Muchos cometen en su vida religiosa una seria equivocación por mantener la atención fija en los propios sentimientos, juzgando de esa manera su progreso o su declive. Los sentimientos no son un criterio seguro. No debemos mirar nuestro interior en busca de alguna prueba de nuestra aceptación delante de Dios. Ahí nada encontraremos, a no ser cosas para desanimarnos. Nuestra única esperanza está en mirar para el “autor y consumador de nuestra fe, Jesús” (Heb. 12:2). En él hay todo cuanto pueda inspirar esperanza, fe y ánimo. Él es nuestra justicia, nuestra consolación y nuestro regocijo.
Los que miran dentro de sí mismos en busca de confort quedarán fatigados y decepcionados. El sentido de nuestra debilidad e indignidad debe llevarnos, en humildad de corazón, a aceptar el sacrificio expiatorio de Cristo. Al apoyarnos en sus méritos, encontraremos descanso, paz y alegría. Él salva perfectamente a todos aquellos que, por él, se aproximan a Dios.
Necesitamos confiar en Jesús cada día, a cada hora. Él prometió que como son nuestros días, así será nuestra fuerza. Por su gracia, podemos llevar todas las cargas del presente y cumplir con todos los deberes. Pero, muchos se preocupan por la anticipación de aflicciones futuras. Están continuamente trayendo al presente las preocupaciones del mañana. De esa manera, gran parte de las tribulaciones son imaginarias. Para esas, Jesús no hizo providencias. Él promete gracia apenas para este día. Nos manda: “No se angustien por el mañana, el cual tendrá sus propios afanes. Cada día tiene ya sus problemas” (Mat. 6:34, NVI).
El hábito de quedar pensando en males anticipados no es sabio ni cristiano. Haciéndolo así, dejamos de disfrutar las bendiciones y aprovechar las oportunidades del presente. El Señor exige que cumplamos los deberes del día de hoy, y soportemos las pruebas. Hoy debemos vigilar a fin de no pecar por palabras ni actos. Debemos hoy alabar y honrar a Dios. Por el ejercicio de una fe viva hoy, tenemos que conquistar al enemigo. Necesitamos buscar hoy a Dios, y estar decididos a no quedar satisfechos sin su presencia. Debemos vigilar, trabajar y orar como si este fuese el último día que nos fuera concedido. ¡Cuán intensamente celosa, entonces, sería nuestra vida! ¡Cuán cerca lo seguiríamos a Jesús en todas nuestras palabras y acciones!
Pocos hay que aprecian o aprovechan debidamente el precioso privilegio de la oración. Debemos ir a Jesús y contarle todas nuestras necesidades. Podemos llevarle nuestras pequeñas preocupaciones y perplejidades, de la misma manera que las mayores aflicciones. Sea lo que sea que surja para perturbarnos o afligirnos, debemos llevar al Señor en oración. Cuando sentimos que necesitamos de la presencia de Cristo en todo instante, Satanás tendrá pocas oportunidades de introducir sus tentaciones. Es su estudiado esfuerzo mantenernos apartados de nuestro mejor y más compasivo amigo. No debemos transformar a nadie, salvo a Jesús, como nuestro confidente. Podemos, con seguridad, comunicarle todo lo que se encuentra en nuestro corazón.
Hermanos y hermanas, cuando ustedes se reúnen para el culto de oración, crean que él está dispuesto a bendecirlos. Desvíen los ojos de sí mismos, miren a Jesús, hablen de su incomparable amor. Contemplándolo, ustedes serán transformados a su semejanza. Cuando oren, sean breves, vayan directamente al punto. No le prediquen un sermón al Señor en sus largas oraciones. Pidan el pan de vida como un niño hambriento le pide pan a su padre terrenal. Dios nos concederá toda bendición que necesitamos, una vez que le pidamos en simplicidad y fe.
Las oraciones realizadas por pastores antes de sus sermones son, muchas veces, largas e inadecuadas. Alcanzan toda una serie de necesidades que no tienen relación en el momento con las carencias del pueblo. Tales oraciones son apropiadas para nuestra habitación particular, no para ser pronunciadas en público. Los oyentes quedan fatigados y anhelan que el pastor termine. Hermanos, arrebaten con ustedes al pueblo en sus oraciones. Vayan con fe al Salvador, díganle lo que necesitan en esa ocasión. Dejen que el corazón busque a Dios con intenso anhelo en relación con la bendición necesaria en la ocasión.
La oración es el más santo ejercicio espiritual. Debe ser sincera, humilde, fervorosa; los deseos de un corazón renovado, expresados en la presencia de un Dios santo. Cuando el suplicante siente que se encuentra en la presencia divina, el propio yo será perdido de vista. Él no tendrá el deseo de exhibir talento humano, no buscará agradar al oído de los hombres, sino obtener la bendición intensamente ambicionada por el alma.
Si tan solamente nos apegáramos a la Palabra del Señor, ¡cuántas bendiciones podrían ser nuestras! ¡Quién diera que hubiera más oración ferviente y eficaz! Cristo será el ayudador de todos cuantos lo buscan con fe.