“Esfuérzate por presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse y que interpreta rectamente la palabra de verdad” (Pablo).
A la relación lógica entre ideas, situaciones o acontecimientos se la denomina coherencia. En el contexto de este artículo, establece la necesidad de no contradecir con nuestros actos lo que hemos afirmado verbalmente. Esto incluye el discurso, el comportamiento y el factor estético. Si somos o no coherentes, se hará evidente en nuestro entorno.
El desafío de este artículo es mostrar que la coherencia entre el predicador y su mensaje es fundamental a fin de que este último sea oído, entendido e incorporado, por los oyentes, sin los ruidos de la incoherencia.
Coherencia con la Biblia
Para ser coherente y poder alcanzar los corazones, el mensaje debe ser extraído de la Palabra de Dios. Todo sermón debe ser bíblico. No basta con citar un versículo bíblico al inicio y al final del discurso: el sermón debe fundamentarse en la Biblia. Con frecuencia, oímos discursos estadísticos, informaciones sobre hechos históricos, sobre los logros de los departamentos de iglesia, las construcciones, o del crecimiento y las finanzas. Al final, el predicador lee un texto como, por ejemplo, “Hasta aquí nos ayudó Jehová” (1 Sam. 7:12), y cree que presentó un sermón. Hubo un discurso, pero no hubo un sermón.
En segundo lugar, el mensaje debe ser cristocéntrico. No importa el tema que se elija, debe estar centrado en Cristo. Como afirmó Elena de White: “Los adventistas del séptimo día debieran destacarse, entre todos los que profesan ser cristianos, en cuanto a levantar a Cristo ante el mundo. […] Es en la cruz de Cristo donde la justicia y la paz se besan. El pecador debe ser inducido a mirar al Calvario; con la sencilla fe de un niñito, debe confiar en los méritos del Salvador, aceptar su justicia, creer en su misericordia” (Obreros evangélicos, pp. 164, 165) Aún más: “El mensaje del tercer ángel exige la presentación del sábado del cuarto mandamiento, y esta verdad debe presentarse al mundo; pero el gran centro de atracción, Cristo Jesús, no debe ser dejado fuera del mensaje del tercer ángel” (El evangelismo, pp. 138, 139).
Finalmente, el mensaje debe brotar de la experiencia del predicador con Cristo, recogida en medio de las luchas, las alegrías y las tristezas de los oyentes. Usando esos cuadros reales, el predicador debe buscar ayuda y consejo en la Palabra de Dios, a fin de consolar, nutrir, orientar y ayudar a los oyentes en su experiencia cristiana. No tenemos el derecho de presentar cualquier alimento, con historias sensacionalistas que buscar entretener. Los oyentes necesitan oír la voz de Dios por medio de su mensajero.
La vida del predicador
El educador cristiano William Morris (1864-1932) realizó un magnífico trabajo a favor de millares de niños en la ciudad de Buenos Aires. Su dedicación desinteresada y su amor hacia ellos se destacaron en el apostolado de este hombre de Dios. De él se dijo lo siguiente: “Fue una de esas vidas que obligan -dulcemente obligan- a creer en Dios”.[1] “Hemos de orar y velar en oración para que no haya inconsistencia en nuestra vida” (Mensajes selectos, t. 1, p. 136). Solo una vida en la que los hechos y los mensajes estén centrados en Cristo será capaz de expresar coherencia.
En una mañana determinada, un predicador leyó, para sus hijos, una meditación sobre el octavo Mandamiento: “No hurtarás” (Éxo. 20:15). Por la tarde, fueron al supermercado, y la cajera le devolvió más dinero que el que correspondía. De regreso en el auto, con el dinero en su bolsillo, el padre dijo: “Nos regalaron el dinero para el helado sin ningún esfuerzo”; y les contó lo que había sucedido El hijo de nueve años le preguntó: “Pero, ¿eso no es robar?” Fue difícil para el predicador armonizar aquella actitud con el mensaje enseñado por la mañana.
Existe otro desafío para el predicador: hablar a la familia. Creo que ese es el auditorio más difícil. Nuestra familia nos conoce muy bien. No predique a la iglesia lo que su familia no puede aprobar. “Quizá nunca sepáis en este mundo el daño que habéis hecho a alguna alma por vuestros pequeños actos de frivolidad, vuestra conversación vulgar, vuestra liviandad, completamente inconsecuentes con vuestra santa fe” (Mensajes para los jóvenes, p. 199).
¿Cuántos sermones predicamos cada semana delante de nuestra familia, que nos conoce tan bien? En muchos casos, mientras el predicador habla la familia está acordándose de las descortesías, las intolerancias y los gestos alterados practicados en casa. ¿Cuántas esposas escuchan a su esposo reflexionando sobre los sufrimientos que ellas mismas viven el lado de quien se presenta tan diferente delante de la iglesia? Es tiempo de ser coherentes/ El consejo de Cristo respecto de cómo debemos solucionar nuestras relaciones con nuestro prójimo antes de ofrecer sacrificios en el altar (Mat. 5:23, 24) aún es válido, sobre todo con nuestra familia.
Principios y preferencias
En este mundo relativo, necesitamos estar atentos a dos conceptos que moldean nuestra vida: Principios y Preferencias. Un principio es una verdad moral extraída de la Palabra de Dios, sobre la cual se basan nuestras acciones y actitudes. Las preferencias son las actitudes practicadas considerando las circunstancias, los gustos y los deseos personales. Cuando el predicador vive por principios, tendrá una vida coherente con el mensaje que predica. Sin embargo, cuando vive sobre la base de sus preferencias personales, no podrá ser coherente con el mensaje bíblico. Daniel es un ejemplo digno de ser imitado por todo predicador. La Biblia nos informa que él actuaba por principio, sin apoyarse en sus preferencias. Hoy, frente a la maléfica ética situacional, se toman decisiones incoherentes con la fe; lo que resulta en conductas cristianas inadecuadas, dependientes de las circunstancias.
Todo predicador debe vivir basando su vida sobre los principios; no sobre preferencias o circunstancias. Así, los oyentes percibirán que existe una correspondencia entre lo que es y lo que hablo. El mensaje será poderoso, y alcanzará el objetivo de transformar vidas.
En Jesús encontramos el modelo infalible de coherencia. “Toda la vida del Salvador se caracterizó por la benevolencia desinteresada y la hermosura de la santidad. Él es nuestro modelo de bondad” (Consejos para los maestros, padres y alumnos acerca de la educación cristiana, p. 249). Aún más: “Cristo practicó en su vida sus propias enseñanzas divinas. Su celo nunca lo llevó a ser apasionado. Manifestó consecuencia sin obstinación, benevolencia sin debilidad, ternura y simpatía sin sentimentalismo. Era muy sociable y, sin embargo, poseía una reserva y dignidad que no estimulaban familiaridades indebidas” (El evangelismo, p. 461).
¡Qué hermoso modelo para quienes predican! Una vida y obras coherentes con el mensaje que predicamos: esto es lo que la iglesia espera y necesita de nosotros.
Sobre el autor: Secretario ministerial de la Unión Nordeste Brasileña.
Referencias
[1] Enrique Chaij, Mil quinientas ventanas de la vida (Buenos Aires: New Life, 2000), p. 109.