciones y hasta las Naciones Unidas, también luchan intentando conservar la unidad en medio de tantas diferencias culturales, lingüísticas, étnicas, religiosas, políticas, ideológicas, raciales, tribales y nacionales.

Estas diferencias constituyen la esencia de la mayor parte de los graves conflictos armados que sacuden al mundo actual. Su poder para separar y destruir ha quedado demostrado en los años recientes: Rwanda, Kosovo, Bosnia, Irak, Irlanda del Norte, Afganistán, Palestina, Israel, Nigeria, Papúa Nueva Guinea, las Islas Salomón e Indonesia son solo unos pocos recordativos de la destrucción y la desunión que caracterizan al mundo de hoy. Además, cada nación experimenta en estos días, de una manera o de otra, cambios similares. Vivimos en una aldea global en la que una unión verdadera es una ilusión distante y desdibujada, que se mofa de nosotros en medio de una realidad tenebrosa. Aunque podría ser de otra manera, la iglesia, desdichadamente, no es inmune a estos serios retos.

El objetivo

Pero, aunque alcanzar este objetivo parezca irreal e imposible en el mundo de hoy, las Escrituras no nos dejan la menor duda en cuanto a la naturaleza imperiosa del llamado a vivir juntos en unidad, amor fraternal y armonía. La oración de Jesús que encontramos en Juan 17, tan conocida por nosotros, se refiere a este tema: “Padre […] que también ellos sean uno en nosotros” (vers. 11, 20-23).[2]

La unidad es una constante en las epístolas de Pablo. “Pero el Dios de la paciencia y la consolación os dé entre vosotros un mismo sentir (una misma actitud de unidad) según Cristo Jesús” (Rom. 15:5). “Os ruego, pues, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer” (1 Cor. 1:10). “Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo. Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu” (1 Cor. 12:12, 13). “Perfeccionaos […] y vivid en paz” (2 Cor. 13:11). “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús (Gál. 3:28). “Solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efe. 4:3). “Completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa” (Fil. 2:2). “Soportándo os unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviera queja contra otro […]. Y sobre todas estas cosas vestios de amor, que es el vínculo perfecto” (Col. 3:13, 14). Y Pedro añade: sobre todo, tened entre vosotros ferviente amor” (4:8).

¿Son estas palabras solo un piadoso ideal? ¿Son solo sueños indefinidos? ¿Son exhortaciones y consejos vanos? ¿Es la unidad solo un asunto práctico: una necesidad administrativa en pro de que la iglesia funcione con más facilidad? ¿O hay una razón más profunda, más básica, que nos explique la urgencia que se advierte en estos llamados provenientes del corazón de las Escrituras?

La unidad no es ni un sueño ilusorio ni una herramienta administrativa; es, en cambio, la misma esencia y fuerza dinámica de la vida cristiana, pero en especial de nuestro testimonio. La profunda motivación que se descubre en los textos que acabamos de citar resulta suficientemente clara: durante la Ultima Cena, cuando Jesús invitó a los discípulos a amarse mutuamente como él los había amado, les dijo: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:15).

En Juan 17, Jesús culmina con estas palabras sus constantes ruegos en favor de la unidad: “Para que el mundo crea que tú (el Padre) me enviaste” (vers. 21, 23). Es claro que solo en nuestra unidad puede ver el mundo ¡a verdadera demostración del poder del evangelio. Pablo añade a su ruego por unidad, en Romanos 15:6, la seguridad de que, cuando esta unidad se manifieste, la iglesia “a una voz” glorificará “al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo”. Y termina instándonos así: “Recibios los unos a los otros, como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios […] para que los gentiles glorifiquen a Dios” (Rom. 15:7, 9).

Aunque obviamente haya numerosas razones prácticas y administrativas que sirven de fundamento para bregar por la unidad, y muchos otros importantes motivos para mantener la unidad doctrinal, la gran y única razón que esgrimieron tanto Jesús como Pablo para que nos mantuviéramos unidos es nuestro testimonio. La unidad da gloria a Dios. Manifiesta al mundo el poder que tiene el evangelio para hacer lo que el hombre no puede hacer por sí mismo.

La unidad de la iglesia es la mejor propaganda del poder y la gracia de Dios. Esta demostración de unidad dinamiza nuestra misión y fortalece nuestro testimonio. En la medida en que la iglesia refleje la realidad de que es el cuerpo de Cristo unido en amor, en esa misma medida tendrá éxito la misión de la iglesia. La unidad entre nosotros sencillamente es fundamental para un testimonio y una misión eficaces.

La iglesia cristiana primitiva era un ejemplo viviente de una unidad que atravesaba las barreras culturales, lingüísticas, sociales y étnicas. Esclavos y libres, ricos mercaderes y soldados de César, judíos y gentiles, hombres y mujeres; todos adoraban juntos en un momento en que la sociedad estaba fragmentada en clases y castas. La iglesia del primer siglo no encajaba en la cultura de la época por causa del amor y la unidad que manifestaba. Se dice que los que observaban a los fieles ex clamaban: “¡Cómo se aman estos cristianos!”. Su unidad era ciertamente el gran testimonio del poder del Cristo resucitado.

Nuestra capacidad de glorificar al Señor, de lograr que se lo alabe y de ser testigos eficaces de él ante los “gentiles” (los no creyentes) de hoy, sigue dependiendo de esta unidad que Dios otorga.

¿Cómo podremos lograr la unidad?

Pero, si tomamos en cuenta todas las diferencias que existen de hecho entre nosotros, y las increíbles presiones a las que estamos sometidos, ¿cómo podremos alcanzar la unidad? A continuación presentamos algunos factores que fomentan la unidad entre nosotros y nos capacitan para conseguirla.

  1. Nuestras creencias: doctrinas y verdades bíblicas que tenemos en común (el sábado, la segunda venida de Cristo y las profecías son solo tres de ellas).
  2. Nuestras normas: prácticas que son básicas para la fe y que compartimos: la modestia, la temperancia, una conducta pura.
  3. La estructura de la organización, los procedimientos administrativos.
  4. Los programas de la iglesia (Conquistadores, Escuela Sabática, Ministerios de la Mujer, para nombrar solo unos pocos).
  5. Las lecciones de la Escuela Sabática.
  6. El Manual de la iglesia.
  7. Nuestra estructura financiera: dependemos los unos de los otros.
  8. La educación teológica.
  9. Los cultos que celebramos juntos.

Algunos de estos puntos tienen que ver con la unidad doctrinal que, por supuesto, es importante. Otros subrayan la capacidad de organizarnos y de administrarnos eficazmente y en forma global. Cada uno de estos puntos es relevante y nos ayuda a conservar la unidad. Me gustaría añadir uno más: la misión.

La misión (nuestro testimonio eficaz en todas sus formas; pero especialmente cuando atraviesa las barreras culturales) no es solo la razón de mayor valor para mantener la unidad, sino tambiénel método más importante para lógrala.

La mayor amenaza a la unidad no es hoy las diferencias doctrinales o algunas prácticas específicas del adventismo que varían de lugar en lugar, e incluso la manera de actuar de la iglesia en los diferentes lugares. A lo largo de los siglos, comenzando con la iglesia primitiva, los conversos pudieron adorar a Dios de maneras que eran muy diferentes de las de otros creyentes.

El verdadero desafío a la unidad y la armonía es la inherente tendencia humana al exclusivismo y al nacionalismo; esto lleva inevitablemente al racismo y el elitismo, y da como resultado la desconfianza, el prejuicio y las divisiones de todas clases. Es posible estudiar el mismo folleto de Escuela Sabática y usar el mismo Manual de la iglesia y, al menos superficialmente, compartir las mismas creencias y prácticas, pero como consecuencia del prejuicio, el exclusivismo y el nacionalismo, no tener una verdadera unidad cristiana. La dedicación a la misión sí puede producir unidad.

El remedio

Al mantenernos concentrados en la misión principal (llevar el evangelio a todoel mundo), encontramos una unidad de propósito y acción que nos vincula en una forma muy profunda y significativa, a pesar de las diferencias culturales. Cuando los miembros de la iglesia comparten una dedicación a la misión -que consiste en alcanzar a otros, a los de la “vereda de enfrente” y del otro lado del mundo-, sus diferencias personales: culturales, nacionales y lingüísticas, pierden importancia. Los asuntos de menor cuantía (el color de la alfombra de la iglesia, la interpretación de puntos doctrina les secundarios, el orden del culto, los estilos de peinados, etc.) dejan de ser temas de consideración.

La misión reúne a la gente en un nivel muy profundo, que produce una unidad subyacente que no requiere de uniformidades externas. La unidad a la que se refirieron Jesús y Pablo no se basaba en características externas sino en un amor básico a Dios, y en una profunda dedicación a la misión y al testimonio. Era una unidad espiritual y, sin embargo, práctica, nacida del hecho de que la comunidad cristiana reflejaba a Cristo, y actuaba en armonía con el ministerio y la misión impelentes del Espíritu Santo en persona.

Cuando nos relacionamos con personas de otras culturas, y las comprendemos y respetamos sin una actitud ni de superioridad ni de condenación, tendemos puentes de tolerancia y aceptación; llegamos a entender que lo que nos une es más importante que lo que nos separa. Si nos relacionamos de esta manera con ellas, evitaremos el peligro de dividimos en diversas congregaciones pequeñas, impulsadas por el nacionalismo, el orgullo y el prejuicio racial.

Tal vez la mayor bendición derivada de estas relaciones sea el desarrollo de la confianza mutua. Como lo suele decir uno de mis colegas: “La confianza es el aglutinante que mantiene unidos a los grupos”. Y esta solo puede crecer cuando llegamos a conocernos, y aprendemos que a pesar de nuestras diferencias compartimos una humanidad y una identidad espiritual comunes, fundadas en Cristo. Esta unidad se expresa en una dedicación común forjada en el yunque de los objetivos comunes. Aprendemos que los que son muy diferentes de nosotros también son realmente dignos de con fianza. Pero, para lograr una verdadera unidad, basada en la confianza, nece sitamos disponer de oportunidades para conocernos y relacionarnos.

Una bendición adicional

Todos nosotros corremos el peligro de ver solo una parte del cuadro que Dios está tratando de mostrarle al mundo. Sin proponérnoslo, leemos las Escrituras a través de los lentes de nuestra cultura y tendencias propias. Comprendemos bien algunas cosas y otras se nos escapan. Inevitablemente tenemos puntos teológicos ciegos como consecuencia de nuestra perspectiva cultural y nuestras limitaciones.

Para disponer de todo el cuadro que Dios quiere mostrar al mundo, tenemos que escucharnos mutuamente. Necesitamos las interpretaciones y la sabiduría que nos pueden ofrecer los que forman parte de otras culturas y tienen distintas cosmovisiones. Este intercambio y esta combinación de nuestras fuerzas espirituales contribuirán poderosamente a la unidad y será un factor importante en este sentido, y al mismo tiempo nos dará una comprensión más amplia respecto de la verdad, si estamos dispuestos a escuchar a los demás y aprender de ellos.

“No hay nadie, ni nación alguna, que sean perfectos en hábitos y maneras de pensar. Debemos aprender los unos de los otros. Por eso, Dios quiere que las distintas nacionalidades se mezclen, que sean uno en juicio, uno en propósito. Entonces se ejemplificará la unión que es en Jesús”.[3]

Unidad versus uniformidad

Cuando enfrentemos la necesidad y el desafío de lograr la unidad, nos encontraremos con la tentación de concentramos en la uniformidad como una manera de conseguirla. Aquella es esencial para nuestra iglesia, pero la uniformidad no solo no es realista, sino también, incluso, puede ser malsana. La unidad subyacente de creencias y normas básicas no requiere uniformidad en cada aspecto del pensamiento y la práctica de la religión. El relacionamos mutuamente a través de las barreras culturales durante la misión nos ayuda a aclarar estas diferencias. Cuando nos encontramos personalmente con aquellos cuyas vidas presentan áreas de semejanza en la práctica y las creencias religiosas, y otras de notable diversidad, experimentamos los efectos que producen las diferencias.

Pablo y la iglesia primitiva tuvieron que lidiar con estas cosas (ver Hech. 15) mientras judíos, romanos, griegos, prosélitos, esclavos, etc., venían a la iglesia con diferentes perspectivas acerca del culto y la vida cristiana. Pablo y los dirigentes de la iglesia primitiva no esperaban que hubiera prácticas uniformes en las iglesias que fundaban. Había unidad en su creencia en Cristo como Mesías, en la fe del evangelio, en la promesa de su venida, su dedicación a vivir una vida transformada y, por sobre todo, su dedicación a compartir las buenas nuevas con los demás. Unidad sí; uniformidad, no.

Ralph Winter afirma: “He llegado a creer personalmente que la unidad no necesita de la uniformidad, y creo que debe haber algo así como una sana diversidad en la sociedad humana y en la iglesia cristiana mundial. Veo a la iglesia mundial como la reunión de una gran orquesta sinfónica, en la que no esperamos que cada recién venido toque sólo el violín a fin de poder participar. Invitamos a la gente para que venga y se atenga a la misma partitura, la Palabra de Dios, pero para que toque su propio instrumento; y de esa manera surgirá una melodía celestial que crecerá con el esplendor y la gloria de Dios a medida que se vayan añadiendo nuevos instrumentos”.[4]

Comulgar, comprender, compartir, respetar. Estos son los ladrillos que mantendrán unido el edificio de la iglesia. Cada uno de ellos es consecuencia de la misión, cuando se la lleva a cabo en forma correcta.

Mientras nos concentremos en la tarea de conducir a la iglesia para que alcance a los no alcanzados, de lejos y de cerca, nos sentiremos atraídos los unos a los otros a pesar de nuestras diferencias. Por lo tanto, la dedicación a la misión, a enviar misioneros “de todas partes y a todas partes” con el fin de alcanzar a los no alcanzados, nos capacitará a fin de dar un enorme paso en la preservación de la unidad de la iglesia y para comunicar al mundo un poderoso testimonio.

Sobre la autora: Directora del Instituto de Misiones Mundiales, Universidad Andrews, Berrien Springs, Michigan, Estados Unidos.


Referencias

[1] Jan Paulsen, “Steady as you Go”, en Adventist Review (“Avancemos con firmeza”, en la Revista Adventista] (Boletín de la Asociación General N° 9, del 13 de julio de 2000).

[2]  Los pasajes de las Escrituras citados en este artículo pertenecen a la versión Reina-Valera Revisada de 1960.

[3]  Elena G. de White, Historical Sketches of the Foreign Missions of the Seventh-day Adventists (Bosquejos históricos de las misiones de los adventistas del séptimo día) (Basilea: Imprimérie Polyglotte, 1886, reimpreso en 1979 y 1985), p. 137.

[4]  Ralph Winter, editor, Perspectives in the World Christian Movement (Perspectivas en el movimiento cristiano mundial) (Passadena, California: William Carey Library, 1981, 1992), t. 8, p. 171.