Los elementos fundamentales para experimentar un pastorado con propósito.

    Ser pastor significa amar a los demás más que a sí mismo. Pero, ese era mi problema: yo no amaba a los demás más que a mí mismo. Dos de mis tíos eran pastores. Uno de ellos era un erudito y abnegado, y el otro era un líder amado en la iglesia por su espíritu cristiano. En cuanto a mí, no era como ninguno de ellos. Prefería imponer mis opiniones y defenderlas de manera egocéntrica. Detestaba la idea de estar de acuerdo con las personas solo para ser bien visto por ellas. Yo quería servir, pero quería servir a mi modo.

    Aun así, no lograba librarme de la idea de que debía considerar seriamente la posibilidad de ser pastor. Algunos de mis amigos habían abrazado el ministerio. Ellos lo realizaban de modo gentil y paciente, aun cuando enfrentaban situaciones desalentadoras. Yo era un francotirador. Valoraba la eficiencia y la justicia por sobre la misericordia y la corrección con amor. Aun así, observaba que Dios actuaba fielmente cuando visitaba personas, daba estudios bíblicos y predicaba.

    Cuando estaba en la Facultad de Teología, tuve dudas al pensar si iría a calificar como pastor. Durante la cursada, hice prácticas en una iglesia local. No lograba entender por qué las personas se sentían beneficiadas por mi ministerio, pero admito que fui el más bendecido al practicar el pastorado entre ellas. Unas semanas antes de mi graduación, recibí dos llamados para trabajar como pastor.

    Después de dos años de trabajar como pastor distrital, aún persistían algunas dudas. Estaba progresando, pero sentía que tenía que estar más convencido de mi vocación a esta altura. Después de cuatro meses de entrenamiento evangelizador en Chicago, las cortinas de mi mente se abrieron, y entró la luz de la sabiduría divina.

El propósito del ministerio

    Me di cuenta de que el ministerio pastoral debe tener como prioridad llevar la salvación a los perdidos, y no solamente cuidar de los “santos”. La tarea principal del ministro debe ser la de enseñar a los miembros a ver lo que Dios ve cuando mira al mundo perdido. Mi foco en el ministerio cambió del mantenimiento de los miembros hacia la salvación de las personas. A fin de cuentas, cada cristiano debe convertirse en un discípulo del Maestro para la salvación de los pecadores.

    Mi vida espiritual comenzó a tener más sed de Cristo. Mis iglesias comenzaron a crecer. Pude entender por qué, al final de su ministerio, el foco de Jesús fue la Gran Comisión (Mat. 28:18-20). Él quería que sus seguidores pudieran ver la necesidad que el mundo tiene de un Salvador.

El poder de la oración

    Aparté gran parte de mi tiempo para estudiar la Palabra de Dios con los interesados. Me alegraba cada vez que veía el brillo en sus ojos cuando percibían alguna maravillosa verdad bíblica que aplicaban a su vida. En la iglesia, organizamos ministerios para alcanzar más eficientemente a las personas. Hacíamos visitas de puerta en puerta para orar por los habitantes. Nuestros jóvenes se entusiasmaban con un Dios que ahora era real para ellos.

    Una mañana me di cuenta de que no sabía orar. Mis oraciones eran inmaduras, centradas en mí mismo, superficiales y lejanas de ser un diálogo íntimo con el Todopoderoso. Entonces, anuncié a la iglesia que tendríamos una serie de sermones acerca de la oración.

    Aprendí que los dos mayores fracasos en la oración son la negligencia en orar y orar sin fe. Al final de la serie, la iglesia despertó, y yo también. Invité a los ancianos a orar juntos en la iglesia, los lunes, de cinco a siete de la mañana. Los diáconos y las diaconisas quisieron unirse al grupo. Después sumamos las mañanas de los viernes, los sábados y los domingos. Los miembros que deseaban también se unieron al grupo. Entonces, incluimos los tres días restantes de la semana. Y así, una iglesia “laodiceana” se convirtió en una iglesia de oración. No hicimos aquello en favor de nosotros mismos sino por el bien de los perdidos, los oprimidos y los desesperanzados de este mundo. Importaban las vidas, y eso nos motivó, cada mañana, a entrar en la presencia del Señor y de su Trono de gracia para pedir por ellas (Heb. 4:16).

    La iglesia creció del modo en el que Pablo oyó hablar de los efesios: espiritual y numéricamente (Efe. 4:11-16). Se realizaban fines de semana de ayuno y oración dos veces por año. En ellos teníamos hasta ochocientos participantes, cuando la iglesia tenía apenas cuatrocientos miembros. La transformación de la vida se volvió el deseo objetivo de cada uno. Se establecieron varios ministerios para beneficiar a la comunidad. La mayoría de los miembros ayudaba en alguno de ellos. ¡Dios nos concedió el privilegio de bautizar 194 personas!

El poder del ministerio

    ¿Qué ocurrió con el joven pastor lleno de dudas sobre el ministerio? ¡Desapareció! Después de varios años de trabajar como pastor distrital, fui invitado a enseñar a otros pastores. Hice esa tarea durante 23 maravillosos años. El pastor que Dios puede usar no es aquel que sobresale en todo ni aquel que cree que puede mantener a todos girando a su alrededor. El pastor que continúa con su crecimiento es aquel al cual el Señor puede usar. David cometió serios errores, pero Dios nunca se cansó de “exaltar” a su siervo, un “varón según su corazón” (Hech. 13:22).

    Como George Müller, descubrí que el secreto de la oración de poder es la comunión íntima con la Palabra de Dios. Él escribió: “La ocupación principal, a la que debo prestar atención todos los días, es tener comunión con el Señor. La primera preocupación no es cuánto puedo servir al Señor, sino cómo mi hombre interior puede ser nutrido. […]

    “Lo más importante que tuve que hacer fue leer la Palabra y meditar en ella. Así, mi corazón pudo ser consolado, alentado, advertido, reprobado e instruido.

    “Antes, cuando me levantaba, oraba del modo más breve posible. Muchas veces, pasaba de quince minutos a una hora arrodillado, luchando para orar mientras mi mente vagaba. Ahora raramente tengo ese problema. Cuando mi corazón es nutrido por la verdad de la Palabra, soy llevado a la verdadera comunión con Dios. […]

    “Como el hombre exterior no está preparado para trabajar por cualquier período de tiempo a menos que coma, así es también con el hombre interior. ¿Cuál es la comida del hombre interior? No es la oración, sino la Palabra de Dios, no la simple lectura de la Palabra de Dios. […] Debemos considerar lo que leemos, reflexionar sobre ello. […]

    “Por medio de su Palabra, nuestro Padre habla con nosotros. […] Cuanto más débiles somos, más estudio y meditación en la Palabra necesitamos”.[1]

    Reclamando la promesa de Isaías 50:4 y 5, me he levantado todas las mañanas cuando Dios me llama para encontrarme con él. Esto ha ocurrido la mayoría de los días en los últimos treinta años. Me acuerdo de una madrugada, sentado cerca de un lago en Nevada, en el que el resplandor de la luna llena era tan fuerte que podía leer la Biblia sin el auxilio de otra luz. Me acuerdo de la alegría y la emoción de estar con el Señor, de caminar con el Creador como si nada más en el universo realmente importara.

    También me acuerdo de un día, en Tennessee, cuando leí el libro más inspirador sobre la vida de Cristo fuera de los evangelios, El Deseado de todas las gentes. Al leerlo, literalmente fui tocado por el inmenso amor y la inmerecida gracia de un Salvador que por mí se dispuso a ser clavado en la cruz.[2] Años más tarde, relacioné ese momento con la experiencia de conversión de Charles Finney, cuando leí sobre las “ondas de amor líquido” que fueron derramadas sobre su alma por un Dios que no desistió de él.[3]

    Recientemente, mientras caminaba por las estrechas calles de Tokio, le supliqué al Señor que atendiera mi pedido en favor de las personas con las cuales estaba compartiendo el evangelio en un ciclo de conferencias. Para mi sorpresa, la respuesta llegó la siguiente noche, cuando hice el llamado y un gran número de personas aceptó a Cristo.

    Dios es bueno. Dios es real. Él es más que real. Cuando vislumbramos su grandeza y su amor hecho a medida para cada uno de nosotros, quedamos admirados. Silenciosamente, rasgamos nuestro corazón lleno de profunda gratitud por un Dios que se preocupa mucho por cada uno de sus hijos. Nos podríamos preguntar cuánto hay respecto a Dios que no podemos aún percibir. Parafraseando al salmista: cuando considero su carácter y su naturaleza misericordiosa, las maravillas que coloca a nuestra disposición, me pregunto: “¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?” (Sal. 8:4).

    Dios es todo lo que necesitamos. Sin él no somos ni podemos hacer nada (Juan 15:5). Recientemente visité a una señora que estaba pasando por una gran angustia. Con la ayuda de un intérprete, durante dos horas, la oí contar sobre sus problemas y me compadecí de su sufrimiento. El ambiente era sombrío, parecía que una nube oscura había pasado por sobre su casa. Pero, al abrir la Palabra de Dios y hablar de sus promesas, el ambiente se transformó. Aquella señora atribulada y sin esperanza entendió que por sobre las nubes oscuras hay un lindo cielo azul donde el sol continúa brillando. Lo que necesitamos creer es que el sol siempre está sobre las nubes. “Hable de fe, y usted tendrá fe”.[4] Quince minutos de reflexionar en las Escrituras cambiaron dos horas de tristeza y oscuridad. El intérprete quedó impresionado por la transformación que vio.

    Ser egoísta o cometer pecados recurrentes es una gran debilidad. Sin embargo, como cristianos, nuestro mayor defecto es la falta de fe. En los relatos de los evangelios, descubrimos que esto le ocurre a la mayoría de las personas. Sin embargo, todo lo que Cristo quiere de mí es a mí, enteramente. Todo lo que a Dios le gusta está aquí, soy yo. Cuando soy suyo enteramente, soy transformado en un pescador de personas. Pero, si vivo solamente para mí, mi red y mi barco permanecen llenos de agujeros.

Mire hacia arriba

    Hace más de 37 años que inicié mi ministerio. A lo largo de estos años, trabajé en diferentes áreas. Todavía tengo dudas, pero son solo sobre mí mismo. No tengo más dudas sobre Dios ni sobre lo que él es capaz de hacer. Sin embargo, extrañamente, algunos días escondo mi rostro de él. Sé que él continúa amándome, porque él es amor (1 Juan 4:8). El Señor terminará la obra que comenzó en mí (Fil. 1:6), no conforme a lo que merezco, sino porque él lo prometió.

    El libro de Hebreos fue escrito por Pablo, un pastor, teólogo y misionero bien instruido. En el capítulo 11 encontramos el tan conocido salón de la fama de los héroes de la fe. Por la fe, Abel obedeció a Dios; por la fe, Enoc anduvo con Dios; por la fe, Noé preparó el arca, y así sucesivamente. Por la fe, la prostituta Rahab, por haber recibido a los espías, no fue muerta. El apóstol termina con estas palabras: “Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestra tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe” (Heb. 12:1, 2).

    Entre los héroes de la fe, encontramos algunos que también experimentaron dudas en su caminar con el Señor. Sin embargo, continuaron mirando con esperanza hacia arriba. Ellos escogieron confiar en lo que Dios puede hacer por sus hijos. He hecho la misma elección, y he podido disfrutar del verdadero propósito y poder del ministerio.

Sobre el autor: Secretario ministerial para la Iglesia Adventista en la región del Pacífico Norte Asiático.


Referencias

[1] George Müller, The Autobiography of George Müller (New Kensington, Pennsylvania: Whitaker House, 1984), pp. 139, 140.

[2] Elena de White, El Deseado de todas las gentes (egwwritings.org, Ellen G. White Estate, 2018), pp. 755, 756.

[3] Charles G. Finney, The Autobiography of Charles G. Finney (Mineápolis, Minnesotta: Bethany House, 1977), p. 10.

[4] Elena de White, “The Light of the World”, The Signs of the Times (20 de octubre de 1887).