(Votado en la 15º reunión administrativa el 18 de julio de 1975 a las 15)
Al pueblo remanente de Dios en los confines de la tierra, de vuestros delegados reunidos en la histórica Viena para celebrar el 52º Congreso de la Asociación General: saludos en el Señor. Nos hemos reunido para adorar a nuestro Dios Creador, cuyo amor hacia nosotros es invariable; para alabar al Cordero de Dios que nos ha reconciliado a los pecadores con nuestro amoroso Padre celestial por medio de su sangre, derramada generosamente en la cruz del Calvario; y para orar a fin de que el Espíritu Santo nos conceda la presencia y el poder del Padre y del Hijo en lo más profundo del corazón y de la mente de los que constituimos los templos de su Cuerpo.
Nos regocija el hecho de que a pesar de las tensiones y la agitación que abundan en el mundo, la cruz de Jesús atrajo durante el quinquenio pasado a centenares de miles de personas que hoy integran la congregación que predica el mensaje del tercer ángel. Una vez más, también, nos llaman la atención las solemnes exhortaciones al arrepentimiento, al reavivamiento y la reforma que viene recibiendo la iglesia en todo el mundo desde los concilios anuales de 1973 y 1974.
Nuestra adoración y alabanza se unieron al estudio de las verdades profundas de la Palabra de Dios. También se elevaron oraciones de confesión y de intercesión, porque estamos aún en un mundo que sufre la maldición del pecado, y porque hemos fracasado en gran medida, tanto en ser el pueblo que Dios esperaba que fuéramos como en acabar la obra que él nos ha encomendado.
Especialmente nuestros compañeros en el ministerio han comprendido su responsabilidad por el estado inconcluso de la obra de gracia que debe realizar la iglesia, y se unen al ferviente ruego de David porque Dios limpie las fuentes del corazón (Sal. 51:1-3, 7, 10-12) y a la intercesión de Daniel en favor del pueblo de Dios (Dan. 9:5, 6, 8-10).
El amor que inspiró a Dios al concebir y poner en práctica el misericordioso plan de salvación, mediante el cual él aceptaría la justicia y la muerte de su Hijo a cambio de las nuestras, y nos restauraría plenamente como sus hijos en Cristo, nos induce a anhelar e implorar la presencia y el poder renovadores del Espíritu Santo en la “lluvia temprana” de purificación y en la “lluvia tardía” de poder, para revelar la plenitud de Cristo a un mundo rebelde e incrédulo.
Nos sentimos competidos a considerar más seriamente que nunca la declaración que dice que “las marcas que distinguen al profeso pueblo de Dios del mundo, casi han desaparecido. Al igual que el antiguo Israel. . . seguimos las abominaciones de las naciones que nos rodean” (Testimonies, tomo 1, pág. 277). (Véase también Palabras de Vida del Gran Maestro, pág. 299.) Consideramos que la acusación formulada contra nuestros antepasados es un reproche para nosotros hoy: “La iglesia ha dejado de seguir a Cristo, su Líder, y está retrocediendo definidamente hacia Egipto. Sin embargo, a pocos les alarma o les asombra su carencia de poder espiritual. La duda y hasta la incredulidad hacia los testimonios del Espíritu de Dios están corrompiendo nuestras iglesias por doquier” (Testimonies, tomo 5, pág. 217).
A pesar de todo, nos gozamos ante el reciente y notorio aumento de confianza y el estudio dispensado a los mensajes especiales que este pueblo recibió por medio del espíritu de profecía, pero todavía nos entristece ver que existe una brecha entre nuestros conocimientos y nuestra vida práctica, entre nuestras palabras y nuestras acciones. Comprendemos que tan sólo una visión más clara del eterno amor de Dios hacia el hombre y de su eterno aborrecimiento del pecado, demostrados ampliamente en el Calvario, pueden quebrantar nuestros corazones orgullosos y amadores del pecado y librarnos del amor por los caminos mundanos que han marchado paralelamente con nuestra carencia de la primitiva piedad. (1 Juan 2:15, 16; Efe. 4:25-32.)
Comprendemos que sólo una visión más clara del eterno amor de Dios manifestado en la lucha mortal del Getsemaní y en la triunfal agonía del Calvario, nos producirá tristeza por nuestro pecado y nos hará abominarlo como lo hace Dios. Cuando se comprenda mejor el cálido amor de Dios, se corregirán los errores, se hará restitución y brotarán libre y sinceramente las confesiones, sin excusas ni racionalizaciones que las desvirtúen. El amor unificador de Dios vestirá a la iglesia con la panoplia celestial; la preparará para recibir un reaviva- miento del poder pentecostal; para ministrar a las necesidades de los hombres y para testificarles acerca de la gracia divina. (Véase El Camino a Cristo, pág. 43.)
Se nos ha recordado, sin embargo, que la norma y la prueba para todo cristiano y para examinar la obra de los diversos espíritus que hay en el mundo, es la Palabra de Dios, la Biblia. Los que pretenden tener los dones del Espíritu, ya sean de profecía, de lenguas o de sanidades, deben ser evaluados a la luz de la Palabra de Dios. (Véase Isa. 8:19, 20.) Dios tendrá un pueblo que sostendrá la Biblia y la Biblia sola, como la prueba de todas las doctrinas y la base de todas las reformas (véase El Conflicto de los Siglos, pág. 653); de ahí nuestra gran necesidad de recuperar el título que antes poseíamos, a saber, “El Pueblo del Libro”. Debemos volver a considerar ese Libro como más precioso que el pan material (Review and Herald, 23 de noviembre de 1897). Tal como nos aconseja el apóstol Pedro, “desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación” (1 Ped. 2:2).
Notamos que el enemigo de Dios y del hombre no sólo procura privarnos del tiempo y de la energía que necesitamos para escudriñar a fondo las minas de la verdad, sino que también intenta socavar la legitimidad de la revelación divina manifestada en la Biblia y en los escritos de Elena G. de White. Los desafíos a la autoridad de la Palabra de Dios que ahora nos llegan a través de la teología liberal, deben alertarnos a todos contra esas filosofías y métodos de estudio de la Biblia, que hacen que el hombre usurpe la autoridad divina tanto en lo que se refiere a la revelación como a la interpretación. Las deducciones de la ciencia también desafían el relato bíblico del origen, la caída y el destino del hombre, y nos enfrentamos con la amenaza de entrar en compromiso con teorías evolucionistas.
Hace tiempo que se nos ha señalado la relación que existe entre la Biblia y el reavivamiento. “Las verdades de la Palabra de Dios son las declaraciones del Altísimo. El que incorpora a su vida gestas verdades, se convierte en todo sentido en una nueva criatura… Un cambio de corazón va siempre acompañado por una clara convicción del deber cristiano y una comprensión de la verdad. El que estudia las Escrituras con profunda atención y con oración obtendrá una clara comprensión y un criterio sano, como si al volverse a Dios hubiera alcanzado un plano superior de inteligencia” (Elena G. de White, en Review and Herald, 18 de diciembre de 1913). Anhelamos tener esa sensibilidad hacia la revelación divina.
Reconocemos una vez más que, aunque los consejos inspirados son el conducto más importante que Dios usa para revelarse a nosotros, la oración es nuestro medio para responder a su revelación. Lamentamos muchísimo que durante horas, días y hasta semanas, algunos elevamos muy pocas oraciones fervientes a nuestro Mediador en el santuario celestial. Con frecuencia nuestras oraciones no son otra cosa que meras “listas de deseos”, cuando en realidad esas oraciones, endulzadas por el incienso de la justicia de Cristo, podrían abrir las ventanas del cielo en una bendición pentecostal derramada sobre nuestra alma y, en consecuencia, sobre la iglesia.
También hemos visto que cuanto más rica es nuestra vida de oración, más fuerza recibimos al estudiar la Palabra; y que cuanto más rico es nuestro estudio de la Palabra, más se inclina nuestra mente al espíritu de oración, hasta que, como Enoc, llegamos a “caminar con Dios” en un compañerismo continuo, vivo y permanente.
Reconocemos nuestra desesperada necesidad de un reavivamiento, de ese reavivamiento que Dios está ansioso por concedernos. Necesitamos que se produzca de varias maneras:
1. Individualmente, sin esperar a que lo sientan otros en particular o la iglesia en general, no sea que otras personas nos lleven la delantera y que, sin darnos cuenta de que la lluvia tardía cae a nuestro alrededor, sigamos esperando indefinidamente.
2. Como iglesia, se nos ha pedido que demos “el mensaje del tercer ángel en verdad” al mundo. Como pueblo —y al mismo tiempo como individuos—, debemos preocuparnos por nuestra parálisis laodiceana y clamar al Señor para que barra la basura que le impide llegar a la puerta de nuestro corazón, a fin de que podamos revivir como pueblo, “imponente como ejércitos en orden”.
3. Finalmente, por medio de la “lluvia tardía” que durante tanto tiempo hemos esperado. Bajo la dirección de la Providencia divina, un complejo de fuerzas se alineará para los últimos eventos culminantes: la “lluvia tardía” del poder del Espíritu Santo (Zac. 10:1; Joel 2:21-27); el “fuerte clamor” del “otro ángel” durante el último llamado que Dios dirigirá al mundo (Apoc. 18:1-4); el fin del tiempo de gracia (Apoc. 22:11, 12); el tiempo de angustia de Jacob (Dan. 12:1, 2); y la gloriosa aparición de Aquel que lleva en sus manos, en sus pies y en el costado las marcas que son el símbolo de su poder.
En nuestro carácter de dirigentes y pueblo reunido en este Congreso de la Asociación General, confesamos que sólo los testigos dotados del Espíritu de Dios pueden ser sus instrumentos para llevar la última exhortación y la demostración del Evangelio eterno a toda nación y pueblo, a fin de que se preparen para el regreso de Jesús.
En todas las ramas de la obra de Dios, proclamar y vivir las buenas nuevas es la actividad más importante y la única justificación que tenemos para ser un pueblo separado del mundo.
Hermano, hermana, dondequiera que se encuentre; ya sea aislado o formando parte de una gran congregación, le exhortamos fervientemente a que se una a nosotros en el clamor: “Velad, pues, porque no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor” (Mat. 24:42).