En nuestros congresos, no se debe pedir a uno o dos obreros que se encarguen de toda la predicación y de toda la enseñanza bíblica. A veces, puede obtenerse mayor bien dividiendo la gran congregación en secciones. De este modo, el que educa a la gente en la verdad bíblica puede acercársele más que en una gran asamblea.
En nuestros congresos se predica mucho más de lo que se debiera. Esto impone una pesada carga a los ministros, y en consecuencia se descuida mucho de lo que requiere atención. Muchas cosas pequeñas que abren la puerta a graves males se pasan por alto. El predicador queda despojado de su fuerza física, y privado del tiempo que necesita para la meditación y oración, a fin de mantener su propia alma en el amor de Dios. Cuando se recarga el programa con tantos discursos, uno tras otro, la gente no tiene tiempo de asimilar lo que oye. Las mentes se confunden, y los servicios les parecen tediosos y cansadores.
Debe haber menos predicación y más enseñanza. Hay quienes necesitan luz más definida que la que reciben por oír los sermones. Algunos necesitan más tiempo que otros para comprender los puntos que se presentan. Si se pudiera hacer un poco más clara la verdad presentada, la verían y comprenderían, y sería como un clavo plantado en lugar seguro.
Me ha sido mostrado que nuestros congresos han de aumentar en interés y éxito. He visto que, a medida que nos acerquemos al fin, habrá en estas reuniones menos predicación, y más estudio de la Biblia. Habrá por todo el terreno pequeños grupos, con la Biblia en la mano, y diferentes personas dirigirán un estudio de las Escrituras de una manera libre y en tono de conversación.
Tal era el método por el cual Cristo enseñaba a los discípulos. Cuando las grandes muchedumbres se congregaban en derredor del Salvador, él daba instrucción a los discípulos y a la multitud. Luego, después del discurso, los discípulos se mezclaban con la gente, y le repetían lo que Cristo había dicho. Con frecuencia los oyentes habían aplicado erróneamente las palabras de Cristo, y los discípulos les repetían lo que las Escrituras decían, y lo que Cristo les había enseñado que decían. (Obreros evangélicos, págs. 423, 424).