Los ministros de la Palabra son siervos que ejercen una mediación entre Dios y su pueblo.

Las Sagradas Escrituras identifican a los ministros de la Palabra con tres sustantivos: profetas, maestros y predicadores.

Pablo escribe a los efesios con palabras del Salmo 68, para presentar a Cristo, que otorga dones a los hombres: “Y él mismo constituyó a unos apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo” (Efe. 4:11, 12). De modo que exhibe los ministerios de la naciente iglesia, desempeñados por hombres capacitados para actuar como profetas, evangelistas y pastores-maestros.

Es importante destacar que, en los dones expuestos en la lista precedente, no se menciona obispos [episkópos]ni diáconos. Aparentemente, el apóstol señala a quienes desempeñarían, en la iglesia, no una tarea administrativa sino formativa. Las tareas del profeta, como las de maestro y de predicador, consisten básicamente en presentar a los hombres la voluntad de Dios. En este sentido, puede observarse una afinidad entre los ministerios de un profeta, un maestro y un predicador.

Los ministros de la Palabra son siervos que ejercen una mediación entre Dios y su pueblo. En tiempos del Antiguo Testamento, los profetas cumplieron con este ministerio. El Nuevo Testamento menciona a Cristo como único mediador entre Dios y los hombres; portador de la Revelación, siendo el Verbo de Dios hecho carne.

Pero, el Hijo de Dios, investido de autoridad tanto en el cielo como en la Tierra, dio dones a los hombres para el cumplimiento del ministerio de la Palabra. Y lo hizo a través del ministerio profético, la enseñanza y la predicación. Al ministerio de la Palabra se lo identifica, en el libro de Hechos de los apóstoles, con dos verbos que conjugan las acciones concretas de predicar y de enseñar. En el Nuevo Testamento, son abundantes las declaraciones que vinculan los ministerios de la enseñanza con los de la predicación (Hech. 5: 42; 20:27, 20, 21; 28:31; Col. 1:25-28).

Ministerio de la predicación

La tarea de predicar es una actividad básica en el ministerio de los evangelistas y los pastores. Los primeros realizan la predicación externa de la iglesia, con el fin de evangelizar a los no creyentes. Los segundos, la interna, destinada a confirmar a los creyentes en la fe.

La predicación del evangelio ocupó un sitio fundamental en el ministerio de Jesús y de los apóstoles, no solo para la confirmación de los creyentes, sino también para difundir el mensaje de salvación. Sus métodos deben aplicarse hoy, en el contexto de las actividades internas y externas de la iglesia.

Con el fin de referirse a la predicación, el Nuevo Testamento utiliza diversas expresiones. El verbo más utilizado es kerusso (proclamar) y, con menor frecuencia, la forma sustantivada kérugma (mensaje), ambos derivados de kerux (heraldo); término que aparece tres veces en el Nuevo Testamento (1 Tim. 2:7; 2 Tim. 1:11; 2 Ped. 2:5).

El vocablo kérygma alude a “la proclamación oficial y autorizada del gran hecho cristiano: Cristo presente y activo en la historia humana, para conducirla, desde dentro, a su salvación final”.[1] Otros conjuntos semánticos empleados son evangelizo (anunciar buenas nuevas), junto con evangelión (evangelio) y katangélló (anunciar), también de la raíz angélló (llevar una noticia; Juan 20:18). En todos ellos se destaca la idea de entregar un mensaje. De esta manera, la predicación no consiste, esencialmente, en comunicar nuevas ideas, sino en narrar de nuevo una historia: la de la gracia de Dios en nuestra salvación; y esperar que, mediante esa historia, Dios vuelva a hablar y a actuar.

Vivimos en un mundo complejo, semejante, en algún sentido, a los primeros años del siglo XX, que constituyeron el preludio de la Primera Guerra Mundial.

John Stott reflexionó sobre la situación de esos cuatro años fatídicos, y señaló que “teólogos perceptivos como Karl Barth, cuyo antiguo optimismo liberal fue destruido por la guerra y reemplazado por un nuevo realismo con respecto a la humanidad y una nueva fe en Dios, expresaron su convicción de que la predicación había ganado una importancia aún mayor que la que había tenido.”[2]

Pretendemos, por lo tanto, plantear sugerencias que impriman relevando a laproclamadón del mensaje, al resaltar el papel que debiera cumplir la predicación como metodología para desarrollar la misión interna y externa, encomendada por Cristo a su iglesia.

Ministerio de Cristo

La predicación se convirtió en una característica esencial y permanente del ministerio de Cristo y de sus seguidores. Desde aquellos días, la predicación es un elemento indispensable para el cristianismo. Stott sostiene que Dios habló a su pueblo, en primer lugar, por los profetas, “interpretando para ellos el significado de sus obras en la historia de Israel, e instruyéndolos al mismo tiempo para transmitir este mensaje a su pueblo, fuera por medio del habla, la escritura o ambas”.[3] Más tarde, habló por medio del Hijo, “en forma directa o por medio de los apóstoles. En tercer lugar, habla mediante su Espíritu, quien por sí mismo da testimonio de Cristo y de las Escrituras y hace que ambos estén vivos para el actual pueblo de Dios […], y por ende, la afirmación de una Palabra de Dios bíblica, encarnada y contemporánea es fundamental en la religión cristiana. Lo que Dios habla es lo que hace necesarias nuestras palabras. Debemos hablar lo que él ha hablado. En esto radica la obligación monumental de predicar”.[4]

En tal sentido, cabe preguntar: ¿Qué papel ocupó la predicación en el ministerio de Cristo? y ¿Qué relevancia tuvo esta metodología en el desempeño de su misión?

Meta del ministerio de Cristo

La lectura de los evangelios permite definir que Jesucristo persiguió el objetivo de establecer el Reino de Dios. Marcos inicia el relato de la misión de Jesús con las siguientes palabras: “Después que Juan fue encarcelado, Jesús vino a Galilea predicando el evangelio del reino de Dios” (Mar. 1:14). En el evangelio de Mateo, se observa que varias de las parábolas comienzan con la frase: “El reino de los cielos es semejante” (Mat 13:24, 31, 33,44,45,47, 52). El Comentario bíblico adventista del séptimo día, en el contexto de la parábola de las diez minas, registrada en Lucas 19, sostiene que “cada una de las parábolas de Cristo fue pronunciada con el propósito de ilustrar alguna verdad específica respecto de su reino, y más frecuentemente del reino de la gracia en el corazón de los hombres; pero también, como lo hizo aquí, con referencia al establecimiento del reino de gloria”.[5] En consecuencia, los textos precedentes afirman que Marcos y Lucas dejan en claro que Jesús recorría Galilea predicando el evangelio del Reino de Dios, pues con ese objetivo había venido al mundo. El parágrafo siguiente analizará de qué modo estableció Jesús el Reino de Dios.

Predicación y enseñanza en el ministerio de Cristo

Los evangelios sinópticos resumen con tres verbos el ministerio de Cristo. Recorría Jesús todos los pueblos y las aldeas enseñando [didáskón] en las sinagogas, y predicando [kéryssón] el evangelio del Reino y sanando [therapeúón] toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo (Mat. 4:23, 9:35; Mar. 1:38, 39; Luc. 4:18, 43).

Cuando Marcos presenta la misión de Cristo en Galilea, específicamente en la ciudad de Capernaum, narra el incidente que se produjo cerca de la casa de Pedro. Simón, muy temprano, estando aún oscuro, busca a Jesús con preocupación. Finalmente, lo encuentra en un lugar apartado, dedicado a ejercicios devocionales. Al acercarse, le dice: “Todos te buscan” (Mar. 1:37). Como respuesta al lacónico reclamo, el Señor le responde: “Vamos a los lugares vecinos, para que predique también allí; porque para esto he venido” (Mar. 1:38).

Por su parte, el evangelista Lucas refiere el comienzo del ministerio de Cristo en Galilea con un incidente ocurrido en Nazaret. Resulta significativo señalar que Jesús inicia su ministerio en Galilea un día sábado, y lo hace predicando la Palabra de Dios.

Al leer lo ocurrido en la sinagoga, se percibe el carácter de predicador-evangelista que el profeta Isaías imprimió en su descripción del Mesías, con referencia a su ministerio (Luc. 4:16-21). Sobre el particular, Friedrich comenta: “Él ha venido desde el Padre al hombre con la orden de proclamar el mensaje. Esta es su misión (Luc. 4:18,19,43,44) […]. Pero no habla, como un profeta, de lo que ha de venir, sino que habla como un profeta en quien se han cumplido plenamente las expectativas y las promesas”.[6]

El Nuevo Testamento alude a la lectura pública y privada de las Escrituras. Con respecto a la lectura pública, declara: “Porque Moisés desde tiempos antiguos tiene en cada ciudad quien lo predique en las sinagogas, donde es leído cada día de reposo” (Hech. 15:21; 13:27; Col. 4:16; 1 Tes. 5:27).

Tocante a la lectura pública, “era de esperarse que se le pidiera a Jesús que leyera las Escrituras y que predicara un sermón al regresar a Nazaret, pues esto se podía pedir a cualquier israelita mayor de doce años. Jesús lo había hecho siendo niño, y su fama como predicador en Judea (Juan 3:26) hizo que sus coterráneos de Nazaret sintieran anhelo de escuchar lo que tenía que decir. Era costumbre que el que leía el pasaje escogido de los profetas, también presentara el sermón”.[7]

El pasaje elegido por Jesús fue Isaías 61:1 y 2. El texto de Isaías alude a la misión del Mesías. Destaca, como mínimo, tres aspectos básicos vinculados con la proclamación: (1) “Me ha ungido para dar buenas nuevas (literalmente, para evangelizar)”; (2) “A pregonar (proclamar, predicar) libertad a los cautivos”; (3) “A predicar el año agradable del Señor”.

El pasaje de Lucas (4:16-21), además de presentar una clara relación entre el ministerio del Enviado y la proclamación de las buenas nuevas, permite extraer enseñanzas aplicables a metodologías para el ministerio de la Palabra, en dos ámbitos claramente definidos como interno y externo de la iglesia:

1.         Jesús extrajo su mensaje de lo Palabra de Dios. La liturgia judía comprendía la lectura de los profetas o de la ley y la presentación del sermón. Al exponer un sermón, es vital efectuar la lectura de las Escrituras, analizar desde el texto bíblico, hacer la aplicación y concluir con la apelación.

Los sermones sin lectura ni hermenéutica bíblica pueden compararse con flores sin perfume, aves sin trinos, mariposas sin alas o mensajeros sin un mensaje. Así como lo hizo Jesús, los predicadores deben utilizar la Palabra de Dios de modo de exaltar su gracia y fortalecer la fe, a fin de que los oyentes glorifiquen a Dios.

2.         Jesús utilizó el tipo de sermón que mejor se adaptaba al auditorio. Al predicar a judíos practicantes, Jesús utilizó sermones textuales-expositivos. Pues quienes ya conocen las enseñanzas básicas de las Escrituras deben recibir mensajes más sustanciosos, a través de sermones expositivos.

Si se analiza con cuidado este aspecto metodológico de la retórica de Cristo, se observará que, al dirigirse a un público heterogéneo, Jesús utilizó sermones temáticos o narrativos; por ejemplo, el Sermón del Monte (Mat. 5-7). En este último tipo de sermones, es característico el uso de parábolas dado que favorece la mejor asimilación por parte de un público poco instruido en las verdades de la Palabra de Dios, pues trata los aspectos más generales de un tema determinado. Es importante remarcar que cuando el Maestro predicaba en una sinagoga conformada por creyentes versados en la Escrituras utilizaba sermones expositivos o textuales, como es el caso del mensaje en la sinagoga de Nazaret, registrado en Lucas 4:16 al 21.

En el próximo apartado se considerará la predicación de la Palabra de Dios como método de evangelización de los apóstoles.

Ministerio de los apóstoles

Cuando Jesús llamó a sus discípulos, los convocó para predicar. Marcos comenta la circunstancia: “Después subió al monte y llamó a sí los que él quiso; y vinieron a él. Y estableció a doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar” (Mar. 3:13,14). En consecuencia, los apóstoles priorizaron la proclamación de la Palabra como metodología para cumplir la Comisión Evangélica (Mar. 16:15).

La ciudad de Jerusalén fue el centro evangelizado^ desde donde los discípulos extendieron el evangelio, por medio de la predicación, a la provincia de Galilea, luego a las provincias vecinas y, por último, a las naciones hasta lo último de la tierra (Hech 1:8). De este modo cumplieron el desafío del Maestro: “[…] que se predique en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén (Luc. 24:47).

En tal sentido, Pedro inició la obra de la naciente iglesia en Jerusalén, al igual que Cristo en la ciudad de Nazaret. Lo hizo predicando un sermón; y, del mismo modo que Jesús, predicó un sermón expositivo un día sábado. En esa ocasión, utilizó el mensaje de Dios registrado en Joel 2:28 al 32. Los resultados fueron conmovedores, como fruto directo de la proclamación de la Palabra de Dios.

Más tarde, cuando la incipiente iglesia fue creciendo, surgieron divergencias. Entonces, “los doce convocaron a la multitud de discípulos y les dijeron: No es justo que nosotros dejemos el ministerio de la palabra de Dios, para servir a las mesas” (Hech. 6:2). Ante esta situación, designaron a los primeros siete diáconos, a quienes se les encomendó tareas filantrópicas. Por su parte, los discípulos expresaron con toda claridad la obra que ellos debían efectuar: “Y nosotros persistiremos en la oración y en el ministerio de la palabra” (Hech. 6:4).

Desempeñando un rol docente, Pablo exhortó a Timoteo mediante un enfático ruego: “Que prediques la palabra”. Lo anima a proclamar la pura Palabra de Dios, enseñando con fidelidad la verdad, libre de errores filosóficos, doctrinas extrañas o cuentos agradables que aparten a los creyentes de la verdad (2 Tim. 4:1-5).

También, apeló a los cristianos de Roma a que proclamaran la Palabra de Dios, “porque todo aquel que invocare el nombre del Señor será salvo. ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados?” (Rom. 10:13-15). El texto denota una estrecha relación entre salvación y proclamación de las buenas nuevas.

Conclusión

Jesús inicia y concluye su misión predicando. La coherencia y la consistencia de su ministerio fueron hitos característicos de su trayectoria. Las categóricas palabras del comienzo: “Vamos a predicar […] porque para esto he venido” son confirmadas al final de su ministerio cuando responde ante Pilatos: “Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad” (Juan 18:37).

Cristo hizo lo propio con sus discípulos. “Llamó a doce y los envió a predicar”. Más tarde, poco antes de ascender al cielo, les recuerda el llamado original: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio […] y ellos, saliendo, predicaron en todas partes […] confirmando la palabra con las señales que la seguían” (Mar. 16:15, 20).

Los apóstoles comprendieron muy bien el mensaje de Mateo 24:14: “Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin”. También, aceptaron el desafío de Apocalipsis 14:6, que señala que el evangelio eterno es para predicarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo.

En conclusión, los apóstoles internalizaron y aplicaron el mensaje expresado en 1 Pedro 4:11: “Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios; si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da, para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el imperio por tos siglos de los siglos. Amén”.

Sobre el autor: Docente de la Universidad Adventista del Plata, Rep. Argentina, en la facultad de Teología.


Referencias

[1] José María González Ruiz, s.v., en Enciclopedia de la Biblia, col. 838.

[2] John Stott. La predicación, puente entre dos mundos (Grand Rapids: Libros Desafío, 2000), P- 37-

[3] Ibíd, p. 13.

[4] Ibíd, p. 14.

[5] Francis D. Nichol, ed., Comentario bíblico adventista del séptimo día (C/M), 7 vols. (Boise: Publicaciones Interamericanas, 1978-1990), t. 5, p. 832.

[6] Gerhard Kiftel, Ed., Theological Dictionary of the New Testament (Grand Rapids: WM. B.Eerdmans Publishing Company, 1965), t. 3, p. 706.

[7] CBA, t. 5, p. 710